Kurt Weill en América: reinventarse y vivir

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Con tan solo doce años, Kurt Weill montaba ya pequeñas obras dramáticas en la sala situada encima de la vivienda familiar en el centro de la comunidad judía de Dessau, su ciudad natal, situada junto a la sinagoga en que su padre, Albert, trabajaba como cantor. Mostró, por tanto, una precoz querencia natural por la música escénica, el ámbito en que, aún muy joven, cosecharía sus primeros éxitos en Dresde, Berlín, Leipzig o Baden-Baden con las óperas El protagonista, Palacio Real (que incorporaba, además, cine y danza), ambas de 1926, y El zar se deja fotografiar, del año siguiente, que vio nacer también, con Mahagonny (el Songspiel, no la ópera posterior, que se estrenaría en 1930), su fructífera colaboración con Bertolt Brecht.

Estados Unidos, como geografía y como hogar de una música popular con rasgos propios y diferentes a la europea, ya había hecho, pues, acto de presencia en su catálogo cuando la barbarie nazi, y su condición de judío, le obligaron a huir de Alemania en 1933. En Nueva York, adonde llegó dos años después, hubo de reinventarse, porque tanto el compositor como su música tenían una clara impronta europea. Con su intuición camaleónica, y animado por la asistencia a un ensayo de Porgy and Bess,invitado por el propio George Gershwin, Weill no tardó en hacerse un hueco en el cine y el teatro, las dos grandes industrias del entretenimiento del país, aunque muy pronto decidió concentrar todos sus esfuerzos en la música escénica, su más fiel compañera de viaje desde la infancia.

Sus primeros grandes triunfos fueron Lady in the Dark (con Ira Gershwin como letrista de las canciones) y One Touch of Venus, dos musicales estrenados en plena guerra. E incluso en obras de menor éxito, como Knickerbocker Holiday, su talento melódico innato se vio asimismo reconocido y “September Song”, por ejemplo, entró enseguida a formar parte del cancionero popular norteamericano. Weill tenía a Street Scene, en la que, según confesó a su amigo Caspar Neher, había aspirado a “una unidad de música y drama como no había logrado nunca antes”, por la cima de su dedicación al género, un producto “enteramente nuevo y probablemente la forma más ‘moderna’ de teatro musical, ya que aplica la técnica de la ópera sin incurrir nunca en la artificialidad de la ópera”. En un artículo publicado en The New York Times cuatro días antes del estreno neoyorquino el 9 de enero de 1947, Weill se refirió a ella como un “musical dramático”, en el que una “historia fuerte y sencilla se cuenta en términos musicales, entretejiendo la palabra hablada y la palabra cantada de tal modo que el canto toma el relevo con naturalidad siempre que la emoción de la palabra hablada alcanza un punto en el que la música puede ‘hablar’ con un efecto mayor”. En la primera edición de la partitura de canto y piano, Street Scene aparecía identificada como “Una ópera americana”.


Son justamente la naturalidad, la ausencia de artificio, y la concisión los principales atractivos de este retrato de un microcosmos urbano, psicológico y situacional, un escaparate de virtudes y miserias humanas abigarradas en un barrio poco glamuroso de Nueva York que se suceden respetando estrictamente la unidad de espacio y tiempo, a la manera de una tragedia griega, con paralelismos de raigambre clásica entre los dos actos, como el más obvio del arranque y el cierre, con el calor sofocante como símbolo de la fatalidad o del peso del destino, o el recurso genial y más escondido de confiar Weill al joven Sam Olsen, en “The woman who lived up there”, la música de la gran aria de Anna Maurrant (la madre de su amada, que acaba de ser asesinada por su marido) en el primer acto, un gesto de enorme sutileza y alcance psicológico.

La propuesta escénica estrenada en el Teatro Real es hiperrealista, como pide a gritos la obra, y deja que ese cúmulo de pequeñas historias que conforman una gran historia avancen con fluidez y eficacia. Música y diálogos se enlazan o superponen en todo momento con la desenvoltura de la que tan orgulloso se sentía su autor. Entre tanta naturalidad, solo molesta el artificio de la amplificación a ratos excesiva en algunas escenas o personajes, así como el runrún urbano de bocinazos, tráfico y sirenas de ambulancias, probablemente innecesario. Y en el reparto necesariamente coral, con multitud de pequeños papeles, destaca, y mucho, Mary Bevan como Rose Maurrant: cantando, actuando y diciendo sus frases, es una lección permanente de cómo hacer y dar entidad a este repertorio procediendo como ella del mundo clásico. A su lado, en cambio, Joel Prieto, tan excelente Tamino hace dos años en este mismo escenario, no parece nunca cómodo y no acaba de perfilar o hacer creíble su personaje. Merecen también mención especial el espléndido Eric Greene como Henry Davis, el joven servicial para todo, los dos niños (Diego Poch y Matteo Artuñedo), los Pequeños y Jóvenes Cantores de la JORCAM (que no fallan nunca) y todos los participantes en el sensacional número de canto y baile “Moon-Faced, Starry-Eyed”, una joya. Tim Murray concierta con mucha seguridad y conocimiento del estilo, aunque en este repertorio un poco menos de control puede ser una gran virtud.

Se pierde en buena parte el humor derivado de los acentos marcadamente diferentes con que hablan inglés los vecinos, inmigrantes en Nueva York, como el propio Weill. Los sobretítulos ‒con frases mal traducidas o directamente no traducidas‒ tampoco ayudan en este sentido. Pero son reparos menores a un espectáculo de factura y realización mucho más complejas de lo que puede parecer a primera vista. “Cuando empecé a diversificar mi actividad en otros ámbitos del teatro musical descubrí la pura verdad de que las diversas categorías de los espectáculos musicales no eran en realidad más que maneras diferentes de mezclar los mismos ingredientes: música, drama y movimiento”, escribió Weill en el citado texto para The New York Times. Los tres, admirablemente bien mezclados por actores, cantantes, bailarines e instrumentistas, están presentes en grandes dosis en esta modélica producción de Street Scene que nadie, esta semana o en su reposición en primavera, debería perderse por nocivos prejuicios o por una férrea adscripción a falsas etiquetas.

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