Allí empezó todo: la traza de aquel primer barrio judío

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¿Dónde empezó esta historia? ¿En qué calles, en qué casas? ¿Cuáles son los espacios de los primeros hogares, de los primeros rezos? Las primeras referencias de la presencia judía en territorio mexicano aparecen en la ruta que va del puerto de Veracruz a la Ciudad de México. En la capital, empiezan a acomodarse. Viniendo de sitios tan distintos como Lituania o Siria, comienzan a encontrarse entre ellos, a reaprender a ganarse el pan.

“Todo comenzó aquí”, explica Mónica Unikel-Fasja, directora de la Sinagoga Histórica Justo Sierra, antes sitio de oración y hoy centro histórico-cultural. “En el barrio de la Merced y en estas calles aledañas, porque hay vasos comunicantes: la gente que venía a rezar aquí, vivían, seguramente, en la Merced o venían al mercado a comprar sus cosas”.

A fuerza de tenacidad y de rescatar pequeños anuncios, papeles, referencias, fotografías, Unikel ha conseguido recuperar la traza de esos primeros años de la comunidad judeo-mexicana. Son las mismas calles en donde hace cientos de años hubo alguna huella, la sombra de algún judío. Pero son eso solamente, sombras. De aquellos cuya historia, en el mejor de los casos, aparece en los papeles inquisitoriales del Archivo General de la Nación, no queda mucho más que sus nombres y no hay continuidad alguna con los actuales judíos mexicanos.


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“Hay una segunda época en la que Porfirio Díaz invita a europeos a venir a México para contribuir en su modernización. No habla específicamente de judíos, aunque en un documento refiere que “los judíos saben ahorrar” y le interesa que enseñen a ahorrar a los mexicanos. No eran judíos que aspiraran a que se les reconociera como tales: venían como franceses, ingleses, alemanes. Algunos sí se quedan y formarán parte de la primera organización, que se fundó en 1912. No son perseguidos ni  pobres; están aquí porque con Díaz tienen una oportunidad que deciden aprovechar.”

La comunidad judeo-mexicana proviene de la tercera etapa migratoria. Inicia el siglo XX y son los últimos tiempos del Imperio Otomano. “El movimiento ultranacionalista de los llamados “jóvenes turcos” pretende que todas las minorías se vuelvan turcos; en el caso de los judíos, que dejen de hablar hebreo y que cierren sus escuelas y que los varones entren en un servicio militar sumamente peligroso. Eso los orilla a buscar alternativas en otras tierras”. Así, llegan a México judíos que provienen de Alepo y Damasco, en Siria; vienen también de Grecia, de Turquía, de los países balcánicos. Los sirios hablarían árabe, y los otros hablaban ladino o judeo español, eran sefaradís.

Venían huyendo del ultranacionalismo que lastimó también a rusos y a armenios. Entre 1918 y 1928, llegarán las esposas y los hijos de estos judíos de Oriente Medio. Llegarán también los judíos ashkenazis, que vienen de Polonia, de Lituania, de Ucrania, de Rusia, de Hungría, de Alemania. “Son más bien pocos los judíos que llegan en la época de Hitler”, detalla Mónica Unikel.

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LA PRIMERA ORGANIZACIÓN. La primera organización de judíos mexicanos se formó 1912, en un templo masónico que estaba en el número 14 de la calle de Donceles y que agrupó a judíos de todos los orígenes. Se llamó Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinaí. ¿Por qué allí? “Eran pocos, eran pobres. No tenían nada. Pero algunos eran masones y sus hermanos les prestan  el espacio para las fiestas mayores y allí crean esa primera agrupación”, narra Mónica Unikel.

Después, se ocuparon de tener un cementerio propio, que se concreta en 1914. “Como judío, se puede rezar en cualquier sitio; con que haya gente y libros sagrados, puede armarse una sinagoga”, explica Unikel-Fasja. “Pero el tema de la muerte es mucho más complejo: se necesita un terreno, dinero para mantener ese terreno y la agrupación que se encarga de preparar los cuerpos para su entierro”. El cementerio fue posible gracias a la intervención de un judío austriaco -“Que sí tenía dinero”-, el propietario de cines Jacobo Granat, que también era masón. Partidario de Francisco I. Madero, Granat pertenecía a la misma logia y acompañó al coahuilense en sus actos de campaña. Cuando Madero asumió la presidencia, otorgó a Granat el permiso del gobierno mexicano para fundar el cementerio judío que aún existe en la Calzada México-Tacuba.

Después, entre todos los judíos organizados, compraron una casa que sirviera de sinagoga y de sede de la beneficencia. Pero las diferencias eran inevitables. Modos, costumbres, idiomas. En 1922, los judíos ashkenazis se separaron de aquella organización primigenia y fundan la comunidad que hace la que hoy es conocida como la Sinagoga Histórica Justo Sierra; después, los sefaraditas y los judíos de Alepo harán otro tanto.

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PARA GANARSE LA VIDA. Ponen casa en el barrio de la Merced; hacen suyas las calles de Jesús María, Loreto, Academia, Moneda, Manzanares, Roldán: allí desarrollan su vida comercial y personal. ¿De qué viven? Se hicieron vendedores ambulantes. Pero no dominaban el español, y no toda la gente tenía dinero para pagar. Entonces idearon el sistema de pago en abonos. “Con una libreta en la mano y sus tres palabras en español, se daban a entender. Es un sistema basado en la confianza y la gente les daba sus direcciones para pagar cada semana. Eso tuvo sus altibajos: en los años más duros de la revolución, el dinero dejaba de valer de un día para otro, pero en general, la gente pagaba y así, poco a poco a poco pudieron ahorrar y progresar”.

Fue eso, la confianza, la que les permitió sobrevivir. De boca en boca llegaba la información esencial: en cierta calle, estaba ya establecido un paisano que les prestaba la mercancía para que pudieran empezar a comerciar. “No tenían nada. No la hubieran librado sin la ayuda de esos judíos que ya tenían un negocio y que les ponían en las manos un paquete de pañuelos, de corbatas, de artículos baratos, que ya les pagarían cuando mejorara la suerte.”

Así se iban por las calles con la tienda colgada del cuerpo. Algunos se fueron a provincia a buscar clientela. Con el tiempo, cuando empezó a haber ganancias, algunos contrataron cargadores, mexicanos, y generalmente migrantes de Puebla o de Oaxaca, que se volvieron sus grandes apoyos, pues además de llevar la mercancía, hacían de traductores, evitaban que los estafaran o que comieran alimentos no kosher.  Algunos, como el Serafín que refiere la escritora Margo Glantz en su libro Las genealogías, prácticamente se volvieron parte de aquellas familias judías.

Muchos de los judíos sirios ya se dedicaban al comercio. Pero aquellos que venían de Europa tenían otro perfil, estudios, carreras. “para ellos fue traumático tener que dedicarse a vender”, reflexiona Mónica Unikel.

Del ambulantaje a un puesto en el mercado; del puesto a una tienda propia. Unos incursionaron en la industria textil y montaron talleres en sus hogares. Algunos de ellos se convertirían en fábricas importantes. Sus hijos, ya nacidos en México, tendrían la oportunidad de ir a la universidad.

CALLES DONDE RECONSTRUYEN EL MUNDO. La vivienda se resolvió en los cuartos de muchas vecindades del Centro y en algunos edificios. “En muchas vecindades convivían españoles, libaneses, oaxaqueños, judíos. Los patios eran espacios fundamentales y el intercambio cultural se da en ellos”.

Empezaron a tener espacios, añade Unikel: “En la calle de Academia, una familia convirtió la sala de la casa en una especie de restaurancito; nadie que no fuera inmigrante, judío y askenazi hubiera ido a comer ahí, porque no había ningún anuncio, pero los inmigrantes sabían muy bien que en Academia 9 podían ir a comer comida judía casera preparada por la señora Gaistman,  que les iba no sólo a aliviar el estómago sino también el alma”.

La organización comunitaria propició el surgimiento de actividades colectivas. En las páginas de los muchos periódicos que produjeron, están algunas pistas de lo que fueron las calles del centro cuando allí se establecieron los inmigrantes judíos. Siguiendo la pista de los anuncios que aparecían en una de esas publicaciones, Der Weg (El Camino), en yidish, Mónica Unikel ha logrado ubicar los espacios de aquellas familias.

“Por ejemplo, en Jesús María 3, hubo, una tapicería; como los inmigrantes estaban acostumbrados a ciertos sabores, comenzaron a surgir tiendas tradicionales: en Jesús María 22 estaba “El Mercurio” de la señora Sara Makovsky, que vendía pepinos agrios y arenques. Hubo una pastelería, en Academia 23, La Rusia del señor Kapulsky; en Jesús María 18 estuvo la primera carnicería kosher, y también existió La Palestina, de abarrotes judíos”. En los nombres de los comercios estaban sus nostalgias, y esas tiendas eran también centros de información. Había también profesionales, y estaban los que hacían las comidas para las bodas, y los que hacían las circuncisiones, y en el mercado de la Merced hubo un shojet (matarife) al que la gente le llevaba los pollos vivos y él los preparaba para hacerlos kosher. Desde 1910 vivía en México el rabino Salomón Lobatón, que vino de Alepo (Siria) y también era shojet.

Tenían cementerio y sinagoga, y también se preocuparon por tener escuelas. “Los niños judíos fueron a las escuelas públicas mexicanas con niños no judíos, como Jacobo Zabludovsky.  Esos niños querían mezclarse, no querían que los vieran raro. Iban a las escuelas públicas en las mañanas, y en las tardes algún maestro les enseñaba las bases del judaísmo”. Las escuelas judías, antes de obtener el registro de la Secretaría de Educación Pública, tenían el estátus de academias religiosas. Cuando lo obtuvieron, impartían por las mañanas los planes de estudio mexicanos.

Pasaron los años, pudieron mudarse, buscar mejores espacios para las familias, construyeron nuevas sinagogas. La de Justo Sierra 71 funciona hoy como centro cultural y difusor de la huella judía en el Centro Histórico. A unos pasos, en el número 73, aún abre sus puertas otra antigua sinagoga. Un puñado de devotos asiste a ella a diario, al filo del mediodía. El espíritu colectivo se ha transformado en el curso de un siglo, pero permanece. Es un hecho, reflexiona Mónica Unikel: “realmente, un judío nunca está solo: hay una comunidad que lo ayuda y lo arropa”.

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