Palermo / Sevilla

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Dos hombres de bien deambulan taciturnos en la madrugada siciliana. 1860. Hubiera podido ser una fecha crítica: la de la entrada de la isla, y la de Italia, en una modernidad de la cual las privó la ausencia de Estado. Uno de ellos, Chevalley, ha venido de la península para buscar al hombre honrado sobre el cual jugar las bazas de una Sicila bajo la ley común.

El otro, el Príncipe Salina, sabe que no ha entendido nada, que nada en el alma fósil de su isla cambiará nunca; y que eso da a su amor por esta tierra una dimensión trágica a la cual Giuseppe Tomasi di Lampedusa reviste de una majestad conmovedora: El gatopardo. Chevalley rumia su esperanza: “Estas cosas no durarán, nuestra administración, nueva ágil, moderna cambiará todo”.

Salina se abandona a la melancolía del que sabe: “Todo esto no debería poder durar; y, sin embargo, durará siempre; el siempre humano, por supuesto, un siglo, dos siglos, y luego será distinto, pero peor. Fuimos los guepardos, los leones; los que nos sustituirán serán los chacales, las hienas; y todos, guepardos, chacales y borregos, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”. Nada va a cambiar. Él sabe quién se hará con el poder en Sicilia tras la unificación: los mismos. La convención los llama mafia. Pero son el verdadero Estado.


Cuando la transición española, un puñado de avispados –y bien financiados– pícaros sevillanos supo que todo estaba a su favor para poner en pie aquel modelo que la amargura de Lampedusa da como incurable maldición siciliana. Pero ahora el proyecto era más ambicioso. Desde su territorio bajo control caciquil estricto, era posible extender el dominio al país todo. Andalucía no es Sicilia: el peso de su demografía la hace pieza determinante en la elección del parlamento español. Controlar esa bolsa de votos era casi garantizarse la estabilidad indefinida en el gobierno. A eso apostaron gentes tan funestas par la historia reciente de España como Felipe González o Alfonso Guerra. Y toda la banda de subordinados que hoy tienen ya un pie en el banquillo de los acusados y que, muy verosímilmente, tendrán los dos dentro de unas semanas.

Nada puede seguir más tiempo así en Andalucía. Así, chapoteando en el cenagal de las limosnas públicas a través de las cuales los grandes corruptos, que gobiernan comunidad autónoma y sindicatos, se garantizan la humillada complicidad de los más míseros, de aquellos que en las migajas que sus señores dejan caer de la mesa ven su única fortuna. La corrupción está ya en todo. No puede seguir durando. Pero durará siempre. Los Chávez, los Griñán, los herederos de González lo han podrido todo. Y nadie sabe ya cómo recomponer una sociedad viva allí abajo. Y nadie quiere.

Desde el cacicato andaluz, Susana Díaz puede defenestrar a cuantos líderes socialistas nacionales se le antoje. Ella tiene los votos. Los otros se han quedado en nada. Después de las elecciones generales, habrá –seguirá habiendo– un partido socialista andaluz. Con delegaciones en el resto de España. El PSOE, fuera de Andalucía, ha muerto. Sépalo o no. Y es más fuerte que nunca en Andalucía. La destitución de los imputados Griñán y Chaves se decide en Palermo, perdón, Sevilla. No en Madrid.

Lo igual se dice de los distinto. Necesariamente. ¿Qué es lo “distinto” del caso andaluz? El cierre del modelo: Andalucía es la variedad perfecta de esa corrupción que ha sido la común enfermedad de la España moderna. Y el ser perfecta la hace tan distinta, tan única, tan fósil. Y tan sin esperanza.

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