Cristofobia e islamonazis

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Decía Joseph Roth -el santo veedor de la barbarie nazi- que la verdad es un susurro apenas y la mentira un grito interminable. Aquélla se propaga a través de la razón; la falsedad, en cambio, se transmite mediante los tantanes de la propaganda. Una madura poco a poco, si es que no se malogra en el viaje. La otra germina por ensalmo, igual que la avena loca o la cizaña, y a ningún terreno le hace ascos. Pero los grandes novelistas tienen, como se sabe, un oído más fino que el del común de los mortales y una visión más honda, más certera y más larga. De ahí que el maestro Roth -grande entre los muy grandes- llegase a captar al vuelo las notas del réquiem trágico en medio del ensordecedor aullido de la furia y la farsa.

Él fue el primero que alcanzó a vislumbrar, dejando constancia de ello en negro sobre blanco, ese “impulso suicida de la civilización occidental” que es, según Steiner, el auténtico detonador del Holocausto. En el otoño de 1933, ya exiliado en París, Roth disecciona en los “Cahiers juifs” la visceralidad asesina de la bestia parda. “A lo que aspira el Tercer Reich -proclama- es a arrancar de cuajo la cultura de la que somos un raigón inexcusable. Al exterminar a los judíos se quiere acabar con Cristo y los que antaño fuimos perseguidos por llevarle al Calvario lo seremos ahora por haberle alumbrado”.

Luego de tres cuartos de siglo, el luminoso diagnóstico de Roth les viene que ni hecho a la medida a los islamonazis actuales. Si la Europa medrosa, chirle y desfibrada se deja seducir por cantos de sirena, melopeas angélicas y salmodias mediáticas, volverá indefectiblemente a suicidarse. Si se niega a apoyar a los que sufren el envite del totalitarismo islámico, la libertad de nuevo sucumbirá en la guerra sin haber dado la batalla. Tanto da bestia verde o bestia parda; la bestialidad persiste, varían los collares. No se altera el rencor inagotable, no se modula el fanatismo, no se aquieta la saña.


A fin de cuentas, judeofobia y cristofobia son manifestaciones similares de un virus mutante. De una epidemia que no va con nosotros, que apenas nos atañe, hasta que llega el día en el que los heraldos del horror se calzan la capucha y echan la puerta abajo. Entonces, sólo entonces, la compasión hacia las víctimas da de sí lo bastante para alumbrar un happening. Entonces, sólo entonces, la sociedad del bienestar aparca por unas horas sus angustias contables y bombardea a los verdugos con avalanchas cívicas, consignas fervorosas e inquebrantables alianzas.

Después, cumplido el trámite, Poncio Pilatos se sumerge en la sauna catódica de los telediarios y, mientras la degollina arrecia, se masajea la conciencia y se lava las manos. El último episodio del salvajismo islamonazi ha convertido a Kenia en un nuevo jalón del camino hacia Auschwitz. Pero Kenia, según parece, cae muy lejos y no le interesa a nadie. Tan lejos -o tan cerca- como caía Auschwitz.

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