De Ford a Eastwood

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Tumbado al borde de la terraza en ruinas que sobrevuela un barrio en escombros de Bagdad, el francotirador protege a la unidad que avanza. Pétreo bajo el sol, se diría un pliegue de grisalla. Observa y calla: es su trabajo. En su visor aparece una mujer joven, bajo cuyo ropaje se percibe un bulto. A su lado un niño: hijo suyo, sin duda. Puede que tenga seis o siete años. La mujer entreabre el manto. El francotirador identifica una granada antitanque. En el visor del rifle, ve a la joven madre entregar la bomba armada al hijo, que corre con ella hacia los soldados que avanzan. El índice del tirador se crispa en el gatillo. Puede que sea el inicio más brutal que yo recuerde en cine: El francotirador (American Sniper). Sólo Clint Eastwood se atrevería a arrancar una narración en ese punto. Sin temor a lo que habrá de contar luego. Sólo en Clint Estwood se reencarnó John Ford.

Entre Bradely Cooper y John Wayne hay más de medio siglo. Pero el tiempo narrativo es tiempo en vilo: ese tiempo en el cual destellan sólo las emociones más hondas de un humano. Y las más insoportables. No hay decurso en ese tiempo. Está en la puerta que recorta geométricamente la luz del desierto al final de The Searchers (1956), esa ruda filigrana lírica en la cual Ford, ya viejo, cifró toda su sabiduría. Está en el afilado perfil a contraluz del Ethan al cual da Wayne presencia de gigante frágil. Y en la cámara que, dentro de la habitación cuya puerta Ethan cierra, va fundiendo solemnemente a negro. Y a soledad, que sabemos la del héroe que retorna solo a la luz cegadora del desierto. Y que renuncia a cualquier consuelo. Hizo lo que debía. Y ese deber estaba hecho de sangre.

Eastwood retoma a Ethan en una terraza en ruinas sobre los escombros de Bagdad. Como Ethan, nada sabría decir Kyle de esa elegía del hombre sin retórica que él encarna. Como los héroes de Ford, son los de Eastwood lacónicos, taciturnos casi. Porque al héroe toca sólo caminar entre los muertos. Y no hay muerto –sea amigo o enemigo– que no merezca un sagrado silencio. La retórica envilece a quien debe oficiar vida y muerte. De los suyos. De aquellos frente a los que los suyos han de poner en envite vida propia y verosímil muerte. No conmueven al tirador sus aciertos, que se cuentan en cadáveres enemigos. Lo conmueven sus fallos. Porque, en cada disparo errado, viene a decir en el único austero instante en que sopesa su tarea, porque en cada disparo errado va la vida del compañero al cual no logró salvar. Y ese tipo de fallos nada puede perdonarlo. Ni olvidarlo nadie.


La patria de Chris, como la de Ethan, es sin retórica. Está en el “solitario impulso” de aquel aviador de Yeats, que todo lo ponderaba y tenía presente. Por eso suena tan rara a los europeos, que somos gentes viejas sin más ya que palabras huecas con las cuales tapar el agujero que lo real nos dejó como recuerdo. El francotirador dispara para proteger a sus cercanos: familia, amigos… Y es a eso a lo que llama patria: a lo más íntimo.

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