El ladrón triste

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El día en que Vincezo Perugia, a la sazón decorador en el Museo del Louvre, decidió robar La Giconda de Leonardo da Vinci, estaba más triste que nunca. Aquella sonrisa tierna e inmortal de la dama italiana lo tenía obsesionado, le quitaba el sueño, le roía el corazón con el largo diente del despecho. De todas las veces que intentó copiarla sólo una le salió parecida pero se apagó a las pocas horas, enderezándose los labios sin que Vicenzo supiera cómo o por qué. Así, pues, que el 21 de agosto de 1911 por la tarde robó la obra, llevándosela consigo a Italia con una mezcla de orgullo nacional y un inexplicable ardor en las manos, confesaría después, como si el cuadro irradiara más calor del habitual. En Florencia se la ofreció, entre pícaro y ansioso, al anticuario Alfredo Geri, el cual avisó inmediatamente a la Superintendencia.

Entre agosto y diciembre, el ladrón triste, obsesionado por la obra que había robado, volvió a soñar innumerables noches con la sonrisa de La Gioconda. Consultó a Vasari esperando hallar en el biógrafo de los grandes pintores italianos una mención de esos labios, un dato sobre las circunstancias en las que fueron pintados, búsqueda por cierto infructuosa. Como la policía le pisaba los talones se movía en ciudad cada vez más triste y, a la vez, más voraz con cuanta sonrisa veía por ahí en su amada Italia. El 19 de diciembre, tras muchas e insistentes presiones diplomáticas, el cuadro fue devuelto a Francia tras haber sido expuesto dos días en los Uffizi de Florencia y en la Galería Borghese de Roma, amén de otros dos en la Pinacoteca Brera de Milán, donde una imprevisible riada de público, guiada hasta el palacio mediante vallas dispuestas para ello en las calles adyacentes, se detuvo pocos minutos ante el extraordinario cuadro que, colocado en un caballete en la sala IV, opacó durante horas a las grandes telas del Quinientos.

Sabiendo que no podía volver a París ni mucho menos al Louvre, el ladrón triste cambió su aspecto, se sumó a los visitantes de Milán y esperó con paciencia el momento de volver a ver el cuadro. Ahora ya no era orgullo lo que sentía sino una desazón más honda, seguida por la comprensión de que es imposible sustraer lo que se ama sin ofender al amor, y también que ninguna sonrisa nos devolverá la nuestra si desconocemos la causa que la produjo.


Ni siempre detrás de cada sonrisa hay bondad y debajo de un rostro grave melancolía. Todo el mundo elogiaba a Leonardo y nadie mencionaba a Vicenzo Perugia, el decorador, quien a riesgo de su vida había robado el cuadro para devolverlo a Italia. Oír las cien y una opiniones que sobre la sonrisa de la enigmática dama se emitían no mejoró el torvo humor del ladrón, ya que ni suponerla embarazada y por ello satisfecha con el destino, ni imaginar que tenía la distraída dulzura de los miopes o la candidez de las vírgenes eran explicaciones que satisfacían la más superficial de las curiosidades. Aquella sonrisa misteriosa, empero, pronto se vería descifrada por una profesora de corta estatura llamada Fiorella Strozzi, especialmente llegada de Florencia para guiar los ojos de los asombrados visitantes de Milán.

-Con el fin de que su modelo no se aburriese-explicó Fiorella ante una multitud reverente-, nuestro pintor llenó su estudio de bufones, juglares y animales de compañía que entretenían a nuestra dama, la mujer de Francesco del Giocondo, de manera que mientras el pincel recorría con suavidad su imagen, acentuaba aquí una ceja o iluminaba allá un párpado, la comparsa que exhibía trucos de magia a espaldas de Leonardo, la gente que sacaba la lengua o simplemente hacía ademanes obscenos para divertir a quien posaba, disfrutaba a su vez de ver trabajar al gran artista, quien, entretanto, decía:
-Recuerde, señora, que nunca estamos solos. El mundo está lleno de cosas visibles que son extraordinarias y de cosas invisibles que son más extraordinarias aún.

¡Era eso, entonces, pensó Vincenzo Perugia el ladrón triste! La sonrisa de La Gioconda se debía no a algo íntimo, ni siquiera a una broma que le formulara el maestro Leonardo sino al hecho de que el estudio en el que ambos se hallaban estaba lleno de gente divertida, luciendo ropas luminosas, entregada a juegos de manos y, tal vez, cantando canciones subidas de tono. Oyó las flautas, las mandolinas, las risas, Vicenzo escuchó voces y notas que veían del pasado y sonaban tan frescas como si acabasen de ser emitidas un instante antes en algún rincón de la Pinacoteca.

Un rato más tarde, solucionado, al menos en parte, el enigma de la famosa sonrisa, paseándose por las calles de Milán por vez primera en años a Vicenzo Perugia no le molestó su anonimato ni le preocupó su soledad. Efectivamente el mundo que lo rodeaba estaba, como sostuvo Leonardo da Vinci, lleno de cosas visibles extraordinarias y de cosas invisibles más extraordinarias aún. Tal vez no fuese suficiente prestarles atención o regalarles nuestra curiosidad, acariciarlas con una mirada inquisidora o racional, sino que todas esas cosas demandaban una sonrisa compasiva. Horas más tarde, cuando el ladrón triste la esbozó, se dio cuenta de que permanecía en sus labios todo el tiempo que pensara menos en sí mismo y más en la luz de las calles, la asimétricas ramas de los árboles y las rosadas mejillas de los niños.

Mario Satz: El pintor de sonrisas

Acerca de Mario Satz

Poeta, narrador, ensayista y traductor, nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de una familia de origen hebreo. En 1970 se trasladó a Jerusalén para estudiar Cábala y en 1978 se estableció en Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Hoy combina la realización de seminarios sobre Cábala con su profesión de escritor.Incansable viajero, ha recorrido Estados Unidos, buena parte de Sudamérica, Europa e Israel.Publicó su primer libro de poemas, Los cuatro elementos, en la década de los sesenta, obra a la que siguieron Las frutas (1970), Los peces, los pájaros, las flores (1975), Canon de polen (1976) y Sámaras (1981).En 1976 inició la publicación de Planetarium, serie de novelas que por el momento consta de cinco volúmenes: Sol, Luna, Tierra, Marte y Mercurio, intento de obra cosmológica que, a la manera de La divina comedia, capture el espíritu de nuestra época en un vasto friso poético.Sus ensayos más conocidos son El arte de la naturaleza, Umbría lumbre y El ábaco de las especies. Su último libro, Azahar, es una novela-ensayo acerca de la Granada del siglo XIV.Escritor especializado en temas de medio ambiente, ecología y antropología cultural, ofrece artículos en español para revistas y periódicos en España, Sudamérica y América del Norte.Colaborador de DiarioJudio, Integral, Cuerpomente, Más allá y El faro de Vigo, busca ampliar su red de trabajos profesionales. Autor de una veintena de libros e interesado en kábala y religiones comparadas.