El pueblo sin rostro

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Ya se ha hablado mucho de la sangre que corrió en París recientemente, pero es preciso referirse también a termómetros más reales con respecto a la cotidianidad de lo que sucede socialmente allí y en varios otros sitios; como el experimento del periodista judío que se paseó durante horas por las calles de la herida capital francesa con un kipá y que recibió infinidad de insultos y escupitajos por parte de los transeúntes musulmanes.

El islam sigue estando en conflicto con casi todas las civilizaciones colindantes, sea en Chechenia con los rusos, en Xinjiang con los chinos, en Gaza con los judíos, en el norte de Nigeria con los cristianos, o en Cachemira con los hindúes, y a su vez, se sigue entretejiendo con occidente a través de una tortuosa relación histórica de colonizaciones, migraciones, guerras y atentados.

Pero más allá de estas evidencias, que podrían dar la razón a la teoría de choque de civilizaciones de Huntington, es imprescindible intentar deconstruir el islam, atravesando tanto sus ramas como las etnias que las profesan, hasta llegar a cada individuo embozado para comenzar a singularizar y poder por fin ver los rostros límpidos de los protagonistas de los más sanguinarios enfrentamientos, los que se dan en la intimidad de su idiosincrasia, donde víctimas y verdugos son dominados por el velado semblante de un profeta que se decapita una y otra vez.


El trauma del racismo y el imperialismo ya debe ser superado para derrocar la intangibilidad de las culturas, que son el resultado de la acción humana, y hoy están más entremezcladas que nunca, por lo que la injerencia mutua es inevitable y la actividad es cada vez más potente.

Desigualdad, intereses económicos e intromisión, son condiciones necesarias de la violencia que occidente ayuda a generar pero distan de ser suficientes para cerrar los ojos y descansar en una tolerancia hipócritamente comprensiva por la ajenidad cultural.

La sustitución de la coerción no puede ser la omisión, la responsabilidad hoy es global, sin atribuciones etnocentristas, pero con capacidad de fomentar una dialéctica, que sin aspirar a leviatanes totalizadores que ataquen las diferencias, permita sincronizar mínimamente los proyectos humanos en planos lógicos de convivencia equilibrada.

Hoy es imperioso intentar vislumbrar cada rostro, sea este el de un profeta del siglo VI o el de una mujer sometida en el siglo XXI. Sólo así se podrá llegar a desenmascarar la sagrada brutalidad de los terroristas encapuchados y por fin observar los rasgos del libre.

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