El Sermón, H. H. R. Moisés Cohen d”Azevedo y el Orden de la Oración, 2da. parte

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Obsequio de Yerahmiel Barylka.

Introducción


Cuando Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, que ya eran llamados reyes católicos, firmaron el 31 de marzo de 1492 el Decreto de la Alhambra, conocido también como el Edicto de Granada en el cual intentaban obligar a todos los judíos de sus reinos a convertirse al catolicismo o ser expulsados, a más tardar el 31 de julio de 1492, no se podían haber imaginado que muchas de sus víctimas no sólo seguirían fieles a su fe, sino que se llevarían consigo el idioma español como parte de su acervo cultural. El plazo culminaría el 2 de agosto a las doce de la noche (otro funesto 9 de av más en la milenaria tragedia del pueblo judío).

Fue Tomás de Torquemada, el inquisidor general de España, de quien se afirma que era hijo de judíos, el que inspiró la fórmula refrendada por los reyes diciendo: «Hemos decidido ordenar que todos los judíos, hombres y mujeres, de abandonar nuestro reino, y de nunca más volver. Con la excepción de aquellos que acepten ser bautizados, todos los demás deberán salir de nuestros territorios el 31 de julio de 1492 para no ya retornar bajo pena de muerte y confiscación de sus bienes (…)»

Casualmente o no, el día 2 de agosto coincidió con la partida de Cristóbal Colón hacia el descubrimiento de una nueva ruta a las Indias, viaje que acabó con el descubrimiento de América.

Los judíos expulsados tomaron, mayormente, dos caminos. El del sur (mayoritario) y el del norte (una corta minoría). Como no podía ser de otra manera, poco a poco, con el paso del tiempo, se fue abriendo una profunda brecha cultural entre los sefardíes de una y otra dirección.

La minoría marchó a Flandes, desde donde continuaron manteniendo amplios contactos de todo tipo con la España cerrada. Múltiples son las quejas de los investigadores de la inquisición acerca de hombres y mujeres españoles, aparentemente convertidos al catolicismo (algunos incluso prestigiosos miembros de órdenes religiosas) que después de extrañas desapariciones aparecían en las puertas de las sinagogas de Ámsterdam (primero modestas y pequeñas), unidas luego en la Gran Sinagoga de la Nación Española y Portuguesa, inaugurada en 1675.

Los sefardíes del norte mantuvieron un uso del español tan correcto como lo pudiera ser el de cualquier habitante culto de la propia España. Como curiosidad etno-lingüística, es preciso destacar que los sefardíes instalados en Roma (y en otros lugares de Italia) pertenecían en todos los sentidos a estos sefardíes del norte con sede central primaria en Ámsterdam, conjugándose entre ellos fuertes vínculos familiares, intercambiándose rabinos y teorías interpretativas de las Escrituras sagradas y de la tradición oral del judaísmo, entre otros elementos que les sirvieron para mantenerse unidos monolíticamente.

Por otra parte, la mayoría de los desterrados fueron a parar en primera instancia a Portugal, de donde años más tarde también serían expulsados hacia el norte de África, y en general, esparciéndose en núcleos (pequeños y medianos) por todos los territorios mediterráneos del Imperio Otomano.

Estos últimos se llevaron un idioma propio, derivado del español y lo convirtieron en lengua judía, incluyendo en ella términos tomados del hebreo, así como otros de los restantes lenguajes hablados en la península ibérica. Así integraban vocablos locales al bagaje idiomático que portaban. Va tomando forma, con el tiempo, el judeoespañol, que muestra una rica gama de vocablos incorporados del turco, el griego y las diversas lenguas que, globalmente, podemos denominar como árabes. Con el idioma integraban sin proponérselo, otros elementos del folklore local, de las costumbres y los hábitos y no poco de las creencias y mitos que con el tiempo también hicieron propios.

Los rabinos traducían las Escrituras del hebreo original, a esa nueva lengua y llamaban a ese trabajo fazer en latino, de allí probablemente se haya tomado el nombre “ladino”, más común que espanyol, el djudezmo.

El español que los judíos sefardíes llevaron consigo fue el de finales del siglo XV y principios del XVI.

Es de notar que el Sermón fue impreso en la lengua española que se hablaba en aquel entonces y fue escrito con las mismas fuentes tipográficas de uso común en España. Habían pasado más de 280 años de la Expulsión, así que esta elección idiomática en pleno Londres, fue realizada conscientemente, otorgándole un apellido propio a la comunidad: son judíos, es evidente, y son judíos ingleses, está claro, pero ellos se siguen sintiendo españoles y siguen manteniendo fervientemente dentro de sus espíritus un pedazo de la tierra perdida en el lugar más recóndito del alma, que es la lengua.

Dado que la mayoría de los feligreses de Shaar Hashamayim era sin duda angloparlante, y muchos ya nacidos en Londres, la Congregación bien pudo hacer lo lógico, manejarse en el idioma del país que nuevamente permitía la presencia judía en él. Particularmente cuando se pronunció el Sermón que, al fin y al cabo, respondía al pedido del rey inglés, aún así ellos siguen siendo intransigentemente hispánicos. Esa elección demuestra fehacientemente las profundas raíces que tenía el rabino Moisés D’Azevedo, y que resulta evidente deseaba conservar toda la comunidad, como legado a la posteridad y a la historia.

Continuará: “El marco histórico del Sermón”

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