Emotivas Palabras de Roxana Levinson desde Israel, quien perdió familiares y seres querido en los crueles atentados a la AMIA y Embajada de Israel

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Son las 9 de la noche de un viernes cualquiera. Suena el timbre en casa de mis padres y a la pregunta de quién es, alguien responde: Levinson. Es mi tía Graciela, que organizó otra noche en familia que – una vez más – se extenderá hasta bien entrada la madrugada, entre juegos de mesa, crucigramas y muchas risas.

Son las dos de la tarde de un día cualquiera. Es hora de recreo en mi escuela secundaria y voy a ver, aunque sea un ratito, a mi tío Jaime – Jaime Plaksin – que me recibe con su saludo especial, inventado para mí. Me hace reír a carcajadas, conversamos un rato y cuando el recreo termina quedamos en volver a vernos el fin de semana, en familia.

Son las 9 de la mañana de un día que creíamos un día cualquiera. Mi tío Jaime llega a su lugar de trabajo, el Departamento de Cultura de AMIA. Como siempre, puntual, con una sonrisa y la eterna voluntad de hacer las cosas con pasión, dedicación y profesionalismo. De enseñar, educar, transmitir, preservar la sabiduría judía, la cultura hebrea, de tender la mano al prójimo en silencio, a quien lo necesite. Siempre junto a sus hijos para guiarlos sin cortarles las alas, viviendo para su familia, con la palabra justa, el consejo exacto.


Son las 9.53 de un día que ya no será cualquiera para una familia que ya no será la que era. Mi familia. Porque de pronto todo estalla, la muerte se apodera de todos los espacios y nos golpea tan fuerte que cuesta comprender qué nos pasó, a nosotros, a otras decenas de familias.

De aquel día sólo recuerdo vidrios, escombros y un olor muy intenso. Dicen que, después de recibir la noticia, caminé por la calle Pasteur y después por la Avenida Córdoba. Yo no lo recuerdo. Un agujero negro parece haberse tragado mi memoria de esas primeras horas de tragedia y mi memoria vuelve a los abrazos, cuando nos preguntábamos ¿Cómo es posible, si hace sólo dos años habíamos pasado por esto? Si todavía no logramos aceptar que Graciela ya no está, porque la Embajada de Israel estalló en pedazos y nuestra familia se unió a otras más de 100 en una macabra lista…

Parece que, hasta ese momento, no habíamos comprendido el verdadero significado de la impunidad. No sabíamos que, quienes

supuestamente eran responsables de protegernos y cuidarnos, de investigar y hacer justicia, habían dejado la puerta abierta al segundo atentado, cuando no resolvieron el primero.

Para los terroristas las cosas estaban mucho más claras y ellos comprendieron rápidamente que se puede volver a actuar, allí donde el crimen no se castiga, donde valores como la justicia, la verdad y hasta la dignidad se venden al mejor precio. Donde, precisamente buscar las respuestas, tratar de llegar a esa verdad, es una misión imposible que hasta se paga con la propia vida.

Son las 8 de la noche de un día cualquiera, 23 años después. Gaby trata de recordar la piel de su madre, Silvana, que de pronto le arrancaron cuando ella era una bebé de apenas meses de vida. Sofía espera a su hija, Andrea, para que le cuente qué tal fue su día y sobre algún nuevo proyecto. Rosa extraña a Sebastián, que con sus 5 años sólo se preocupaba por los juegos, la bicicleta y las tortugas ninja. Las familias recuerdan a Jorge, que de tanto trabajar en Once decía que en Iom kipur, “nosotros los judíos no trabajamos”. A Yanina, “la” hija mujer, la única nieta, a Gabriel, el hijo varón, tan esperado. A Carlos, el electricista que hacía milagros reparando todo con sus habilidosas manos. A Susy, Carla, Agustín, Ricardo, Rita…

A todos, a esas personas a las que el destino puso, aquel trágico día, en la calle Pasteur.

Porque ellos ya no están, y allí donde había vida, cultura, trabajo, labor comunitaria, historia y futuro, se levanta ahora un cruel testimonio del terrorismo, del fanatismo, pero también de complicidad, impunidad, silencios, corrupción, negación, injusticia.

Y ya no habrá para nosotros días cualquiera. Porque, donde quiera que estemos, ellos están con nosotros.

Porque esa mañana salieron de sus casas como todas las mañanas y no volvieron, merecen justicia.

Porque no olvidaremos, exigimos justicia.

Porque la ley de la vida dice que los padres no entierran a sus hijos, reclamamos justicia.

Por todos los que no se harán viejos junto a los suyos, exigimos justicia.

Porque los amamos, gritamos justicia.

Y porque nos amaron, merecen justicia.

Porque creyeron vivir en un país libre y seguro, demandamos justicia.

Porque esclarecer los atentados es una responsabilidad ineludible, luchamos por justicia.

Y merecen justicia, porque en el lugar del universo en donde estén o desde adentro nuestro, sólo después de hacer justicia, nuestros muertos podrán descansar en paz.

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