Un judío va con el rabino y se queja:
– ¡Ayúdeme por favor! Tengo dos males. Primero, mi lengua no distingue sabores y segundo, ya no puedo decir verdades.
Salió el rabino al patio, cogió un poco de excremento animal, lo cubrió de una capa de azúcar y se la dio al judío:
– ¡Toma esto, te ayudará!
Tomó el judío y gritó:
– Eso es excremento, fuchi.
– Ya ves, esto te ayudó de inmediato. Primero, distingues el sabor y pudiste decir la verdad.
Una judía se queja con el rabino:
– Mi marido se volvió loco, se la pasa todos los días estudiando el Talmud.
– ¿Por qué cree que se ha vuelto loco si yo hago lo mismo todos los días?
– Si, pero usted lo hace porque le pagan y el no más así.
– ¿Rabi, leyó mi libro sobre Jeremías el profeta?
– Claro, pero lamento que Jeremías esté muerto. Cómo hubiera llorado amargamente el profeta después de leer su libro.
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