Israel o la intensidad

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Israel no se parece a ningún lugar en el que haya estado. Algunos fragmentos sí –el café de la esquina, la autopista, los edificios modernos. El conjunto, sin embargo, es incomparable a nada que haya visto.
Cruzas una avenida en Jerusalén y entras a otro siglo. En un lado de la calle: shorts, sandalias y el pelo suelto y al aire. Del otro lado: las cabezas de los hombres cubiertas con sombreros negros y las de las mujeres tapadas con pañuelos o pelucas. De ambos lados de la avenida: bullicio burbujeante, gestos cargados de fuerza y gente que te mira a los ojos.

Coexisten aquí tiempos históricos radicalmente distintos. Una parte del Israel es como la proa de un barco abriendo e inventando el siglo XXI (alta tecnología de última generación, expresiones artísticas y culturales de frontera, avances y descubrimientos científicos produciéndose a diario en sus impresionantes universidades y centros de investigación avanzada).

Otra parte parece estar viviendo en el siglo XVII (cuerpos cubiertos de la cabeza a los pies, aunque esto no sea Polonia sino el Medio Oriente en pleno verano; días estructurados en torno a horarios y ritos ancestrales).


Miles de personas habitando tiempos históricos diferentes, codo a codo, en los autobuses, en las panaderías, en los centros de trabajo. Junto a ello y más generalmente, una sociedad en cuyos ritmos y compases conviven la cuadrícula del presente inmediato y la filigrana abigarrada y compleja de prácticas, rituales y calendarios provenientes del pasado, remoto y no tan remoto.

De un pasado bíblico y de un pasado medieval y de uno de finales del XIX y otro más del periodo de entreguerras. Un mosaico de pasados comunes y diversos, intensamente vivos, entremezclándose en la organización del tiempo, de la comida y de los horizontes que le dan significado a la vida en colectivo.

Un indicio especialmente visible de esta convivencia general de tiempos históricos distintos para un extranjero primerizo es el Shabat. En Tel Aviv es un poco diferente (no tanto), pero, aquí en Jerusalén, los viernes te amaneces con puestos de flores por todas partes y con hogazas de pan Challah en todas las panaderías.

A eso de las 2 de la tarde, la mayoría de los comercios cierran y la ciudad empieza a entrar en un ritmo más lento. A la puesta del sol, cuando inicia el Shabat, el tráfico y el ruido en las calles experimenta una reducción notable. Unas pocas tiendas de comida y algunos restaurantes –desde luego y, también, todos los hoteles– permanecen abiertos la noche del viernes y el sábado durante el día.

Por lo demás: quietud, poca gente en la calle, pocos coches, una ciudad en pausa. Así, hasta que se vuelve a poner el sol. Y, al terminar el día de descanso, la ciudad entera se despierta con una vitalidad impresionante. En el centro de Jerusalén: música en las calles, risas, jóvenes, familia y gente de todos colores y sabores paseando y disfrutando la frescura deliciosa de las noches en esta ciudad.

Al mosaico de tiempos, habría que añadir muchos otros caleidoscopios. Entre otros, el de la diversidad de lenguas y orígenes de los israelíes. Hebreo, árabe, inglés, ruso, español…un país armado hace apenas 69 años en el que se mezclan y conviven cotidianamente personas de una enorme cantidad de países. Alrededor de 70 según me dicen los enterados; 140 según un taxista que me transportó del centro de Jerusalén a uno de sus suburbios.

Un comediante judío ortodoxo de Brooklyn. Una funcionaria del gobierno israelí, estadounidense de origen, egresada de una Ivy League que llegó a Israel hace 8 años. Una profesora universitaria nacida en Perú que hizo Aliyah (inmigración a Israel por parte de los judíos de la diáspora) hace 40 años. Un chofer de taxi, israelí de 2ª generación, que me habla en ladino en cuanto se entera soy de México, y me cuenta la historia de su familia de 1492 para acá. Encuentro con todos ellos en un mismo día.

Otro contraste más, superpuesto a los anteriores: judíos seculares y judíos ultra ortodoxos viviendo juntos, sí, aunque con distancias y fronteras claras. Dentro de cada uno de esos grupos, además, corrientes muy diversas y, en ciertos temas, muy encontradas.
Menos visible para un extranjero, pero omnipresente en muchos sentidos en la vida del país: los asentamientos judíos en los territorios ocupados en la guerra de 1967, el peso político creciente de los colonos, y los 50 años de ocupación de esos “territorios” por estado israelí.

Israel me resulta ajeno y cercano. Extraño y entrañable. Abierto y cerrado. Eterno y volátil. Un país pequeño y grande. Un país que, al tiempo, que se ocupa de celebrar la vida, construir el futuro y garantizar su existencia todos los días, batalla con sus fantasmas y sus enemigos (reales e imaginarios), mantiene vivos ritos y símbolos antiquísimos, y discute interminable y acaloradamente sobre su identidad y su futuro.

Un país improbable que ha logrado sacarle agua al desierto. Bellísimo, rico, fuerte, poderosamente contrastante y dotado de una intensidad vital que escapa a las palabras.

Twitter: @BlancaHerediaR

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