Durante la época de la Guerra Fría las dos grandes potencias midieron sus fuerzas en conflictos ajenos a ellas en los que, sin embargo, intervinieron abierta o solapadamente, tanto para proteger intereses particulares y zonas de influencia, como para mostrar su músculo y consolidar su poder y su capacidad disuasiva. Hoy, a pesar de que la era de la guerra fría concluyó, de nuevo aparece un escenario similar con lo que ocurre en Siria. Específicamente su norteña ciudad de Alepo se ha convertido en un nuevo Guernica, asediada, bombardeada y destruida hasta sus cimientos, con su población sometida al hambre, el terror y la impotencia, al tiempo que de nueva cuenta Estados Unidos y la Rusia heredera de la extinta URSS, han entrado en un conflicto abierto después de meses de reuniones y acuerdos aparentes de sus políticos en los que la cooperación para acabar con el baño de sangre no sirvió para nada.
En estos últimos días se llegó a un punto crítico en la relación entre ambas potencias. De hecho, se habla ya de una ruptura que implica no sólo el abandono de las pláticas y los intentos de acuerdo, sino también una abierta confrontación. El secretario de Estado Kerry declaró antier que las acciones militares rusas y sirias contra Alepo, incluyendo el bombardeo de hospitales y convoyes de ayuda humanitaria, merecen una investigación en su calidad de crímenes de guerra, mientras que, en sentido opuesto, el parlamento ruso ratificó la presencia indefinida de sus tropas en Siria, las cuales desde hace un año están en campaña en favor de la permanencia del régimen de Bashar al Assad en el poder.
Viendo con perspectiva cómo se han dado las cosas, tal parece que Rusia, más allá de su necesidad de preservar a Al-Assad en el poder y conservar así su influencia en territorio sirio, lo mismo que su base naval en Tartus que le brinda salida al Mediterráneo, pretende desafiar la hegemonía internacional estadunidense y recuperar el carácter de potencia que perdió con el derrumbe de la URSS. Y Siria está siendo su trampolín para ello. Aprovechando la timidez que la administración de Washington ha mostrado en este conflicto desde que en un primer momento no cumplió con la amenaza de actuar si se cruzaba la línea roja del uso de armas químicas, ha escalado en su intervención directa restituyéndole a Al-Assad el control que había perdido en los primeros años de la guerra. Con el pretexto de combatir al Estado Islámico y demás grupos islamistas radicales, se ha empeñado en acabar con todas las fuerzas de oposición a Al-Assad independientemente de sus ideologías.
El presidente Putin está sin duda aprovechando el momento político que vive Estados Unidos. Sabe que en estos últimos meses de la administración de Obama y en medio de una campaña electoral reñida, en la que el carácter de la nación norteamericana está siendo cuestionado como nunca, Washington está incapacitado para asumir una postura más combativa en Siria a fin de frustrar los planes de Moscú de posicionarse de nuevo como gran jugador en el Oriente Medio, cuyo poder no pueda más ser ignorado. Los antecedentes de la anexión de Crimea y la invasión al este de Ucrania, aunados a los ciberataques, que presuntamente ha realizado Moscú para influir en las elecciones norteamericanas, revelan con claridad las intenciones de Putin, quien evidentemente no tiene ningún reparo de carácter humanitario para actuar de la manera como lo está haciendo. Y si de paso, puede desestabilizar aún más a la Unión Europea por medio de los incontenibles flujos de refugiados que intentan arribar a ella, tanto mejor para sus intereses. Lamentablemente en este caso, son millones de sirios los que están siendo usados como cordero sacrificial.
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