Leonard Cohen: Círculos de un judío en La Habana

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Esther Cohen volvió a Montreal en 1957 de su luna de miel. Entusiasmada, le reportó a su hermano que Cuba era un paraíso para turistas, y La Habana una ciudad voluptuosa, paradisiaca, repleta de casinos, salones de baile y hermosos hoteles. Para 1959, Fidel Castro se había apoderado de la isla y dos años después se encontraba en confrontación directa con los americanos.

Leonard Cohen tomó un vuelo de Miami a La Habana en marzo de ese mismo año para ver de cerca la revolución, y atestiguar personalmente el momento histórico en el que iniciaría un gobierno cuyo sistema político le parecía increíblemente atractivo y prometedor, la edificación de un país que regido por dogmas socialistas se convertiría en un paraíso para el bien común de los individuos.

La Guerra Civil Española había sido un acontecimiento de proporciones míticas en el imaginario de Cohen. Ahí había sido asesinado su héroe literario, Federico García Lorca, una figura que marcaría una huella fundamental en su visión artística e influenciaría su obra durante cinco décadas. En Cuba, entonces, Cohen veía la oportunidad de participar en su propia guerra y estar presente en ese movimiento de liberación de los poderes opresores.


Al poco tiempo de su llegada, el artista se encontró rumiando La Habana a altas horas de la noche, de café en café, estableciendo amistades con prostitutas, proxenetas, escritores, artistas, comunistas americanos y todo tipo de personajes nocturnos de cánones morales ambivalentes.

Algunas de las canciones más emblemáticas de los 60, que seducirían e invitarían a una generación entera a participar en una revolución social, mental, artística, moral, espiritual y política, estaban lejos de aparecer. The Times They Are A-Changin’, de Bob Dylan, nació tres años después, y Revolution, de The Beatles, siete. Sin embargo, a esa distancia temporal Cohen era arrestado en playas de Varadero, bajo sospecha de espionaje, por una docena de soldados revolucionarios con ametralladoras checas oxidadas. Después de un interrogatorio de horas, convenció a sus captores de que estaba en Cuba por gusto, al ser seguidor del nuevo régimen y no parte de una invasión americana, rumorada por aquel entonces.

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Una vez que los milicianos quedaron satisfechos con las explicaciones del poeta, abrieron una botella de ron que desencadenó una gran juerga, con Cohen posando como soldado en varias fotos, junto a sus captores.

A pesar de todo lo que sucedía en la isla, el canadiense no logró escapar a los usos y costumbres de la tradición judía, y días más tarde un oficial de su país tocó a la puerta del hotel donde se hospedaba, a medianoche, lo llevó al consulado y le explicó que su madre, en el más riguroso estilo judío sobreprotector, contactó a funcionarios políticos para localizarlo y saber si estaba bien. El seudorevolucionario Cohen tuvo que reportarse con su madre.

En una carta a su editor, Jack McClelland, Leonard Cohen narró las peripecias de la noche en que Bahía de Marranos fue invadida y contó, jocosamente, que hubiese sido mejor morir en el ataque aéreo, pues las ventas del libro que estaba por lanzar en Montreal, The Spice-Box of Earth, se hubieran ido al cielo. Lo que él no sabía era que seis años más tarde su nombre sería reconocido mundialmente, no como escritor sino como músico, carrera que inició en 1967, a la edad de 35 años, para ganar dinero, pues como escritor no consiguió seguridad financiera. Así, The Songs of Leonard Cohen lo convertiría en un héroe poético para personalidades del tamaño de Lou Reed, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Bono, Kurt Cobain, Jeff Buckley, Michael Stipe y muchos más.

En Cuba, pronto comprendió que el nuevo régimen sería aun más dictatorial, brutal y opresor que el antiguo. Años mas tarde, escribió a su cuñado: «Soy de los pocos hombres de mi generación a quien le interesó la realidad cubana lo suficiente como para ir y verla solo, sin haber sido invitado, habiendo estado muy hambriento cuando se me terminó el dinero y absolutamente indispuesto para recibir emparedados de un gobierno que estaba asesinando a prisioneros políticos».

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Para entonces, las fronteras y los lazos diplomáticos de Cuba con países como Canadá comenzaban a cerrarse, y miles de turistas eran encerrados en cárceles que se llenaban de prisioneros políticos. En ese momento, el músico decidió que era tiempo de dejar la isla, por lo que viajó a diario al Aeropuerto Internacional José Martí para conseguir un asiento en los que serían los últimos vuelos de Cuba a Miami.

Sin suerte en un principio, Cohen consiguió un asiento, pero al momento de abordar fue detenido súbitamente y llevado a un puesto de inspección. Ahí, un oficial le informó que no saldría de Cuba, al encontrar en su mochila una foto en la que aparecía vestido de miliciano junto a otros soldados y deducir que era desertor. Su pasaporte canadiense falso, le advirtió el sujeto, no le serviría para escapar. Entonces, al estilo del más riguroso guion hollywoodense, una tremenda conmoción explotó en la pista de aterrizaje cuando soldados evacuaron por la fuerza a ciudadanos cubanos de otro avión. El soldado que lo resguardaba fue llamado a atender la crisis y Cohen tomó su mochila, caminó nerviosamente hacia el avión y se repitió: «No voltees, tan sólo camina, lo vas a lograr, camina…». Aquel día, el músico dijo adiós a La Habana.

El daño, sin embargo, estaba hecho. Un movimiento que prometía, o que por lo menos en la mente de Cohen parecía proyectar un ideal práctico que haría del ejercicio de vivir en sociedad un evento mas cohesivo y legible, lo había decepcionado de forma absoluta. En Cuba, él entendió que jamás pertenecería a la colectividad, que sería un individuo cuya obra residiría en las cámaras privadas de su inherente corazón, con su vida como personaje ficticio por excelencia y un trabajo nutrido del poeta trágico. De aquel bullicio y aturdimiento viajó a Hidra, la diminuta isla Griega donde comenzó a trabajar en su obra maestra, la novela Beautiful Loosers, con todo lo que el caribe no le dio: calma, sentido de individualidad, un espacio propio.

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Cuba es el prólogo al primer capítulo en el que el autor de ‘So Long, Marianne’ renuncia a ser parte de la colectividad, convirtiéndose en un individuo cuya vida es una constante pulsión de obsesiones circulares que forman una suerte de unidad multidireccional. Cohen es como una tira de estambre, con extremos que escalan por una esfera, en direcciones opuestas, para luego encontrarse sorpresivamente en la cima y reconocerse como parte de dicha unidad, continuar su camino nuevamente en dirección contraria hacia el fondo de la esfera.

La poesía, el judaísmo, su manía por las mujeres, las drogas, el zen y, sobre todo, la labor de compositor son las obsesiones que a pesar de parecer contradictorias se repiten una y otra vez en su vida. Estas fueron las actividades por medio de las cuales buscó respuestas que lo redimieran, que lo aliviaran de su constante depresión, que dieran sentido a su vida como artista e individuo inconforme, para así explorar y explotar las posibilidades poéticas de la vida.

El milagro de Leonard Cohen radica en que su trabajo es el de un artista que comprendió que el arte es capaz de sublimar lo trágico, y que a través de la estética de su lenguaje convirtió en un foco de luz su oscuridad.

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