Liudmila Ulítskaia: Daniel Stein, intérprete

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LIUDMLA ULÍTSKAIA, Daniel Stein, intérprete, Alba, Barcelona 2013. 510 pp. ISBN 978-84-8428-860-2.

En 2006, la escritora rusa Liudmila Ulítskaia publicaba su novela Daniel’ Shtain, perevodchik. La novela tuvo un gran éxito y fue merecedora, entre otros, del premio Big Book en 2007 y del premio Premio Simone de Beauvoir (Prix Simone de Beauvoir pour la liberté des femmes) en 2011. Liudmila Ulítskaia había publicado ya varias novelas de éxito y era considerada una de las plumas más importantes del panorama literario ruso. Su novela fue traducida casi inmediatamente al francés (Daniel Stein, interprète, Gallimard, Paris 2008), poco después al alemán (Daniel Stein, Carl Hanser Verlag, München 2009) y luego al italiano (Daniel Stein traduttore, Bompiani, Milano 2010). Curiosamente, no había sido traducida ni al inglés, ni al castellano, pero recientemente, tras años de espera, contamos con la traducción de esta estupenda novela a ambas lenguas , lo que, sin duda, ampliará notablemente el arco de los posibles lectores.

Por ello, quisiera compartir con los lectores de Carmelus alguna reflexión respecto a esta obra, a modo de recensión. La novela está basada en la vida de una persona real, Oswald Rufeisen (carmelita descalzo de origen judío) a quien la autora cambia de nombre y convierte en Daniel Stein. Probablemente la elección del nombre del protagonista no es casual, sino que tiene una cierta intención: Daniel fue el nombre que él recibió como carmelita (Oswald era su nombre “civil”, antes de entrar en la vida religiosa) y Stein (piedra en alemán) nos recuerda su tenacidad, además de evocar a otra gran carmelita que vivió y murió en las mismas circunstancias históricas: Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz.


Pero vaya de antemano que el relato de la escritora rusa no intenta reconstruir (de forma histórica, precisa) la biografía de Oswald Rufeisen. Por tanto, se debe evitar, ya de principio, una valoración histórica de la obra, o una especie de confrontación entre el Daniel Stein de la Ulítskaia y el Padre Rufeisen de la historia. Ciertamente, el personaje literario toma como punto de partida la figura del carmelita descalzo y tiene muchos elementos reales, pero, en no pocas ocasiones, la autora se toma la libertad literaria de cambiar datos, nombres y fechas o de introducir personajes de ficción. También es verdad que, tras leer la novela, quizás entendemos mejor lo que vivió y quiso vivir Oswald Rufeisen. Dicho de otro modo, el personaje ayuda a veces a comprender el sentido profundo de la persona, cerrando así una especie de círculo hermenéutico que va de la historia a la ficción y de ésta de nuevo a la historia. Pero ello nos llevaría muy lejos.
La novela que recensionamos no presenta una historia de forma lineal, narrativa, clásica, sino que se trata más bien de un mosaico o incluso de un puzle (el título de la traducción inglesa es, en este sentido, muy significativo). La misma autora, que en algunas ocasiones se convierte también en personaje de la obra, llega a afirmar que:

No soy una verdadera escritora y este libro no es una novela, sino un collage. Recorto con tijeras pedazos de mi vida y de la vida de otras personas y pego “sin pegamento / una novela viva sobre los jirones de los días” (pág. 463).

Así, a través de cartas, tarjetas postales, conversaciones grabadas, recuerdos, folletos turísticos, denuncias, invitaciones, etc. Liudmila Ulítskaia va dando a conocer la biografía de este carmelita. Quizás, para el lector poco avezado o menos dispuesto al esfuerzo, todo ello suponga un hándicap, ya que, sobre todo al principio, puede “perder el hilo” y ver desfilar diversos personajes sin comprender el vínculo último que les relaciona y por el que forman parte de esta novela . La misma autora ha señalado en varias entrevistas y conferencias que ha sido una novela cuyo proceso de elaboración fue tremendamente difícil e incluso duro, ya que, de algún modo, debía dar forma a toda la amplísima documentación con la que contaba. No obstante, en muchas ocasiones la novelista rusa se ha declarado muy satisfecha del resultado, sobre todo teniendo en cuenta que ella conoció personalmente a Rufeisen solamente en una ocasión (en 1992 cuando éste hizo escala en Moscú de camino hacia Bielorrusia) y cuando Liudmila atravesaba una profunda crisis existencial y religiosa. La autora quedó inmediatamente fascinada por la personalidad y la historia del carmelita.

En esta recensión, querría centrarme solamente en dos cuestiones que me interesan sobremanera y que creo que aparecen en la novela de forma muy sugerente. Sin duda, la obra tiene otros muchos perfiles y toca muchas cuestiones que no deben ser ignoradas, pero que han sido ya abordadas por otros autores y comentaristas.

La primera es la cuestión de la “judeidad”. Es un tema complejo y, en cierto modo, fascinante. No se trata de una cuestión baladí, de un ejercicio teórico o metafísico, ya que el tema tiene (¡y ha tenido en la historia de forma muy dramática!) amplias repercusiones políticas y sociales.

El mismo Daniel Stein lo vivió en sus carnes, ya que, durante la II Guerra Mundial sufrió la persecución terrible a la que se vieron sometidos los judíos y escapó por poco de los campos de exterminio. Pero, posteriormente, cuando se traslada a Israel y solicita la nacionalidad como superviviente del holocausto, tras varias dudas, controversias y procesos judiciales, ésta le fue denegada por el hecho de haberse convertido al cristianismo. Ello causó a nuestro personaje cierta amargura que rezuma a lo largo de la novela. Pero, además, lleva a lector a cuestionarse acerca de esa pregunta ya clásica en los estudios sobre el judaísmo: ¿qué significa ser judío? ¿Quién es judío? ¿Cuál es la esencia de la “judeidad”? ¿Una religión? ¿Una raza? ¿Una nacionalidad? ¿Todo junto? ¿Nada de ello?

Los personajes de la novela, que en su gran mayoría no son filósofos ni teólogos, abordan la cuestión de forma tangencial y con palabras sencillas, pero no exentas de hondura, de modo que el lector mismo queda cuestionado. Así, por ejemplo, Isaac Hantman, uno de los personajes, afirma en un momento dado:

No pude dejar de ser judío. Ser judío es algo inoportuno y autoritario, una tara maldita y un don maravilloso. Dicta la lógica y la manera de pensar, encadena y protege. Es irrevocable como el sexo. Ser judío limita la libertad (…). La judeidad es, sin lugar a dudas, un concepto más amplio que el judaísmo. Judío es aquel que los no judíos consideran judío… (págs. 25-26).

El mismo personaje, analizando los casos de Marx, Freud o Einstein, llega a la conclusión de que el núcleo de la conciencia de la identidad judía viene a ser el trabajo constante para desarrollar la capacidad de razonar. Para Isaac Hantman, este rasgo esencial se da tanto en el judío religioso y piadoso, como en el judío ateo o agnóstico (que era su caso).

Más adelante, otro personaje (el profesor Neuhaus) pone de manifiesto una interesante paradoja típica del judaísmo (ahora sí, de tipo religioso). Por una parte, la vida del judío piadoso está reglamentada al detalle (cómo comer, beber, rezar, educar a los hijos, casarlos…), con una serie de prohibiciones que, para el hombre moderno, pueden parecer mezquinas y a primera vista inexplicables. Por otra parte, sin embargo, el judaísmo exhibe una amplísima libertad de pensamiento (una libertad fantástica, desconocida en cualquier otra religión). Hasta tal punto esto es así, que en el judaísmo no existen muchos dogmas formulados oficialmente y con precisión y, asimismo, no existe un concepto claro de herejía:

En la práctica se traduce en la ausencia de prohibiciones en la investigación intelectual. Hay cuestiones sobre las que se discute pero no dogmas. El concepto mismo de herejía, si no totalmente ausente, es muy vago e indefinido… (pág. 308).

Esa paradoja (o aparente paradoja) constituye quizás una pista importante, si no para definir la “judeidad”, sí, al menos, para reflexionar acerca de sus características fundamentales y de su idiosincrasia, especialmente en el plano religioso.

El segundo tema de la novela que quisiera destacar se podría formular como “la espiritualidad de la traducción” que recorre (ya desde el título mismo) toda la obra y que define la personalidad fascinante de Daniel Stein. Nuestro personaje fue, sobre todo, un intérprete, un traductor, alguien que intentó que la gente se entendiese. Lo hizo ya en la Guerra Mundial, cuando trabajó para la Gestapo, pero consiguió salvar a varios cientos de judíos del gueto de Emsk. Lo hizo en Israel, cuando trabajaba como “guía” de los peregrinos y turistas que visitaban la Tierra Santa; lo hizo en su parroquia en la que había católicos de muy diversas lenguas y (lo que es más importante) de muy diversas sensibilidades.

No en vano, Daniel Stein se había formado en la Yiddishland, en esa nación sin estado ni fronteras de ningún tipo, que el nazismo borraría de la faz de la tierra. Y es que Yiddishland tenía mucho de mestizaje, de lenguas entrecruzadas, de ciudades que cambiaban de nombre, de fronteras móviles (una de las claves para intentar entender la vieja Europa). Era la misma patria difusa en la que se crió Ludwik Lejzer Zamenhof y la misma situación que le llevó (de forma algo romántica y quizás ingenua) a crear el Esperanto como lengua que permitiera que todos se entendiesen.

Como afirmara Primo Levi, refiriéndose a la Alta Silesia, nuestro Stein vivió en uno de aquellos rincones de Europa que han cambiado de amo demasiadas veces, habitados por gentes mezcladas y enemistadas entre ellas . Como otros muchos jóvenes, Daniel oía hablar yiddish, polaco, alemán (su padre era muy germanófilo), hebreo o ruso… Daniel tenía, además, una capacidad asombrosa para las lenguas, lo que le abocó (profesional y vocacionalmente) a ser intérprete, de lo que se sentía muy orgulloso:

En mi juventud, me relacioné con muchos soldados, alemanes, rusos, polacos, de todo tipo y, durante todos esos años, lo único de lo que me sentí orgulloso fue de ser intérprete. Por lo menos ayudaba a que las personas se pusieran de acuerdo entre sí y no disparé a nadie (pág. 56).

Especialmente conmovedora resulta, en este sentido, la correspondencia que mantiene con uno de sus sobrinos, más rebelde y enfrentado a sus padres. Cuando Daniel va a vivir a Israel, mantiene muy buenas relaciones con su hermano Avigdor (al que, acabada la guerra, no pudo ver durante años) y con la familia de éste. Ellos respetaban su decisión de hacerse católico y carmelita, y él se sentía muy a gusto con ellos y les visitaba con frecuencia.

En no pocas ocasiones, los sobrinos se dirigían a él consultándole o pidiéndole consejo. Uno de estos sobrinos, Alon, se queja amargamente de que sus padres no le comprenden. Daniel, el tío sacerdote católico, le responde con cariño y con mucho tacto, pero también con mucha seriedad. Alon ha tocado un tema que a Daniel le preocupa y le ha preocupado siempre: la gente, los seres humanos, no se comprenden, no se entienden, incluso aunque hablen el mismo idioma. Ese es el drama y ese es el reto fascinante y la vocación del intérprete: hacer que, en una cabina de traducción o en la vida misma, la gente pueda entenderse. Y, así, lo que nace como una respuesta coyuntural, familiar, muy concreta, acaba convirtiéndose en una declaración de principios que dice mucho de la personalidad de Daniel Stein. Permítaseme reproducir este texto que considero muy significativo y muy hermoso:

¿Sabes una cosa? Tienes razón. Es difícil vivir con una familia que no te comprende. Pero el tema, querido Alon, es que es un proceso mutuo. Ellos no te comprenden a ti y tú no les comprendes a ellos. En nuestro mundo hay muchos problemas debido a la incomprensión. Por lo general, nadie entiende a nadie (…). Para serte sincero, me has dado donde más me duele.

Me he pasado la vida preguntándome por qué hay tanta falta de comprensión en el mundo, a todos los niveles (…). La realidad es que no se entienden. ¡Incluso las personas que hablan el mismo idioma! ¿Y cuándo hablan lenguas distintas? ¿Cómo puede un pueblo comprender a otro? La gente se odia por falta de comprensión. No te pondré ejemplos, me ponen enfermo y estoy cansado de ellos (…). Y lo más importante, el hombre no comprende a Dios (…). No sé por qué es así. Tal vez porque al hombre moderno no le importa tanto “comprender” como “conquistar”, “poseer”, “consumir”. Al fin y al cabo, la confusión de las lenguas se produjo cuando los hombres decidieron construir una torre hasta el cielo: a todas luces no habían comprendido que se habían obcecado en una empresa inútil, equivocada e imposible… (págs. 53-55).

Pero es que, además, Stein estaba convencido de que cada nueva lengua amplia la conciencia del hombre y su mundo (pág. 317) y, por ello, la experiencia del intérprete acaba convirtiéndose en una experiencia espiritual. El intérprete toma conciencia de la limitación humana, toma conciencia de la pequeñez de nuestro punto de vista, escucha atento al otro, intentando captar la parte de verdad que encierra su discurso, formulado en una lengua distinta.

Ese juego de lenguas, no le lleva a Daniel Stein a un relativismo escéptico y posmoderno, en el que todo aboca a un laberinto, a un metalenguaje endemoniado y fragmentado, a un juego de signos vacíos y confusos, como la “lengua” (una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto) que utilizaba Salvatore, uno de los personajes de El nombre de la rosa de Umberto Eco. Para Stein, el traductor ayuda a vislumbrar un sentido que ciertamente nos sobrepasa, pero que se divisa.

El traductor intuye, en definitiva, que Dios habla con los hombres en lenguas diferentes, y cada lengua corresponde sutilmente al carácter y a las particularidades de su pueblo (pág. 247), como afirma Teresa, uno de los personajes más interesantes de la novela. Por ello, la experiencia del “traductor”, del Dolmetscher, se traduce espiritualmente en una actitud básica, fundamental, una actitud que acompaña siempre al que es verdaderamente espiritual: el ecumenismo. Stein (Rufeisen), acoge en su iglesia a todos y crea una liturgia inclusiva, basada en el empleo del hebreo como lengua que puede incorporar a la celebración a los católicos de diversas procedencias (situación típica del Estado de Israel). El ecumenismo de Stein, sin embargo, choca con la rigidez y la estrechez de miras de tantos creyentes.

La actitud de los intransigentes de todo signo (que conlleva las divisiones religiosas continuas) se va acentuando y radicalizando al final de la novela. Quien conozca mínimamente la situación religiosa de la “Tierra Santa”, reconocerá rápidamente la división (entre religiones, entre confesiones, entre credos, entre iglesias…) descrita por la novelista rusa. Quizás sea Teresa el personaje que mejor plasma esta radicalización, esta tendencia a la rigidez y, por tanto, a la exclusión. Teresa fue monja ortodoxa que formaba parte de una comunidad clandestina en Vilna que acabaría abandonando.

Teresa tenía ciertas visiones y se casó por conveniencia con Efim Dovitas, un joven que quería ser ordenado y predicar en Tierra Santa. Por influencia de Stein, que les acogió muy bien, deciden hacer la vida de un matrimonio normal y tienen un hijo, pero Teresa y Efim van volviéndose cada vez más “creyentes” (en el sentido más negativo -y pervertido- de la palabra), lo que les lleva a apartarse y a acabar rompiendo cualquier relación con el carmelita. Es el espíritu del “anti-traductor” frente al “intérprete”. De nuevo, un texto antológico de la novela, explica muy bien esta actitud:

Me ha entristecido esa parte de la carta en la que escribe un tanto a la ligera sobre el pluralismo que se está adueñando cada vez más de la Iglesia. Lo que considera moderno e importante y llama comprensión recíproca es algo absolutamente imposible (…). No quiero un cristianismo suavizado. Aquellos de los que usted habla son toda una multitud de reformistas, “suavizadores”, buscadores no de Dios sino de un camino cómodo a Dios. Pero no se llega a ninguna parte por un camino cómodo.

Me causan risa los intentos para crear Evangelios bilingües, en particular el intento de traducir la liturgia del eslavo eclesiástico al ruso. ¿Para qué? ¿Para no hacer ningún esfuerzo y no aprender esta lengua divina, acaso un poco artificial, tal vez, pero solemne y especialmente modelada para tal propósito? Esta lengua realiza también el vínculo con la tradición, que se da a una profundidad que la lengua rusa contemporánea no puede alcanzar (…). Por este motivo rompí por completo con el P. Daniel Stein. Su búsqueda de un cristianismo “estrecho”, mínimo, es un camino pernicioso (págs. 446-447).

Todo ello nos confirma en esa conclusión quizás paradójica, pero muy real, de que no hay peor soberbia que la de tipo espiritual, ya que, revestida del tono y las formas de la humildad, esconde el desprecio del otro, la arrogancia y la presunción blasfema de que somos nosotros (mi grupo, mi credo, mi clan) los que poseemos a Dios y no Él el que nos posee a nosotros… Quizás los hombres religiosos necesitemos que, como le ocurrió al pueblo de Israel en cierto momento de su historia, Dios nos muestre que no es el Templo el que salva y que, por tanto, el Templo no puede ser objeto de adoración: Dios apartó de ellos esa tentación (pág. 423). Daniel Stein era un hombre profunda y verdaderamente religioso, espiritual, purificado. Como buen carmelita, vivía en la presencia de Dios y esa presencia era tan fuerte que los demás también podían sentirla (pág. 489). Por ello, fue también profundamente tolerante y comprensivo, confiado en la bondad de un Dios padre que se intuye tras el caos de patrias, fronteras, persecuciones, cultos y credos…

Otros muchos temas ofrece la novela de Liudmila Ulítskaia al lector atento: desde el interés histórico por el personaje y su contexto (los hechos descritos, incluso a través del tamiz del género literario novela), hasta la comparación con otros relatos del mundo “concentracionario”, o con otros grandes testigos (sin olvidar que Stein es una ficción basada en una persona real) del mayor drama de la humanidad en el siglo XX, la Shoah.

A mí, personalmente, me parecería muy sugerente la comparación con otro gran “carmelita traductor” del siglo XX, el beato Tito Brandsma, quien también persiguió a lo largo de su vida, el ayudar a la gente a entenderse. Cuando fue asistente eclesiástico de la prensa católica en Holanda (en un contexto más que difícil), recibió el apodo de “el reconciliador” y a lo largo de su vida (incluso en las condiciones dramáticas de los Lager), siempre mostró ese talante y ese espíritu de entendimiento y de comprensión. Cuando en la Iglesia Católica no se planteaba aún el tema del ecumenismo, Brandsma fue ya un pionero en esta cuestión. Más aún, el profesor Brandsma se interesó muchísimo por el Esperanto (la lengua inventada por Zamenhof a la que aludíamos más arriba) y fue uno de aquellos soñadores que llegaron a imaginar una lengua común para todos.

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