A la Orden Nueva de Toledo-de filiación templaria y eremítica-.Contemplación en la Acción.
Y a su Gran Maestre,Antonius Joseph Escudero Ríos
Como el humilde algarrobo y la parda higuera, el acerolo y el olivo… oculto, casi inadvertido desparrama sus hojas el azufaifo, criatura mediterránea de los secanos del litoral, asentada, en un más difícil todavía, en terrenos pedregosos, secos y calizos. La literatura, desde Las Mil y Una Noches y los cuentos amorosos del Lejano Oriente, hasta los libros sapienciales de la tradición judía, hacen del azufaifo una delicada especie arbórea cuyo fruto tiene efectos más sobre el espíritu que sobre el cuerpo.
Menudo, brillante cuando el sol de la tarde incide sobre su fruto, el azufaifo yergue entonces su copa para recoger la luz última y prepararse para la sombra de la noche en la que alberga a pájaros de colores venidos desde las sombrías y desarboladas colinas y promontorios.
Yo recuerdo el azufaifo o jinjoler de una placita de Alcira, cerca de la ribera del Júcar en los veranos, cuando ya sus pequeñas flores de color amarillo verdoso pueblan, entre las verdes hojas, el armazón y cuerpo de este árbol espinoso. Herodoto, habla de sus propiedades y dice que aquel que prueba su fruto deseará comerlo siempre. Y la Roma clásica veía en el humilde azufaifo la metáfora de la soledad y el símbolo del silencio.
Árbol eremita, recogido sobre sí mismo, lejano siempre, ajeno; árbol que invitaba tanto a la meditación acerca de la vida retirada que era compañero siempre de los templos que la romanidad dedicaba a la diosa Prudencia, presencia verde que no faltaba en sus jardines, o en el atrio y entrada.
Su cuidado era apetecido por el hombre solitario no tanto por el interés que suponía la promesa de que aquel que lo cuidara sería favorecido por Fortuna, cuanto por ser memoria constante de los tesoros que subyacen ocultos en la vida contemplativa.
ANNO TEMPLI DCCCXCVII
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