El mundo, y por influencia de los resultados deportivos, cuenta el número de los muertos en batalla día a día. Las estadísticas encomiendan esa tarea a las almas cortas de vista, que no saben nada de las cabezas decapitadas por Gengis Khan y de las matanzas de indios americanos en manos de la raza blanca, ni de los revoltosos esclavos negros asesinados por hablar en voz alta en las inhumanas plantaciones del siglo XIX. Es una historia tan vieja como el mundo y apenas si alcanza para derramar unas lágrimas desde lejos. Es un guión que se repite cada tanto tiempo y cada vez con mayor ferocidad. Entre los conquistadores hubo cortadores de orejas y de dedos, coleccionistas de cabelleras y quienes arrancaban dientes de oro a los gaseados por los nazis. Ninguno de los antiguos ejércitos advertía a los civiles acerca lo que se avecinaba, ninguno de sus respectivos pueblos, tampoco, contaba con seis millones de muertos-entre ellos millón y medio de niños-luchando desde el más allá por impedir la destrucción de sus amenazados descendientes. De modo que cuando se reclaman, para que la guerra actual en Gaza sea más proporcionada, más víctimas judías, deberían saber nuestros enemigos que ya las hemos tenido, que ya se han sacrificado, al kidush ha-shem, por la santificación del Nombre, millones de seres inocentes que no podían defenderse.
Puede que haya quien piense que eso ya pasó, que pertenece al pasado. En Israel nada pertenece al pasado, todo dolor y toda herida están siempre frescas. Hasta hay, entre nosotros, quien tiene la gentil deferencia de dolerse antes de los palestinos que de las víctimas hebreas. Los comprendo pero no simpatizo con ellos, su causa no es la mía. La palabra ética no tiene nada que ver con la guerra, los mandamientos son para los períodos de paz. Cuando llueven cohetes de toda clase sobre la ciudad que habitas y ante un desafortunado impacto muere gente, y los lanzadores reparten caramelos y sus correligionarios aplauden, esos mismos que luego dicen, ante las cámaras de televisión, que ellos son civiles que no tienen nada que ver con Hamás, no te queda otra opción que defenderte con uñas, dientes y bombas.
No queda otra salida que pelear con valentía palmo a palmo hasta erradicar a quien atenta contra tu existencia. Sobre todo lo que ahora ocurre en Gaza, y por desgracia para miles y miles de personas, planea el gran silencio árabe, y no sólo porque la mayoría de los países de la Liga comparten con Israel el mismo enemigo-Irán, Al Qaeda y el ISIS-, sino porque casi todos, en ese lugar del mundo, están cansados de los proyectos descabellados de los fundamentalistas, malos para ellos y para el resto del mundo. Entre esos islamistas radicales se cuenta Hamás.
Al mundo los únicos números que verdaderamente le conmueven son los resultados de sus equipos de fútbol, las décimas de diferencia en las carreras de Fórmula Uno. Lo demás cae pronto en el saco del olvido; dura en la memoria lo que duran las noticias en la televisión, segundos. Por el momento, y visto lo que sucede a nuestro alrededor, es difícil que la naturaleza humana cambie de la noche al día. Hubo un famoso suceso en los anales de la cultura china en el que se cuenta que para evitar la guerra un emperador decretó la confiscación de todas las armas con la esperanza de que así cesase la violencia, pero los hombres y las mujeres se dejaron crecer la uñas y continuaron peleándose hasta sangrar y morir. Así las cosas, toda reflexión sobre la paz es mera cosmética, un gesto noble pero poco realista. Gaza no merece lo que le pasa, pero Hamás, en sus barrios y mezquitas, en sus tiendas y túneles subterráneos, se lo ha ganado a pulso.