Los frescos de las grutas de Mogao

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Los frescos de las grutas de Mogao, en el la Ruta de la Seda, datan del año segundo de los Qin(siglo III a de C). Se cuenta que Luo Kun, un monje inquieto que recorría bosques, desiertos y llanos con su bastón de peregrino y su morral de cuero, llegó a la montaña principal de Mogao y vislumbró, en su interior, una luz de oro con la forma de mil Budas. Tras lo cual, excavando la roca con sus propias manos, labró la primera gruta, luego la segunda, después la tercera y por fin la cuarta. Encallecido, constante, persistió durante años en esa tarea seguro de que en interior de la montaña estaba la veta que buscaba: su propia iluminación. Décadas más tarde, muerto  Luo Kun, llegó Fa Li Ang procedente del este y amplió las cuevas trabajadas por el maestro que le precedió. Peregrinos posteriores fueron pintando una imagen búdica junto a  otra, hasta que en la época Tang (siglos VII-X d de C), siete personajes fueron erigidos en un nicho. En el centro está el Buda predicando la Ley, y junto a él sus discípulos Ananda y Kasyapa. Un poco más allá, dos bodhisattvas sentados y dos arrodillados. Los colores predominantes de los frescos son el verde malaquita, el gris ceniza y el terracota claro.

Para la época de los Song, exactamente en el año 1128, una expedición de veinte monjes t’chan, obsesionada por visitar la Montaña de los Mil Budas, emprendió su azarosa travesía por la Ruta de la Seda. Los guiaba un tal Chao, de etnia mongola. A sus oídos había llegado la noticia de que en las grutas se guardaban documentos importantes sobre  la muerte del Iluminado ( en concreto la versión china del Dîgha Nikâya ), tras cuyo parinirvana y posterior envoltura con quinientas telas, algunas de esas mortajas pasaron a manos de discípulos del País del Medio. Se trataba, pues, de un viaje en pos de reliquias, un periplo anticipado por presagios oscuros y fatales a los que no prestaron atención. Habiendo escogido, por error, la estación de las lluvias para viajar, los monjes no pudieron imaginar las temibles tormentas, los corrimientos de tierra, las riadas ni las arduas ventiscas de arena con las que iban a enfrentarse. Por las noches encendían una hoguera y recitaban plegarias. Al amanecer retomaban la marcha entre camellos viejos y olores acres, comiendo, a media tarde,  sus puñados de arroz con verduras deshidratadas en silencio, sin perder la esperanza de que alguna de las imágenes de los Mil Budas que iban a ver se correspondiese con las facciones de propios rostros. ¿Acaso no se decía, entre los adeptos del t’chan , que un maestro es un espejo para sus discípulos?

Al llegar a  las inmediaciones del oasis de Taklamakan, repentinamente se desató un viento espantoso, cuyo endemoniado ulular les hizo apretujarse unos contra otros bajo cientos de bártulos y rodeados por los animales. Chao calculó mal la duración y el alcance del meteoro. No evaluó bien la espesa confabulación de dunas que caería sobre la caravana, ni presintió que aquella súbita noche en medio del día sería la última visión que todos compartirían. La arena, rabiosa e inmisericorde, les tapó primero los ojos y las fosas nasales, llenándoles luego la boca de un polvo amargo y crujiente que acabó causándoles la muerte. Habrían de pasar casi ochocientos años con sus lunas y sus primaveras, hasta que en 1906 Sir  Marc Aurel Stein, a la cabeza de una expedición financiada por el Museo Británico y el Gobierno de la India, diera con las momias de los monjes t’chan, cubiertas y descubiertas más de una vez por el seco oleaje del desierto.  El explorador inglés escribiría en su cuaderno de notas que ciertos restos dispersos hallados cerca de Taklamakan lo movieron a ´´excavar esa repugnante cantera´´, aun cuando los fuertes olores que su contenido exhalaba, incluso después de nueve siglos, ´´eran doblemente insufribles por la confluencia de la brisa fresca del este y la cálida del oeste, la cual arrastraba un fino polvillo  de microbios muertos que se metía por los ojos, la nariz y la boca´´.


Parte de ese hallazgo se catalogó y transportó lejos de allí, pero muchos de los esqueletos de los monjes, cuya identidad Sir Aurel Stein no pudo dilucidar, no fueron siquiera tocados. Aún conservaban rosarios de ágata entre las falanges y parte de sus reconocibles túnicas bajo la desnuda pelvis  cuando, una noche de 1935, fueron redescubiertos por otra expedición, esta vez compuesta por diez monjes, cinco chinos y cinco japoneses que, bajo la tutela del arqueólogo Yoshiro Umari, viajaban por la Ruta de la Seda precisamente hacia Mogao y las grutas de los Mil Budas.¡ Sus huesos destellaban y sus cráneos parecían chispear bajo la profunda, nítida, helada noche del desierto! ¡Nunca, en los nueve siglos transcurridos, se había dado tal concurrencia de hechos como para que la fosforescencia ósea de sus restos hiciese hincar las rodillas emocionadas de sus compañeros de fe, los vivos seguidores del dharma, quienes constataron, ignorando la vaga descripción que de las momias hiciera el viajero inglés, bajo el aire perfumado por el sereno y el aroma espinoso de las acacias,  la persistente belleza de la luz más allá de la muerte, testimonio exacto  e indeleble  de la iluminación.

Acerca de Mario Satz

Poeta, narrador, ensayista y traductor, nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de una familia de origen hebreo. En 1970 se trasladó a Jerusalén para estudiar Cábala y en 1978 se estableció en Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Hoy combina la realización de seminarios sobre Cábala con su profesión de escritor.Incansable viajero, ha recorrido Estados Unidos, buena parte de Sudamérica, Europa e Israel.Publicó su primer libro de poemas, Los cuatro elementos, en la década de los sesenta, obra a la que siguieron Las frutas (1970), Los peces, los pájaros, las flores (1975), Canon de polen (1976) y Sámaras (1981).En 1976 inició la publicación de Planetarium, serie de novelas que por el momento consta de cinco volúmenes: Sol, Luna, Tierra, Marte y Mercurio, intento de obra cosmológica que, a la manera de La divina comedia, capture el espíritu de nuestra época en un vasto friso poético.Sus ensayos más conocidos son El arte de la naturaleza, Umbría lumbre y El ábaco de las especies. Su último libro, Azahar, es una novela-ensayo acerca de la Granada del siglo XIV.Escritor especializado en temas de medio ambiente, ecología y antropología cultural, ofrece artículos en español para revistas y periódicos en España, Sudamérica y América del Norte.Colaborador de DiarioJudio, Integral, Cuerpomente, Más allá y El faro de Vigo, busca ampliar su red de trabajos profesionales. Autor de una veintena de libros e interesado en kábala y religiones comparadas.