Mística, opio del maniqueo

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Walter Whitman, de alma oriental y arduo lector de la Biblia, pide a sus lectores abandonar las “palabras”, la “música” y el “ritmo” y tumbarse en la hierba para contemplar la Creación; Emerson, impulsor de Whitman, en conferencia acerca de Napoleón cuenta que éste mantenía su fe ante los incrédulos preguntando por la persona que había creado el “ejército” del Cielo, las estrellas, y de la Tierra, las criaturas, y cuenta que nadie podía responderle. Pascal, siglos antes, se aterrorizaba ante los negros espacios vacíos del cosmos, ante la posible soledad, soledad solucionada por los viejos musulmanes, que querían que siempre actuáramos imaginando que Dios nos observa. Hay dioses por doquier, dicen los alucinados, los místicos, esto es, los que desean vivir con los ojos cerrados, en “llanto eterno”, para citar la afortunada expresión de Garcilaso de la Vega, que recuérdanos la relación que han tenido los “mystici majores” españoles con los “sadilíes” y alumbrados árabes.

¿Acaso autores de sólida raigambre como Asín Palacios, Swietlick, Scholem, Enrico Cerulli o Marcel Bataillon buscan las relaciones que hay entre las tres grandes religiones para comprobar que su fe no es una fe alucinatoria? ¿Qué acaece cuando una imagen o aparición es vista sólo por un hombre? Éste, al ver que sólo él ve un fantasma, empieza a dudar de su cordura, acercándose, así, a la locura, al delirio, al terror de un Hamlet, de un Fausto goethiano, de un Artaud o de un capitoso Rubén Darío. Numerando los vicios judíos, Hannah Arendt afirma que el judío no es sociable, que no gusta del contacto con otras civilizaciones, sea por miedo, sea por hermetismo. Cabe preguntar si la convivencia constante con gente que comparte nuestra misma concepción del mundo causa solipsismo, soliloquios, monólogos al modo del Segismundo del viejo Calderón, que no sabía discernir realidad y fantasía.

Permitían los griegos que todos tuviesen sus dioses distintos, dioses de fuego, de agua, de tierra o de quimera, mas sólo una postura política, la oficial, la que distribuía oficios. ¿Por qué? Porque sabían que las ideas compartidas condicionan históricamente, y porque sabían, hagamos énfasis, que la historia es la madre de la verdad, ciencia capaz de lograr “cohesión”, usando palabras de sociólogos. La “cohesión” evita la corrupción, ya política o química. ¿Qué pasa cuando nace un hombre capaz de disentir de la metrópoli? Deviene el crepúsculo de ídolos. Nietzsche, en su `Epistolario´, declaró en 1886 que no había conocido jamás un corazón que tuviera los deseos del suyo, que palpitara al mismo ritmo que el suyo o que se hinchiera por los mismos motivos por los que el suyo derramaba pasiones alemanas. Wilde, más sensualista que el helenista, insinúa en su `Requiescat´ que los muertos son muertos porque no oyen “lira” ni “soneto”, o sea, porque dejan de apercibirse, de oír el sonido de su corazón. Kant ha escrito en su `Crítica de la Razón Pura´ que la muerte es una consciencia sin acontecimientos, afirmación que nos hace conocer que vivir es primero sentir y luego pensar, para adoptar el tono unamuniano.


Es menester, para sentir, distinguir lo bueno de lo malo, lo que conviene de lo que no, lo que nos gusta de lo que nos apesadumbra. De aquí que San Agustín, que buscó la alegría perpetua, se hiciera maniqueo, doctrina que facilita el separar maldades y bondades. El maniqueísmo fue allegado desde el Oriente y fue pulimentado por el platonismo, que distinguía Ideas y Objetos, Palabras y Cosas, poetas y shakespirianos; la materia, luego, era cosa mala, y lo eidético buena. O dicho en escolástica, era el pensar o el contemplar acto de iluminados y el actuar asunto de retrógrados. Y si el contemplar era de virtuosos, era además la vía directa hacia la Revelación. A Wilde se le reveló que los muertos eran sordos; a Whitman, que la Creación no necesita de palabras para manifestarse; a Emerson que Napoleón tenía fe y que fue un tirano inocente; a los maniqueos que creyendo en el Mal, así como en el Bien, era posible hacer del lenguaje un instrumento dicotómico apto para enseñar la virtud, y a Nietzsche que debía, como Zaratustra, vivir en la soledad.

Arbitremos que el silencio es la suspensión de los sentidos, y citemos dos ínclitos personajes: Santa Teresa y San Agustín. ¿Qué quiere matar quien busca que Dios le hable? El orgullo, que nace de los sentidos, que exaltan el cuerpo. Cubrirse con la monacal capucha de la humildad nos aísla de estímulos y causa que la imaginación trabaje, aunque sin los materiales adecuados para experimentar misticismo, para “escuchar con los ojos”, según verso de Quevedo. El orgulloso abomina la escucha y no puede someterse; luego, oír es el camino más derecho hacia la humildad. Ya Scholem ha dicho que las revelaciones casi siempre son auditivas, casi nunca visuales. En sus `Moradas´, Santa Teresa de Jesús explica cómo hacía que las madres mataran la “floración del orgullo”, a decir de Almafuerte, así: “Y es disposición para poder escuchar, como se aconseja en algunos libros, que procuren no discurrir, sino estarse atentos a ver qué obra el Señor en el alma”; y San Agustín, a su modo, en el Décimo Libro de sus `Confesiones´ lo hace así: “No quiera ni permita, Señor, vuestra misericordia que en el corazón de este humilde siervo vuestro, que delante de Vos descubre los secretos de su alma, tenga entrada jamás ese vano pensamiento de juzgarme bienaventurado con cualquier género de gozo y alegría que haya tenido”.

La falsa alegría llega luego del discurso, del silogismo que muestra que tal es malo y tal bueno. Mas todo silogismo es mero fragmento de la cadena de la Creación, mero “vestigium Dei” y no “imago Dei”, como afirmaba San Buenaventura, Padre de la Iglesia estudiado por Ratzinger, quien descubrió, según afirma en cierta entrevista, que en dicho Padre la Revelación se va dando gradualmente, de “vestigio” en “vestigio” y hasta formar una “imagen”, que paradójicamente sólo puede verse si dejamos de ver, si cerramos los ojos, si suspendemos los sentidos, el sentido, el “discurrir” donde se da la “floración del orgullo” del científico o del filósofo. ¿Qué pasó cuando Pitágoras descubrió la clave numérica de la música? Ésta perdió misterio, dejó de ser para el oído y se hizo para el ojo del matemático, para el que desea, como Quevedo, escuchar con los ojos. ¿Qué pasa cuando el placer del opio de un De Quincey se hace constante? Se troca, según una imagen árabe del siglo XIV, en fuego que quema el Paraíso y en agua que apaga el Infierno, en maniqueísmo de opiómano.

Acerca de Edvard Zeind Palafox

Edvard Zeind Palafox   es Redactor Publicitario – Planner, Licenciado en Mercadotecnia y Publicidad (UNIMEX), con una Maestría en Mercadotecnia (con Mención Honorífica en UPAEP). Es Catedrático de tiempo completo, ha participado en congresos como expositor a nivel nacional.

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