Nostra Aetate. La declaración fundamental, 1ra. parte

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En nuestro artículo previo recordábamos la fuerte afirmación del Papa Francisco, quien señaló con gran énfasis que “un cristiano no puede ser antisemita” (cfr. http://diariojudio.com/opinion/un-cristiano-no-puede-ser-antisemita/51754/). En aquel mismo lugar recordábamos la validez y actualidad de la Declaración conciliar Nostra Aetate, fruto del Concilio Vaticano II. Es por ello que en esta entrega nos acercaremos a este documento y realizaremos una aproximación al mismo.

En el marco del Concilio Vaticano II, el cual tuvo lugar de 1963 a 1965, se produjeron diversos documentos de enorme importancia para los años que siguieron y todavía para nuestra época. Entre ellos destaca, desde la perspectiva de las relaciones judeocristianas, la Declaración Nostra Aetate. Recordemos que los documentos de la Iglesia Católica llevan como nombre las primeras palabras del documento, en este caso, en la versión latina oficial, “Nostra Aetate”, “nuestra era”. El subtítulo de la declaración es elocuente: “Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”. En efecto, Nostra Aetate se refiere al hinduismo, al budismo y al Islam, en primera instancia. Será en el número cuatro del documento que se aborda el judaísmo y cuyo contenido presentamos a continuación.

Acaso conviene primero reproducir la nota histórica que contiene el libro El Magisterio de la Iglesia de Denzinger y Hünermann (Herder, 2006), el cual señala: “El concilio había planeado originalmente un documento específico sobre las relaciones de la Iglesia con los judíos. El primer esquema, por iniciativa inmediata de Juan XXIII, fue esbozado por el Secretariado para la Unión de los Cristianos, presidido por el cardenal A. Bea, y fue presentado en junio de 1962 a la Comisión Central. Sin embargo, hubo que retirarlo ante las protestas masivas del mundo árabe. Después de fracasar su inserción como capítulo IV en el esquema del Decreto sobre el ecumenismo, el proyecto juntamente con un texto sobre la libertad religiosa fue insertado como “Declaratio altera” en calidad de apéndice del Decreto sobre el ecumenismo. De ahí nació, en noviembre de 1964, como cuarta y definitiva versión, una declaración específica, en la cual la Iglesia no sólo reconocía el camino judío de la salvación, sino también las experiencias, los valores y las verdades contenidas en las religiones no cristianas” (Op. Cit. p. 1154).


Esta nota debería hacernos conscientes del hecho de que el Concilio y los documentos que emanaron de él no fueron meros frutos intelectuales y del trabajo tranquilo de los padres conciliares. Al contrario, se trató de un evento sobre el cual el mundo mantuvo su atención y que requirió tanto solidez intelectual como suavidad diplomática para mantener bajo control el potencial de malentendidos que se generaban. Sin lugar a dudas, no se trata de textos políticos, sino religiosos, pero que nacieron en un contexto complejo, como podemos observar.

El número cuatro de la Declaración Nostra Aetate comienza del siguiente modo: “Al investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la estirpe de Abraham” y continúa “pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconocer que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud”.

La fraternidad que existe entre la fe judía y la fe cristiana no existe, para los cristianos, con otras religiones. Lo que la Declaración Nostra Aetate señala acerca del hinduismo, del budismo y del Islam no es ni remotamente cercano a lo que se establece acerca del judaísmo. Esto, porque es innegable que la raíz fundamental de la fe cristiana se encuentra, precisamente, en la fe judía. Estos “vínculos” a los que se refiere el Concilio son esenciales e indisolubles. Por ello, el documento continúa más adelante: “la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel  pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles”. En efecto, para la Iglesia Católica solamente existe la gran unidad de la Escritura. Si bien la tradición ha dividido la Biblia en Antiguo y Nuevo Testamento, es falsa la concepción que establecería que el llamado Antiguo Testamento está superado y cancelado. Al contrario, su valor es perenne. Esto se aclara, por ejemplo, en la Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación (del mismo Concilio Vaticano II). En su número 14 señala: “Deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en particular a quien confiar sus promesas. Hizo primero una alianza con Abraham; después, por medio de Moisés, la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones. La economía de la salvación, anunciada, contada y explicada por los escritores sagrados, se encuentra, hecha palabra de Dios, en los libros del Antiguo Testamento; por eso dichos libros inspirados conservan para siempre su valor”. Los libros del llamado Antiguo Testamento son testimonio inspirado de las palabras y las obras salvíficas de Dios para con el pueblo elegido. Son también muestra de la pedagogía divina, que lleva a su pueblo desde la fe y confianza en Él, hasta la revelación de que se trata de un único Dios, y que no hay otro fuera de él. Por ello, la propia Constitución Dei Verbum concluye con unas palabras de San Pablo: “Todo lo que está escrito, se escribió para enseñanza nuestra; de modo que, por la perseverancia y el consuelo de las Escrituras, mantengamos la esperanza” (Rm. 15,4).

Conviene también destacar que, en un fragmento de Nostra Aetate reproducido más arriba, se habla del “olivo silvestre” injertado en el “buen olivo”. Esta expresión también se debe a San Pablo, quien en Rm. 11,17-24 señala cómo los pueblos gentiles se hacen beneficiarios de la salvación que Dios ofrece. Sin embargo, esto no debe enorgullecer a los gentiles, pues son ramas de olivo silvestre injertadas en las ramas del buen olivo, las cuales dependen de la “raíz santa”, como la llama el propio San Pablo: la elección que Dios ha hecho de su pueblo y que se ha manifestado a través de la historia, paradigmáticamente en la liberación de la esclavitud de Egipto.

De este modo, la declaración Nostra Aetate comienza afirmando algunas ideas esenciales, las cuales darán lugar a un espacio renovado para el diálogo judeocristiano: que, desde la perspectiva cristiana, existe un vínculo fundamental entre el cristianismo y el judaísmo; que este vínculo se extiende a todo el Antiguo Testamento, no sólo como escritura sagrada, venerada por los cristiano, sino como recuerdo vivo de las palabras y hechos que revelan que hay un único Dios, creador del cielo y de la tierra; finalmente, que la historia de salvación de los cristianos viene a ser un injertarse en la historia de salvación que Dios ha desarrollado con el pueblo de Israel. Existen, ciertamente, otros elementos de la Declaración Nostra Aetate que resulta importante conocer, pero a ellos nos referiremos en una próxima entrega.

Acerca de Mtro. Carlos Lepe Pineda

El Mtro. Carlos Lepe Pineda es licenciado en filosofía por la UNAM, graduado con mención honorífica. Fue becario en dos proyectos de investigación acerca de la filosofía mexicana de los siglos XVIII al XX. Publicó diversas obras bibliográficas y estudios especializados sobre el tema, en calidad de coautor, con el apoyo de la UNAM. Participó en reuniones nacionales e internacionales, como ponente, sobre filosofía novohispana, mexicana e iberoamericana. Es maestro en humanidades por la Universidad Anáhuac. Desde 1997 hasta 2012 colaboró con esta universidad como coordinador de área académica, director de humanidades y desde 2009 hasta 2012, como vicerrector académico. En este periodo centró sus estudios en la filosofía de la religión y las ciencias religiosas. Es uno de los compiladores de la obra “Textos para el diálogo judeocristiano” publicada por la Universidad Anáhuac y Tribuna Israelita, órgano de comunicación del Comité Central de la comunidad judía de México. Tiene un Diplomado en Teología por la Universidad de Salamanca, España y el Diplomado en Docencia Universitaria por la Universidad Anáhuac. Ha impartido cursos de Sagrada Escritura y Cristología; antropología filosófica, valores y ética, así como de Holocausto, entre otros. Actualmente es Director Académico y de Formación Integral de la Red de Universidades Anáhuac.

1 comentario en «Nostra Aetate. La declaración fundamental, 1ra. parte»
  1. pues si; indudablemente que la promesa fue hecha del Eterno con Abraham y con su descendencia de la cual emana el pueblo de Israel, sin embargo no olvidemos que también la ley del Eterno dice que si un extranjero desea hacer lo ordenado por D-os indudablemente que lo podía hacer, solo hay que recodar cuando el Rey Salomón inaugura el templo, en su oración pide que si algún extranjero pidiese un favor al Señor de Israel lo haría con la cara dirigida al templo y seria escuchado. Por otro lado nosotros como hijos de Israel debemos retonar a amistarnos con nuestro D-os y a cumplir con verdad los mandamientos eterno del D-os vivo.  Y si. el pueblo de Israel no puedes ser dejado por un lado del concierto de las naciones.

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