Nuestra gran casa

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El miércoles se cumplió medio siglo de la inauguración del Museo Nacional de Antropología. Ninguna obra de la arquitectura mexicana alcanza el majestuoso acomodo que el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez logró para la riqueza tangible y la creación mágica que mezcladas integran la esencia de México y de los mexicanos.

Jaime Torres Bodet, el poeta, lo dijo a su manera: “Esto que ven ahora nuestros ojos ¿está hecho de hoy, o de mañana? ¿Cómo saber dónde quedó el recuerdo y dónde ha comenzado la esperanza?”.

A la fiesta acudieron académicos, historiadores, funcionarios y estudiosos. Permítame que encabece la lista no por la jerarquía administrativa sino por Miguel León Portilla, quien ha sido descubridor de los testimonios que documentan los valores básicos de quienes, vencidos, ofrecen su visión de la conquista. Apenas la víspera se rescató a tiempo el Códice Chimalpahin a punto de ser subastado por Christie’s, documento del siglo XVII vendido por la Sociedad Bíblica de Londres en 14 millones de pesos aportados por el gobierno mexicano. Al entregarlo a Emilio Chuayffet, Secretario de Educación Pública, representante del presidente Enrique Peña Nieto, ausente por las urgencias del huracán, quien a su vez lo puso en manos de María Teresa Franco, Directora del Instituto de Antropología, casi regalo de aniversario, el historiador León Portilla (tan valioso como modesto) dijo: “Es un documento muy importante que quedó fuera de México porque fue sustraído malamente”. Rafael Tovar y de Teresa, presidente de Conaculta, lo integró a la muestra “Códices de México, Memorias y Saberes”, y declaró: “…hito en la historia, un hecho irrepetible seguramente en muchos años, dan la primera lectura de los mexicanos: cómo somos, cómo nos vimos y cómo nos vieron los españoles”.


Adolfo López Mateos estaba presente en su legado presidencial memorable y en la persona de su hija Avecita, junto a colaboradores, sobrevivientes y herederos de quienes hace 50 años ayudaron a la realización del Museo, en una época en que la cultura fue política de estado.

Estaba presente también, en el altar cívico de su catedral, Pedro Ramírez Vázquez, producto de la Universidad Nacional Autónoma de México donde antes de arquitecto aprendió a ser mexicano imbuido por el espíritu de la Revolución y su mística contagiosa de transformación social. Influyeron en el joven estudiante el primer Vasconcelos, antes de su catastrófico nazismo, Carlos Pellicer, Federico Mariscal, Carlos Lazo y otros maestros de la Academia de San Carlos, en la calle de Moneda, cuando el Centro no se apellidaba histórico. Ahí le preguntó el licenciado López Mateos cuál era su máximo deseo profesional. “El Museo Nacional de Antropología”, contestó. Años después, en 1957, volvieron a encontrarse y el presidente electo lo saludó sonriendo: “Arquitecto, se nos va a hacer el museíto”.

Se escogió un predio vecino al Bosque de Chapultepec con casi 100 mil metros cuadrados de superficie, especie de parque deportivo de la Secretaría de Comunicaciones y vecino del club de golf Azteca, donde después se construyó el Museo Tamayo. Torres Bodet, Secretario de Educación, preguntó al presidente López Mateos qué esperaba del Museo. “Quisiera que los mexicanos al salir de él se sientan orgullosos de serlo”, contestó el presidente más culto que ha tendido México.

El museo se edificó en 19 meses, de los cuales 6 fueron de construcción y 13 de instalación de colecciones y áreas exteriores. “No sé cómo Pedro y sus ayudantes lograron semejante prodigio en tan poco tiempo: 44 mil metros cuadrados de construcción en varios pisos, pavimentar más de 35 mil de áreas descubiertas, arreglar otros 33 mil de jardinería, terminar todas las salas e instalar todas las colecciones”, dice Torres Bodet en sus memorias. “Las obras cuando han sido profundamente meditadas pueden realizarse rápidamente”, declaró Ramírez Vázquez.

“El museo debía atraer por igual a los niños, al pueblo o al turista, y evitar el agobio y cansancio de los grandes lugares de exhibición”, explicó Pedro: “Que cada quien escoja si visita una sala en particular o todas en forma continua, si puede regresar en cualquier momento sin tropezar con nadie. Nunca se recorren dos salas sin que el visitante se vea obligado a salir al patio o al jardín, se desahoga y continúa con las otras salas, descansa y pasa a la siguiente”.

En el ámbito de todo el proyecto flota la influencia de los grandes espacios de la ciudad teotihuacana, el respeto a la individualidad en medio de las multitudes, la libertad de cada persona para disfrutar según su propia sensibilidad de cada objeto ofrecido a su admiración.

Una casa donde caben todas las casas.

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