Oleaje blanco, marea negra

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Parte 2

El carbón romántico y el petróleo y gas natural modernos proceden, sabemos, de la descomposición de los inmensos bosques tropicales existentes hace 250 o 300 millones de años. Extraído de las profundidades de la tierra o del mar, el petróleo responde a todas las leyes de exclusión, polaridad y fronteras que nos impone la ley de la gravedad, en tanto que la gradual, limpia y eventualmente gratuita energía solar no deberá nada-en un futuro no muy lejano, junto al empleo de la fusión atómica-a las exclusiones y las fisuras de la geología, ya que, impulsada por la ley helíaca de la levitación, tendrá como emblema la cooperación, la unidad del planeta por encima aunque también por debajo de la voluntad humana de exclusión.

El factor de adherencia que signa al mundo subterráneo, presente como puede comprobarse en el pegoteo mortal que provocan las mareas negras, determina también nuestra pasión por los objetos y nuestra falta de generosidad, ese irreprimible deseo de conquista que lleva al blanco oleaje humano a explotar todo lo que toca en cualquiera de los continentes que decida hollar. No existe ninguna diferencia entre el alquitrán que emponzoña nuestras playas y el que, desde el tabaco, se adhiere venenoso a nuestros pulmones. Pero incluso si la energía solar todavía se hallara en pañales, que no lo está, requeriría, una vez disponible para su consumo cotidiano, que cambiara nuestra mentalidad, que se desinflara nuestra ansiedad y que reemplazáramos, por fin, los criterios de competencia por los de cooperación para que su uso fuera de verdad efectivo.


Por lo pronto nos exigiría una tal desaceleración que de sólo pensar en ella al pobre Fausto le produciría un ataque de histeria. Y por eso pensar soluciones al eventual problema de las mareas negras supone no sólo un dilema económico y técnico sino, y hasta cierto punto, una opción moral, metafísica incluso. Ya que si el petróleo y sus derivados son inseparables del culto a la velocidad, reemplazarlo por fuentes de energía más limpias pero también mucho más lentas, supondría un cambio radical de nuestros gustos y conductas.

Los antiguos chinos, inventores de la pólvora, sólo la empleaban en sus fuegos de artificio, interesados como estaban en la diversión del pueblo antes que en la matanza masiva a la que fatalmente tenderían las armas animadas por ese engendro. No idearon, entre sus mitos y fábulas, a un Fausto. Ninguno de sus eruditos buscó jamás el conocimiento dividido de la sabiduría, el bienestar propio separado de la salud de la Naturaleza.

Mientras que para el occidental el mundo natural es, de algún modo, independiente de su voluntad, un paisaje básicamente inanimado al que recorren seres animados, entre los chinos tzy tzy jan, el espacio circundante en el que estamos inscritos es espontáneo y capaz de hacer las cosas por sí mismo. Sus alquimistas-consejeros eventuales de los todopoderosos emperadores-,se bebían el mercurio con el que podían haber medido, en posibles termómetros, la temperatura del mundo. Crecían que para vivir más había que respirar menos veces por minuto, al revés que nosotros, que vemos en el envasado oxígeno externo un fácil auxilio para la pereza de nuestros pulmones Cierto es que estaban interesados en la longevidad, pero no al precio de destruir el entorno, una Naturaleza que tanto para el animismo temprano como para el formal confucianismo siempre fue sagrada y modelo de conducta, precisamente por su capacidad de reciclaje. Por su belleza espontánea y consciente.

El petróleo se había extraído durante siglos de aquellos lugares donde se filtraba hasta la superficie, pero se lo usaba principalmente en forma de alquitrán para adobar momias, calafatear barcos e incluso con fines medicinales. No fue sino a mediados del siglo XIX, época dorada de la minería, recordemos, que comenzaron los esfuerzos por extraer y explotar ese producto a escala industrial. Suele decirse que el primer petróleo comercial salió del pozo de Drake, en Pensilvania, en 1859. Simultáneamente en otros estados de la Unión y en Sudáfrica, aunque también en Siberia, se producía el golden rush o la llamada fiebre del oro, que hizo que los africanos negros llamaran a los ambiciosos blancos golidi , los sedientos de oro, gold.

También Fausto era uno de ellos, y aunque su piedra filosofal buscase conocimientos antes que metales preciosos, lo cierto es que asistía desde la sombra a quienes buscaban riqueza material antes que sabiduría. Como asiste, aún, a los garimpeiros del Brasil que para obtener una miserable onza de oro emponzoñan kilómetros y kilómetros de ríos. Confundiendo riqueza con dominio, y dominio con explotación, pues, Fausto ennegrece tan pronto el mar como las fuentes de agua dulce, quizás porque, en el fondo del fondo de su corazón, no se siente amado ni puede amar. También este punto, el de la afectividad, merece ser tratado en nuestras reflexiones sobre el por qué y para qué de nuestras verdaderas necesidades. Robándole a la tierra sus más hondos secretos ¿puede extrañarnos que ésta nos castigue desde el humor de sus océanos con tormentas que quiebran nuestros barcos petroleros? De la gradual, insistente desacralización de la Naturaleza no se puede esperar otra cosa que futuras tragedias ecológicas, la peor de los cuales no es, sin embargo, la marea negra, aunque sea, sin duda, la más aparatosa.
La presión para obtener grandes cantidades de petróleo y vencer los problemas de extracción, refinado, almacenamiento y transporte, procedía de dos fuentes. Por una parte los lubricantes como el aceite de ballena, y por la otra los aceites vegetales. En un principio nuestro interés se centró sólo en el queroseno para la iluminación, pero a comienzos del siglo veinte, cuando se crearon los primeros grandes hornos industriales que se abastecían de petróleo y se pusieron en marcha los motores de explosión, la producción petrolífera y el arte del refinado se multiplicaron por veinte, treinta y hasta cuarenta. De tal modo que a mediados de 1930-¡y para los mismos años en que se desmoronaba la Bolsa!-, la gasolina se había convertido en el principal producto de esa industria. Diez años después, un nuevo tour de force llevaría las refinarías a un grado superior de sofisticación: la producción de combustible para los aviones, pero también al nailon, el rayón y toda una gama de plásticos que desde entonces hasta hoy contribuyen a la producción de objetos no biodegradables.

La adherencia-se supo ante los primeros casos de quemados que vestían camisas sintéticas-continuaba su imparable marcha. Lejos estábamos, entonces, de predecir las alergias que todos estos subproductos del petróleo iban a causar a nuestros hijos. Mientras que los grandes imperios del pasado- Asiria, Roma, Egipto, Persia-, obtenían su energía de los bosques ajenos y los esclavos extranjeros-, contentándose con un consumo limitado y un tráfico de bienes sencillo, los imperios modernos como el norteamericano la sacan principalmente de su propio suelo mientras liberan a sus esclavos para incorporarlos a sus plantas industriales como mano de obra barata a la que, eventualmente, habrá que venderle los gadgets que se producen. La diferencia es notable, ya que sentará las bases de la democracia del consumo y la explotación indiscriminada del medio ambiente. Hoy, cine mediante, todo el mundo quiere ser norteamericano, comer hamburguesas, tener un walkman, casettes, ordenadores e Internet, y por desgracia y para ello todavía necesitamos al petróleo.

Así las cosas, el frenado de esta cadena de causas y efectos que lubrica el combustible fósil resulta difícil, de una complejidad tan grande y a la vez de escala tan planetaria que a menos que la solución o las soluciones a los problemas ocasionados por las mareas negras sean globales proseguiremos envenenándonos año tras año. La lucha que obsesiona la mente de los más grandes especialistas que meditan sobre el tema se libra, como siempre, entre el cuánto y el cómo, la cantidad y la calidad. El falso optimismo de la cantidad nos induce a creer que teniendo todo lo que la sociedad de consumo nos ofrece y el petróleo nos ayuda a obtener, seremos felices, felices a pesar de que nuestra aparente felicidad y riqueza se realicen a costa de la pobreza creciente y la infelicidad endémica de Africa o América Latina. Sin embargo, hay que decirlo, no todo es malo en el reino de la cantidad, ni los productos transgénicos son todos perversos ni, por otra parte, la gasolina es solo veneno. Los pobres no renunciarán a tener su tajada de la abundancia inédita que nuestra época, como ninguna otra en la larga historia de la Humanidad, ha acumulado en neveras y refrigeradores industriales.

La presión demográfica es hija indirecta de las presiones que se necesitan para extraer petróleo, pero por eso mismo es preciso aplicar criterios de ecología filosófica que comiencen por esbozar leyes de protección del entorno sobre el cual se producen, de hecho, estas transacciones e intercambios energéticos para beneficio humano. Una ley no sólo es un límite, transgredido el cual nos vemos impelidos a corregir o pagar por nuestro error; una ley es, también, un acto de cortesía, un tácito y lógico pacto de convivencia que debe ser respetado para que el bien común pueda seguir siendo eso, un bien. Por su nitidez inequívoca, por su filo e igualitarismo, la ley responde al principio de la cantidad, mientras que sus excepciones, que no son sólo una, nos hablan del factor cualitativo de la realidad.

Los desastres ecológicos como las mareas negras impulsadas por nuestro oleaje blanco pueden, desde este punto de vista, se consideradas atentados de la cantidad contra la calidad, de la ley contra la excepción, de la especie humana contra las demás especies. Excepcionales son los albatros, las gaviotas, las focas, los leones marinos, las ballenas, los peces cuyas diezmadas poblaciones nunca podremos reproducir en un laboratorio y de cuya inscripción en la cadena trófica dependemos para el mar siga siendo una fuente de alimentación viva y sana. Excepcionales son las playas de arena y las de roca, las algas, los arrecifes coralinos, las penínsulas y las islas sobre los cuales la marea negra tiende su adhesivo manto de muerte. No se trata de quejarnos apelando a un falso y romántico sentimentalismo, sino de protestar por nuestra propia inconsciencia, por la imbecilidad de los responsables del transporte marítimo, por la falta de previsibilidad de los gobiernos que importan o exportan petróleo y cuyos ministerios de medio ambiente parecen parvularios en lugar de auténticas unidades de cuidados intensivos, que es lo que necesitaríamos en la actualidad para superar con premura nuestras desgracias ecológicas.

El objetivismo fáustico, su pasión cronométrica, sus alas deltas y sus raftings, por bellos que nos parezcan cometen el error de ver en la naturaleza un mero fondo decorativo, un telón secundario para sus primarias diversiones. Porque un mundo en el que sólo merezca nuestra atención y cuidado, nuestro ingenio y esmero la acción, es y será un mundo que tienda a profanar sus propios pasos. No por casualidad fue Goethe, el autor del Fausto más emblemático, quien dijo que ´´en principio era la acción´´, queriendo destronar de un plumazo siglos en los que la premisa sostenía que, por el contrario, en principio ´´era el verbo´´.

Cuando la palabra y el pensamiento están antes que el acto, éste puede ser más responsable que cuando vienen después. Es precisamente por falta de contemplación, reflexión y de cuidado, de observación cariñosa del entorno que sucede lo que sucede. Pero escuchemos, una vez más, el estado de ánimo de Fausto: ´´Ahora, ya, ¡ay!, he estudiado a fondo filosofía, leyes, medicina, y por desgracia también teología con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, pobre de mí, tan sabio como antes. Me llaman maestro y hasta doctor, y diez años llevo, ya, zamarreando a mis discípulos, cogidos de la nariz, arriba, abajo, a este lado y al otro . . .y veo que no podemos hacer nada.´´ ( Primera parte, escena primera). Tal estado de ánimo, por cierto melancólico, es el del homo explorator, el de quien recorre incansable los entresijos de la materia para arrancarle no precisamente un oh de admiración sino algún tipo de utilidad. Si confiesa que no puede hacer nada es porque el conocimiento acumulado se le escapa de las manos, lo convulsiona y atormenta tanto que, y hacia final de la obra, profanada ya la Naturaleza, ¡querría volver a verla virgen! Tiene, Fausto, añoranza de la Mater Gloriosa, de la que dice por boca del Doctor Marianus .´´

Alzad el rostro a esa mirada que puede darnos la salvación,¡oh penitentes de alma tierna!, con gratitud y fervor. Y en un estado venturoso se trocará vuestra aflicción. A tu servicio diligente todo sentido superior póngase a punto,¡oh Virgen madre!, danos tú, oh reina y diosa nuestra, tu poderosa protección.´´( Escena IX, Mater gloriosa). En medio, entre el comienzo y el fin de la obra goetheana, el aventurero del espíritu cuya intrepidez prometeica le llevó a vender su alma al diablo a cambio de que éste le desentrañase la estructura del átomo y el poder de aniquilación que encierra. Situado entre un principio atrevido y un fin lleno de arrepentimiento,¿qué hay sino un hombre cuya alma en pena es incapaz de medir o siquiera prever el resultado final de sus actos?

Acerca de Mario Satz

Poeta, narrador, ensayista y traductor, nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de una familia de origen hebreo. En 1970 se trasladó a Jerusalén para estudiar Cábala y en 1978 se estableció en Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Hoy combina la realización de seminarios sobre Cábala con su profesión de escritor.Incansable viajero, ha recorrido Estados Unidos, buena parte de Sudamérica, Europa e Israel.Publicó su primer libro de poemas, Los cuatro elementos, en la década de los sesenta, obra a la que siguieron Las frutas (1970), Los peces, los pájaros, las flores (1975), Canon de polen (1976) y Sámaras (1981).En 1976 inició la publicación de Planetarium, serie de novelas que por el momento consta de cinco volúmenes: Sol, Luna, Tierra, Marte y Mercurio, intento de obra cosmológica que, a la manera de La divina comedia, capture el espíritu de nuestra época en un vasto friso poético.Sus ensayos más conocidos son El arte de la naturaleza, Umbría lumbre y El ábaco de las especies. Su último libro, Azahar, es una novela-ensayo acerca de la Granada del siglo XIV.Escritor especializado en temas de medio ambiente, ecología y antropología cultural, ofrece artículos en español para revistas y periódicos en España, Sudamérica y América del Norte.Colaborador de DiarioJudio, Integral, Cuerpomente, Más allá y El faro de Vigo, busca ampliar su red de trabajos profesionales. Autor de una veintena de libros e interesado en kábala y religiones comparadas.