Otra sobreviviente que dejó huella en el mundo: Simone Weil, la rebelión del espíritu “El rebelde es un hombre que niega”.

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Albert Camus, que edificó sobre estas palabras su revuelta moral ante un mundo inaceptable, vio siempre en Simone Weil la enérgica ejemplaridad de quien afirma la consistencia de la justicia y el amor, rechazando cualquier complicidad con una forma deshumanizada y deshumanizadora de vivir. Era difícil que Camus, fiscal imbatible contra las coartadas ideológicas de la violencia revolucionaria, no se sintiera conmovido por la vida y la obra de Weil. Otros muchos izaron su voz y empuñaron sus palabras, para anotar la cólera ante la humillación devastadora de los hombres y mujeres de Europa en unos años de espanto. Pero la autenticidad excepcional siempre se halla en la conducta. Si tantos hablaron, fueron pocos los que convirtieron aquella tragedia en una parte sustancial de su propia existencia. Y, menos aún, quienes lograron que su ejemplo adquiriera la calidad de una verdadera encarnación.

Porque Weil añadió a su discurso delicado y riguroso la decisión de sufrir con quienes sufrían, el empeño en padecer la suerte de los desheredados a costa de su propia salud, de su muerte prematura, sin querer disponer de privilegio alimenticio alguno cuando la tuberculosis la atormentaba. Mientras murieran de hambre y de tortura los niños de Europa, los inocentes de la tierra, ella no estaba dispuesta a concederse ninguna vía de escape.

En la tenaz búsqueda de la redención del hombre, Simone Weil era consciente del impulso espiritual que su cuerpo contenía y expresaba. Y actuó con la responsabilidad de quienes se saben criaturas elegidas para mostrarnos un camino que no puede partir más que del ejemplo radical. Morir a los treinta y cuatro años no es una arrogante elección de quien hace lo que desea con una vida que, en el fondo, no nos pertenece completamente. Morir a una edad en la que ya se le consideraba una intelectual notable era el fruto de compartir la suerte de los pobres. Era la conciencia de que una palabra ni siquiera vale el oxígeno empleado en pronunciarla, si su significado no se atestigua en la solidez moral de un comportamiento.


No había sido otra la actitud de Weil durante su breve existencia. Dudando siempre de las virtudes del marxismo, se adhirió a las corrientes libertarias del sindicalismo francés. No teorizó sobre un mundo conmovedor, pero lejano: compartió las condiciones de vida de los obreros trabajando en una fábrica, porque le parecía el único modo decente de conocer la explotación. Contra el sectarismo de los revolucionarios profesionales, manifestó su interés intelectual y su acercamiento emotivo al cristianismo.

En una célebre carta a un sacerdote, afirmó que, si bien se sentía alejada de los dogmas de la Iglesia, cuando se dejaba llevar por la emoción de la liturgia y el ambiente acogedor de la comunidad cristiana, había de reconocer que su distanciamiento doctrinal era más un resultado de su imperfección que del error de los principios evangélicos. Esto no era una condescendiente pirueta intelectual, porque nada había de indiferencia e ironía en la vida de Weil. Se tomaba muy en serio la condición humana; tanto, como para inculcar en su mirada la auténtica perspectiva de una mujer ajena a los debates más reaccionarios sobre la cuestión de género. Weil aportaba ternura y comprensión. Le repugnaba la fuerza y la violencia, desde luego, pero también la jactancia y la intimidación intelectual.

Al estallar la guerra civil, descubrió, como tantos europeos de su tiempo, el carácter universal de lo que sucedía en España donde no se estaban dirimiendo cuestiones diplomáticas o políticas. Se estaba poniendo a prueba la conciencia de una civilización y su voluntad de continuar existiendo como referente moral de la humanidad entera. Las llamadas a la unidad de destino en lo universal o a la revolución internacional de los trabajadores se expresaban, en la contienda española, haciendo de nuestro país la herida rotunda de la modernidad, por la que se le escapaba a Occidente la sangre de su cultura milenaria.

Simone Weil, integrada en una columna anarquista en Aragón, respondió al testimonio de Bernanos sobre las atrocidades cometidas en la retaguardia del bando nacional. “Yo no soy católica, aunque nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno” empezaba diciéndole al católico integral la libertaria combatiente. “He conocido ese olor a guerra civil, de sangre y terror que desprende su libro; lo había respirado.” Y tras relatar la barbarie con que se mataba en su propio bando, el sadismo desvergonzado y la inicua chanza de los verdugos burlándose de sus víctimas, Weil afirmaba: “Una atmósfera así borra pronto el objetivo mismo de la lucha. Los hombres tienen un valor nulo.”

Pero, en ese inmenso proceso de deshumanización que cancelaba las razones de cualquier causa expuesta a la lógica de la crueldad, Weil destacaba algo que siempre me ha impresionado, porque manifestaba su manera de estar en el mundo, su forma concreta, radicalmente humana, de vivir los conflictos sociales de aquel tiempo. Para ella, la revolución fracasó en el momento mismo en que percibió el desamparo y el temor de los campesinos de Aragón. “Tan dignos bajo las humillaciones, no eran para los milicianos siquiera un objeto de curiosidad. Un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un abismo semejante al que separa a los pobres y a los ricos.

Se sentía en la actitud siempre algo humilde, sumisa, temerosa de unos, en la soltura, la desenvoltura, la condescendencia de los otros”. Esa es la mirada de una mujer, la perspectiva femenina más valiosa, por encima del relato convencional de un hecho de guerra. La mirada de Simone Weil atisbaba lo que nadie veía. La arrogancia de los mercenarios, el cautiverio moral de los secuaces de la violencia. La humildad de los pobres de la tierra. La fuerza intacta, sobria e indestructible de los hijos de Dios. >

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