Ser guía de Toledo, todo un privilegio

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En los últimos días de verano, cuando el sol parece darnos un respiro, me gusta subir hasta el Parador, serpenteando la carretera. La vista es impresionante. Las nubes parecen fundirse con los edificios como si intentaran atrapar en su regazo una silueta arquitectónica que se niegan a compartir. Es, sin duda alguna, todo un privilegio.

Cuando llega el otoño, vuelvo al mismo lugar. Ahora la niebla, como una doncella enamorada, viene para quedarse y su abrazo se vuelve cada día más obstinado. La ciudad, sumida en esa atmósfera irreal y fantasmagórica, se esfuerza en no perder su identidad, aunque, a duras penas, acierto a perfilar la cúpula de Tavera. Es, en ese preciso momento, cuando el río, allí abajo, reclama mi atención, humeante, como si comenzara a deshilvanar los versos que inspirara en otra época a los insignes Garcilaso y Fray Luis; y entre Égloga y Elegía el aire rezuma melancólico un pasado poético glorioso. Es, sin duda alguna, todo un privilegio.

En la época invernal, la ciudad despierta con una especie de velo semejante a la novia que se sabe objeto de miradas. La luz torna a cada instante y esos cambios lumínicos constituyen en sí mismos un tema a representar por cualquier pintor impresionista. Y al mirar los rayos del sol entre las nubes, me doy cuenta de que el cielo, como viene haciendo ceremoniosamente desde la época de los fresquistas barrocos, se acicala para su cotidiano pase de modelos; y no es de extrañar que, desde el mirador del valle, una señora italiana grite: ¡chè spettacolo! Porque es, sin duda alguna, todo un privilegio.


En la época estival, las obligaciones laborales me llevan, en muchas ocasiones, a replegarme entre el entramado islámico de callejuelas, callejones y adarves de la que un día fue Tulaytola -ciudad panorama en árabe-. Es, entonces, cuando comparto con los visitantes las extravagancias de los componentes de la Orden de Toledo y de aquellos otros célebres pioneros del turismo que vinieron atraídos por la figura del Greco; y, cuando en Santo Tomé, los rostros de los viajeros se vuelven de gratitud hacia mi persona tras admirar “El entierro del Sr. de Orgaz”; y ya, para finalizar, en la judería de la Toledoth (ciudad de generaciones),en el interior de la Sinagoga del Tránsito, los oyentes me hacen llegar sus abrazos, satisfechos e identificados con la cultura que encierran sus muros es, entonces, cuando me doy cuenta de que ser guía en Toledo, es todo un privilegio.

Quizá la felicidad no exista pero si existiera, seguro que en Toledo estarías a punto de alcanzarla.

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