Sólo crimen

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Los secuestrados fueron tres. Camino de su escuela talmúdica. Eran dos niños de 16 años y un chaval de 19. Hicieron autoestop entre Hebrón y Belén. Y desaparecieron. Tres semanas más tarde, sus cuerpos fueron encontrados. Habían sido asesinados en las primeras horas de su secuestro. Sin ninguna reclamación, sin ningún intento de negociar rescate, chantaje o contrapartida. Asesinados, porque era placentero hacer eso con tres críos judíos. A sangre fría. Nada más. Es hoy la quintaesencia del yihadismo islámico. No un movimiento político. Una secta cuya consagración se alza en el crimen. Matar a sangre fría judíos –de 16, de 19 años, de la edad o condición que sea– es la llave del paraíso para un musulmán piadoso. Y la oficina de enganche de Hamas en Cisjordania y Gaza.

Han pasado 67 años desde que las Naciones Unidas aprobaron la actual partición del Cercano Oriente. La partición fue aceptada por Israel. Rechazada por todos sus vecinos. Una población insignificante hubo de defender su minúsculo territorio frente a los muy superiores ejércitos de la Liga Árabe. Y, a golpe de voluntad guerrillera, venció. Un Estado joven y próspero hubo de defender su minúsculo territorio, ya dotado de un ejército moderno e inusitadamente democrático, en 1967, frente a una nueva coalición encabezada por Egipto y Siria; seis días bastaron para imponer una supremacía asentada sobre la voluntad de sobrevivir y una eficiencia militar que revolucionó la guerra moderna. Un Estado económicamente estable vio cercana su destrucción en 1973, cuando, en la guerra de Kippur, sólo la decisión y el genio militar de Ariel Sharón lograron rechazar al otro lado del canal a las fuerza invasores de un Egipto preso aún en la obsesiva consigna de arrojar a los judíos israelíes al mar. Luego, Anwar al-Sadat tuvo la sensatez de entender que aquella permanente guerra sólo entrañaba ruina para Egipto. Firmó la paz en 1978. Sus hermanos de religión lo asesinaron tres años más tarde. El sueño de exterminar judíos no admite, para el islam, traiciones.

Han pasado 67 años desde aquella partición aprobada por la ONU. El minúsculo Israel, asentado sobre lo que inicialmente era poco más que un baldío, es hoy uno de los países más modernos y prósperos del planeta. En torno suyo, un mundo musulmán que nada en el petróleo y debiera, en esa medida, nadar en la abundancia, chapotea tan sólo, estáticamente, en la miseria masiva y la más alta corrupción a cargo de sus medievales jefes. Y ésa es la fuente del odio. Irracional e incurable.


Para un devoto coránico, que el pueblo elegido de Alá naufrague en lo peor sólo es pensable por recurso a la existencia de una conspiración contra Dios, tejida por las fuerzas del diablo. El Gran Satán y el Pequeño Satán, Estados Unidos e Israel, en la florida jerga que puso en juego el demencial imán Jomeini, buscan destruir a Alá humillando a su pueblo. No lo lograrán, por supuesto, puesto que el Alá en cuestión es muchísimo más grande que todas las grandezas del universo en coalición con las infernales legiones. Pero los fieles deben echarle una mano a su Dios. Cualquier judío que sea exterminado –no importa edad o condición– significa un incremente contable en la cuota de vírgenes huríes que le será dado disfrutar al buen ejecutor musulmán en el otro mundo. No es política. Y es obsceno llamarlo religión. Es crimen ritual, locura supersticiosa.

El islam es ineficiente en política. Pero infalible en odio. Y eficacísimo en crimen.

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