Verticalidad

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Prefiero la horizontalidad a la verticalidad. En la horizontalidad los podía seguir, sino acompañándolos unos cuantos pasos, por lo menos con la mirada. En la verticalidad las cosas son diferentes. Sólo alcanzo a percibir fragmentos de cada uno. Pocos movimientos, tiesos y forzados.

Me mudé a un departamento hace menos de un año y lo poco que conozco de cada vecino tiene lugar, únicamente, en el elevador. Antes vivía en una casa y se puede decir que charlaba de vez en vez, con algún vecino que me topaba regresando del súper. Caminábamos uno al lado del otro unos cuantos metros, nos despedíamos con una palmadita en la espalda.

En el edificio no pasa eso. Aquí, lo que sé de la vida de los inquilinos es porque me lo invento. Ayer se subió al elevador el señor del 9. Él entró mientras yo estaba viéndome en el espejo y regañándome al ajustarme el cinturón: ¡Gorda! ¡Gorda, gorda, gorda! Percibió que no me dí cuenta que había parado el elevador, hasta que noté su respiración agitada dentro del cubo. Carraspeó y se rascó la oreja izquierda con el dedo índice de la mano derecha. Como si con ese movimiento disimulara no haberme oído. Súbitamente se abrieron las puertas del elevador en el 4. Pensé que habíamos llegado al estacionamiento, dí un firme paso hacia la salida haciendo tropezar a la niña que subió, enajenada en su BlackBerry. Se incorporó como pudo, sin quitar los ojos de la pequeña pantalla y sin dejar de picar compulsivamente las teclas del aparato. Cuando le pedí una disculpa, pude percibir que casi hizo un intento por parpadear pero no, no lo logró. Cuando por fin se abrieron las puertas en el estacionamiento, salí cortésmente, después de los otros dos inquilinos, que, como se habían metido después que yo al elevador, ocupaban un lugar más cercano a la puerta. Existe un orden natural en las cosas -me auto consolé- y reprimí un suspiro. Di un paso, pisé el concreto gris del estacionamiento. Respiré.


Regresé a las 8:30 PM a mi departamento. Exhausta, cargando una mochila, mi bolsa y dos paquetes más. Piqué el botón del elevador casi con la barbilla. Tardó en llegar el tiempo suficiente para que las bolsas que traía dejaran una marca roja en el dorso de mi mano. Cuando se abrieron las puertas salió el chavo del 14 (¿O era el del 11?) con los audífonos de su ipod eternamente conectados a sus orejas y una sonrisa perene en la boca. Tuve la cortesía de sonreírle de regreso. No se inmutó. Su mirada pareció haber traspasado mi esqueleto y salió del elevador sin que se desdibujara ni un ápice de su sonrisa. Por un momento sentí la propia incorporeidad de mi cuerpo. Sí, ya sé que es una contradicción y eso es imposible, pero las sensaciones son así: imposibles. En el quinto piso subió una señora, que intuyo, no quisiera verse tan señora: jeans ajustados, denunciando las chaparreras que intentaba disimular con una camisa de seda larga, holgada, con grecas rosas y verdes enmarcando las orillas. En su mano, una bolsa Gucci que hace algunos años podría haber sido confundida con un maletín de doctor. Entró con su hija adolescente. Inmediatamente la empezó a sermonear ¡Ves, ya es tardísimo, te dije que picaras sólo el botón de abajo y no los dos…! ¡Ahora sí, no vamos a llegar! Sus ojos clavados en mí. La perorata era para su hija, pero la mirada no me la quitó de encima. Para su mala suerte, en el trayecto hacia mi piso subió la niñita del 8 cargando a su foxterrier, ladrando, aguantándose las ganas, mientras ella lo consolaba dándole palmaditas en el lomo cubierto con un suéter tejido a rayas grises con rojas: Ya Puchis, ya vamos a llegar… Por fin las puertas se abrieron en el 15. Arrastré mis bolsas como pude y traté de ofrecerle una disculpa, al perrito que mordisqueaba el suéter para no orinarse, a la señora que no quisiera ser llamada así, a la adolescente con los cachetes morados de cólera y a la niñita que apartaba cada vez mas lejos de ella al perrito a punto de mearla. De mis labios no pudo salir ni un sonido.

Hoy bajé a las 12:45 en punto para recoger a mi hijo que venía del kinder. En el elevador una muchacha me dijo tan pronto me vio entrar: Ay señora, buenas tardes, es que mi patrona me mandó por los niños que ya están a punto de llegar y como el elevador de servicio se tarda muchísimo, me tuve que venir por éste… No la dejé terminar. En mi cara una sonrisa. Reprimí el deseo de abrazarla.

¿De que piso es usted? -Le pregunté con franca emoción.

Trabajo en el 2 -Me contestó, un poco confundida.

-¡Conocí a una vecina! -Grité entrando a la casa.

Acerca de Lissette Sutton

Lissette Sutton es Licenciada en Historia egresada de la U.I.A. Recientemente terminó la Maestría en Apreciación y Creación Literaria que cursó en Casa Lamm. Actualmente asiste a un taller literario. Cuando no está ocupada con (y/o por) sus hijos, intenta escribir.

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