Publicado por «Quirón ediciones» de Valladolid, en septiembre, tiene cinco partes, más un soneto a modo de prólogo de Santiago Castelo y un epílogo de Juan Gustavo Cobo Borda: «Canciones del otro lado del olvido», «Tiempo de otro tiempo», «El peso de sentir», «Al galope de los días» y «Los pecados ladran».
Ya en el frontispicio nos dice, en palabras del romance del Conde Amaldos, «Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va», con lo que parece advertimos, del vano intento de abarcar, o hurgar tan siquiera en el alma poética del que está en nuestras antípodas ideológicas o espirituales. Para acércanos, en lo posible, a su canción, hemos seguido su hilo poético desde el principio al fin.
Y en el principio estaba Dios, el amor iberoamericano y la alegría. Y como los designios de Dios son insondables, le han llevado por «los caminos del llano (americano) adentro»; los ojos bien abiertos, para que entre la vida en sus poemas; el espíritu y el cuerpo, abiertos también, para recibir de lleno todo ese cúmulo de sensaciones y estar preparado para esa nueva vida que se abre ante él y «gozar, gozar y gozar sin censura»: «brisa de besos», «torsos desnudos», «españoles del éxodo» que habían ido para que no «les amordazara el miedo»; ha visto como «fueron carcomidos por la necesidad rugosa de Castilla».
En Argentina Buenos Aires le recuerda Borges; visita rincones por donde anduvo («todo nos dice adiós y se aleja»): y él también se aleja «sin que se note, de impostores y farsantes». En África, Lambarené le acerca la diferente, a su caricia, sabe que por allí «los corazones de los tristes se juntan con la carne de los tristes».
Lejos de casa, a ratos, le muerde la nostalgia. En Villa Leyva todo le parece reminiscencias de Castilla, de la época colonial.
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