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Sicilia, el encanto infinito de Taormina

A Gabriel Albiac, bondad e inteligencia lúcida.
A mi sobrino Mauricio, con el cariño de siempre.

Estaba una tarde en la Sala Cervantes de la Biblioteca Nacional de Madrid investigando sobre cosas de judíos, cuando Carmen Crespo, una hermosa joven de cabellos amielados, con la mejor de sus sonrisas, me sugirió que escribiese sobre Taormina, paradisíaco lugar siciliano de la Magna Grecia, a donde ella había viajado.

Sicilia. Selinunte. Segesta. Agrigento… Taormina. ¡Qué bellos nombres! Taormina… Repito esta palabra y una serie de recuerdos vividos unos, literarios otros, se agolpan atropellada y gozosamente en mi memoria.

Enroscada en la colina

Taormina, la antigua Tauromenion, la “vieja montaña del Toro” que, enroscada sobre una colina, domina uno de los más bellos paisajes que un mortal pueda contemplar. Localidad turística de gran interés, recibe con hospitalidad todo el año multitud de viajeros, principalmente en la estación del verano. ¡Ah, el alba de Taormina aún iluminada por la luna…! Estos amaneceres con olor húmedo a resina de los esbeltos cipreses en un mar de aguas plateadas… Ese hermosísimo teatro griego con una vista de ensueño sobre el monte Etna, que en vómito suave, deja escapar sus humos en el horizonte azul.

Cosas y aconteceres éstos que tanto impresionaron a la bella Patricia y Manuel Matamoros, amigos sensibles e inteligentes, después de realizar un dilatado periplo por lo largo, ancho y profundo de la geografía italiana, según me cuentan.

¿Qué tienes, Taormina, que sólo tu nombre invoca ya el placer de recordarte y amarte, mostrando cómo se nos puede conceder a veces a los hombres, eso que llaman alegría, esa alegría vencedora efímera del tiempo y sus estragos?

Un poco de historia

Pero hagamos algo de historia. Los monumentos que erigieron en Taormina los romanos se remontan a la época del Imperio, en la cual la ciudad tuvo su máximo apogeo. Esplendor éste debido no sólo a su privilegiada situación y benignidad de su clima, que le hicieron el lugar de recreo preferido para muchos patricios que en ella construyeron sus palacios, y por su ubicación topográfica que le daban decisiva importancia militar, sino también por la finura de sus mármoles y la exquisitez de sus vinos volcánicos que saben a hierro. Y es, quizá, por esta última circunstancia, que la efigie de Baco asoma en las caras de sus monedas. Las excavaciones arqueológicas han demostrado la existencia de los judíos  el pueblo del Libro en Sicilia en el período romano, particularmente en Catania, Siracusa, Noto, Citadella, etc. También existen referencias a los hebreos sicilianos bajo los sarracenos, cuya invasión afectó terriblemente a los taormineses, que fueron pasados a cuchillo sin piedad. Las comunidades judías de la isla desempeñaron un destacado papel en el comercio marítimo, y pese a los decretos adversos, hubo pocos países en la Edad Media en los que los hebreos gozasen de mayores libertades que en estas tierras. Actualmente, la población israelita es insignificante.

Referencias literarias

De estas historias y saberes me da sobradamente cuenta mi buen amigo Alfonso Silván, traductor de Cavafis y Elytis que, por largo tiempo, anduvo sabiamente vagando por los lejanos pagos de Taormina y la Magna Grecia, y hasta bebiendo de sus lenguas, hechas canto.

Y cómo no recordar también el paso de Lawrence Durrel por estas tierras, recogido en su libro de viaje Carrusel Siciliano, donde dedica un nostálgico poema a esta “vieja montaña del Toro”, y que no me resisto a transcribíroslo aunque sólo sea parcialmente. Dice así:

“Qué lejano viaje podemos desear a los amigos para minar su ausencia con nuestro recuerdo.”

Recuerdos. Recuerdos ¿de escrituras? que nos vienen ahora del filósofo griego Empédocles. Convencido este agrigentino de su origen divino, profirió aquellas palabras que rezuman profunda misantropía: “¿ De qué alturas, de qué gloria he sido arrojado sobre esta miserable tierra para mezclarme con bípedos vulgares!”. Y se fraguó la fábula de haberse arrojado al Etna, apareciendo más tarde los calzoncillos colgando del borde del cráter. Aunque evidentemente los dioses no deben usar calzoncillos; indumento éste, en cambio, si portado supongo por Goethe, el olímpico Júpiter de Weimar cuando, en una hermosa primavera siciliana, recorría a pie “el monte del horno”. Monte, penacho nevado éste que fue estimado por los antiguos navegantes del Mediterráneo como el más alto de la Tierra. Vuelvo a esa isla rodeada de un océano de leyendas y sueños que es la Biblioteca. Frente a mí, bellamente encuadernada, Carmen, la bibliotecaria, cuya sonrisa luminosa me recuerda la de las doncellas vislumbradas en esa biblioteca de agua, musgo y piedra que es Taormina, la ciudad que, como diría Esquilo, lleva consigo “el infinito sonreír de las ondas del mar”.

La Magna Grecia, manantial de poesía y vida. Singladura de un viaje hacia la que siempre conduce la Biblioteca. Taormina nos acogerá, ahora y siempre, con el corazón y las manos calientes.

¡Shalom!

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