Carta de Sergio Sarmiento a Moisés Saba

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Conocí a Moisés Saba Masri en agosto de 1995. Él tenía, me parece, 32 años; era vicepresidente ejecutivo de TV Azteca y uno de los principales accionistas de la firma a la que yo acababa de ingresar como vicepresidente de Noticias. Lo veía una vez a la semana, en reuniones del comité ejecutivo, y gradualmente nos fuimos haciendo amigos.

La amistad persistió después de que en 1998 yo dejé la Vicepresidencia de Noticias y él TV Azteca. Nos seguimos reuniendo a comer de vez en cuando, en un principio con su padre Alberto Saba Rafful, después los dos solos. Nunca había una razón especial o agenda formal. Simplemente llegaba un momento en que alguno de los dos llamaba al otro y le decía: “Hace mucho que no nos vemos”.

En un principio hablábamos de economía y política. El tema de la seguridad lo obsesionaba, como a muchos miembros de la comunidad judía, por los ataques y secuestros de que ésta había sido víctima. Con el tiempo, sin embargo, nuestras conversaciones empezaron a orientarse más hacia la filosofía, la religión y la moral. Se sorprendió una vez al saber que yo había colaborado en una traducción del Corán al español y le regalé una de las pocas copias que me quedaban. La última vez que nos vimos, el 22 de septiembre de 2009, la mayor parte de la conversación fue sobre religión y moral.

No era fácil conciliar las posiciones de un joven judío ortodoxo como él y de un viejo liberal como yo. Pero siempre aprendimos algo el uno del otro. Ésa es, me parece, la amistad más preciada: no la que surge de las coincidencias obligadas o inculcadas, sino la que se cultiva con respeto entre mentes discrepantes.

Siempre admiré la rectitud personal de Moisés. Recuerdo su angustia cuando la Comisión de Valores y Mercado de los Estados Unidos (Securities and Exchange Commission, SEC) lo acusó de haber ocultado información a los accionistas minoritarios de Unefon. Al final fue exonerado, pero la acusación había generado ya un daño a su prestigio personal. Como yo conocía bien la operación, siempre sostuve que había sido limpia.

En México, quienes lo conocían sabían de su generosidad y honestidad. En su comunidad se le escogió como una especie de juez o mediador para resolver problemas familiares. Me tocó verlo hacer esfuerzos para que en los conflictos familiares las esposas y los niños no dejaran nunca de tener la protección física, psicológica y económica que merecían.

La última vez que comimos me pasó en el teléfono a Adela, su esposa, quien me preguntó por qué no la invitábamos a nuestras reuniones. Quedé que en la próxima ella estaría con nosotros, pero esa reunión nunca se llevó a cabo.

Este domingo 10 de enero el helicóptero en que se trasladaban Moisés y Adela, así como su hijo Alberto y su nuera Judith, se desplomó e incendió en San Lorenzo Acopilco, en Cuajimalpa, Distrito Federal. Los cuatro, así como el piloto Armando Fernández, fallecieron en el accidente.

Es difícil comprender el dolor de don Alberto Saba y su esposa, quienes hace años ya habían perdido a un hijo adolescente por cáncer. Mis recuerdos de don Alberto son de un hombre muy trabajador que adoraba a su hijo Moisés. No sé cómo va a superar esta tragedia.

Las conversaciones entre Moisés y yo eran diálogos entre un hombre profundamente religioso y un agnóstico. Hoy sólo espero haber sido yo el equivocado. Hay dolores que sólo la convicción de un orden superior pueden ayudar a superar.

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