Discurso pronunciado por Adriana Malvido durante la presentación del libro “Israel a cuatro voces, de Silvia Cherem

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Con nostalgia anticipada por algo que aún no ocurría, lamentaba hace dos meses no poder asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuando llegó a mis manos un boleto hacia el corazón de  Israel. Fui y regresé en un día. Estuve en Tel Aviv, en el desierto de Arad y en los suburbios de Jerusalén, en los kibutz y en las bibliotecas, en la memoria de aquello que no debió suceder y en los ojos de quienes miran el conflicto con Palestina desde el territorio libre de la escritura.

Israel a cuatro voces, de Silvia Cherem, es un pasaje a Medio Oriente para acompañarla en sus conversaciones con David Grossman, Amos Oz, A.B. Yehoshúa y Etgar Keret, cuatro grandes de la literatura israelí que nos permiten entrar, como dice José Gordon en el prólogo del libro, al registro “de las voces secretas de otra cultura (…) donde se atrapan los sueños y pesadillas de otros pueblos”, donde “podemos sentir su respiración, su pulso vital más íntimo”.

La literatura es un lugar de encuentro donde, al ponernos en el lugar de otros, nos entendemos. El  libro contiene, más que una serie de entrevistas, un gran relato a cuatro voces donde una más, la de Cherem, emerge en forma de periodismo literario con la autoridad de quien ha leído toda la obra de sus interlocutores y es capaz de identificar en qué momento se diluye la línea que divide la vida del escritor con la de sus personajes, para entrar sin taladro al alma de los autores.


Con la autora como guía de viaje  penetramos en la biografía insumisa y rebelde de los escritores y sus personajes, a la muerte de seres queridos como una constante, a la vida recuperada gracias a la escritura y al amor; vamos al escritorio, a la mano, a la tinta de los autores que es como extensión de su corriente sanguínea, a su “diccionario emocional”, al origen de su nombre y al de su lengua, a los libros que leyeron, a su historia familiar, a su condición de hijos y después de padres…

Dice Keret (pg.169): “(…) esta pequeñita de apenas diez años caminó en la nueve durante 30 kilómetros hasta lograr retornar nuevamente a Varsovia, batallando paso a paso para no ser sepultada por la infernal helada. Al término de la contienda bélica, con apenas once primaveras, era ya una mujer entrada en años. Siendo niño, la pregunta era recurrente en mi cabeza: Si hubiera otro Holocausto, ¿tendría yo la capacidad de sobrevivir?”.

Más adelante (pg. 192): “El gran cambio de mi vida fue convertirme en padre, fue la única manera de dejar de ser un niño desafiante”. “(…) Antes de serlo me oponía mucho más a la vida, peleaba contra ella, pero con Lev, me he convertido en un mediador. Soy como su abogado, porque quiero que le guste mucho estar en este mundo”.

Con este libro penetramos a la tragedia del Holocausto sin lugares comunes –ni “chantajes” como dice Keret- y al despertar de su vocación por las letras que, en todos los casos, fue tabla de salvación y alivio para las heridas.

En la literatura, nos dice Gordon en el prólogo, “entroncamos en lo universal” y advierte en ese sentido que con este gran trabajo de Silvia Cherem, podemos pulsar cuatro hilos básicos del tejido de la cultura israelí que tal vez nos harán decir: “Pues claro, estas cuatro voces son mexicanas, forman parte de nuestras pesadillas, de nuestro sueños y esperanzas, son parte del laberinto de nuestra identidad”.

Leer a Grossman, que perdió a su hijo Uri en el frente, desde este México convulsionado, hace que nos sintamos menos solos cuando afirma que hay un sitio donde todos somos iguales, el sitio más humano, el del dolor.  Escribe en un poema: ¿Cómo voy a poder/pasar a septiembre/quedándose él en agosto? Y nos remite inevitablemente a Javier Sicilia y al dolor de tantos padres que respiran sobreviviendo a un duelo de esa magnitud. “En mi familia –dice Grossman- perdimos a una persona, a nuestro hijo Uri, y difícilmente logramos levantarnos de ello. ¿Qué habrá sido de aquellos que lo perdieron todo: a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus vecinos, a sus compañeros de clase, a los que amaban y a los que odiaban…? (…) ¿Cómo podrán tener fe en la humanidad? ¿Cómo podrán asumir la opción de la vida? ¿Cuánta fuerza era necesaria para luchar contra la gravedad de la desesperación y de la tristeza?”, se pregunta sin saber que nos conduce a nuestro propio espejo y al deseo de hacer nuestra su convicción de que “tiene que haber una tercera alternativa más humana. No sólo ser víctima o agresor”.

El suicidio, el de la madre de Oz y el del mejor amigo de Keret, es, junto a la herida colectiva de todo un pueblo, un tema tan constante como la recuperación de la vida gracias a la escritura, a la búsqueda apasionada de palabras imposibles y al amor: a la cultura, a la lengua, al trabajo creativo, al ejercicio de la  memoria. Al eco de las voces que siguen escuchando en su interior.

Gracias a este libro nosotros también escuchamos múltiples voces. La de aquella maestra de Oz en la primaria que lo enamoró porque: “Cuando contaba una historia de la nieve, parecía escrita en palabras nevadas, y cuando era del fuego, las palabras mismas quemaban”. O la de su propia madre, la de la imaginación prodigiosa que solía contarle de niño historias con demonios, lobos, hadas, magos y bosques encantados.  “Cada vez que escribo descubro su voz dentro de mi”, confiesa el escritor. Y escuchamos su propia voz cuando de pequeño en la escuela quiere ganarse la atención de sus compañeros con buenas historias.

Escuchamos la voz del pequeño David Grossman mientras le narra a sus compañeros de kínder los cuentos que le leyeron sus padres la noche anterior. Y, muchos años después, la misma de voz, ya madura, del hombre convertido en cuentacuentos que visita con sus historias a los niños atrincherados en medio de un conflicto armado.

Y escuchamos al pequeño hijo de Keret cuando responde a una pregunta sobre si su familia es religiosa: “Mi tía cree en Dios, mi madre no cree que exista Dios, y yo y mi padre aún no nos decidimos”. Y la del propio cuentista cuando explica: “Nuestro conocimiento es limitado y yo me siento cómodo de no entender todo”.

Escuchamos las voces y lenguas interiores que le hablan a Yehoshúa mientras escribe y también al silencio de lo no dicho.

En trabajos anteriores de Silvia, siempre me asombró su capacidad para llegar al corazón, a la locura, a la mano creadora, a la esencia del Otro, de manera tan honda, a través de la entrevista. En este caso concreto, puedo imaginarme la presión, los retos de ir y venir de Israel con el tiempo encima y, en el caso de la cita con Oz, una tormenta de por medio y un ultimátum: “El jueves o nada”, sólo tres días antes del encuentro. Cuántas lecturas, cuántos libros y ensayos, consultas y desvelos hay detrás de cada pregunta para convertirla en bisturí capaz de abrirnos el camino a las ideas más complejas con un lenguaje sencillo que no le resta un ápice a la sofisticación del pensamiento, las vísceras, las neuronas y los secretos de sus interlocutores.

Así sabemos que Oz escribió Mi querido Mijael por las noches escondido en el baño del kibutz; que Etgar Keret solía escribir denudo y que hace cuentos por su ansiedad de comerse la realidad de una mordida; que para Grossman, imaginar es un antídoto contra el miedo, que la obsesión de Yehoshúa es la búsqueda de la identidad… Y, entre muchas cosas más,  que todos son activos defensores de la paz.

El fin de la ocupación israelí en los territorios en la Margen Occidental, el derecho de los árabes de Palestina y  el de los judíos de Israel a “un hogar”, son luchas y anhelos que sólo serán posibles desde el mutuo reconocimiento. Porque el error de ambas partes ha sido, para Oz, “la negación del Otro”. Quizá sean la literatura y el arte un punto de encuentro, porque como piensa Grossman: “no podemos darnos el lujo de la desesperanza”. Él mismo y Daniel Barenboim –quien convocó a la creación de una orquesta con músicos árabes e israelíes- quisieron en 2001 reunir en una mesa de negociación a palestinos e israelíes para que “ambos bandos reconocieran el sufrimiento que se habían infringido unos a otros “, porque los dos, en el fondo “desean un reconocimiento de su sufrimiento” y después de hablarse con el corazón, podrían llegar los abogados, los políticos y los soldados a ponerse de acuerdo. Aquello no prosperó, pero el puente de la literatura sí y los escritores narran sus intercambios literarios y acercamientos con escritores palestinos.

Para Oz (pags.99-100), la única solución es dividir la casa en dos departamentos pequeños, Dos Estados. Porque el conflicto, asegura, no es religioso, es simplemente “un asunto de bienes raíces”. Dice: “Lo más prometedor de la historia es esa capacidad que tenemos los seres humanos no sólo de sorprender a otros, sino de sorprendernos a nosotros mismos (…) La paz es imposible sin audacia y la vida nos da sorpresas. Yo sigo soñando con ella”.

Cuenta Grossman que uno de los primeros actos de soberanía propia fue su decisión, a los 14 años, de estudiar el árabe como segunda lengua. Ante la molestia de sus padres, señaló un mapa y dijo “vivimos aquí (…) rodeados de árabes. Necesito estudiar árabe para entender mi propia realidad”. Estudiar esa lengua, asegura, “me permitió comprender el hebreo. Son lenguas hermanas, espejo una de la otra”. Quería conocer la historia de los musulmanes, la situación política de los países árabes y leer el Corán “porque tenía claro que debíamos abrirnos unos a otros”.

Israel a cuatro voces es un libro lleno de ideas, de significados y de sabiduría sobre la condición humana, sobre el bien y el mal, que no sobre buenos y malos, porque como dice Grossman: La Bestia puede emerger “de cualquier criatura, si se alimenta con la comida correcta”, (pg. 40). O como agrega Oz: “No estoy interesado en los conflictos que se transparentan para ser blanco y negro, sino en las confrontaciones complejas entre gente buena: bueno contra bueno” (pg. 70). Es un libro, también, sobre la ética del artista, sobre el arte de la escritura, sobre el conocimiento como una herramienta para cambiar el mundo. A lo largo de este gran relato, se entreteje la historia de los escritores con la de sus personajes. Uno lee “la escritura es la posibilidad de abrir las entrañas de lo íntimo y dejar volar la imaginación con el corazón batiendo con fuerza” o “los escritores lo que hacemos es: traspasar, perforar el nombre y hacer que éste penetre hasta la carne. Que la palabra llegue a la carne” e imagina a la autora del libro, contagiada, escribiendo con la pasión en la punta de los dedos, atrapando su propio talento para alcanzar el nivel de sus entrevistados y alcanzar la altura de su poesía. O, como en el caso de Keret, cambiar el tono y abrirle la puerta al absurdo y al humor del inteligente y joven autor, aunque nos esté contando una tragedia.

Gracias a Silvia Cherem pude acercarme a Israel a través de sus escritores sin ir a la FIL. Y si bien lamenté no ver esa tarde, en la presentación del libro, a Keret con los zapatos de su padre, esos que usa cada vez que viaja para recordarlo, ahora le agradezco la invitación de estar aquí hoy. Para compartir con ustedes este libro, para felicitarla en persona y decirle que, a sus colegas en este oficio, nos ha dado una gran lección de audacia intelectual, de periodismo, y un gran aliento para alimentar la idea de que el género de la entrevista puede estar a la altura del arte.

 

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