El odio no es lo más peligroso. Lo más peligroso es la indiferencia

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GRACIAS A ELLOS ESTAMOS ACÁ
Historia de los judíos de Bulgaria y como un país se opuso al régimen Nazi

“Muy buenas tardes queridos amigos, querida familia, Sr. Dan Tartakovsky presidente de Bnei Brith México, Sr. Isaac Ajzen director de Diario Judío, Admirado y querido Francisco Martín Moreno, Roberto Banchik director de mi querida casa editorial Penguin Random House, excelentísima embajadora de Bulgaria en México Señora Milena Ivanova, honorables embajadores y dignatarios de los países pertenecientes al  International Holocaust Rememberance Alliance:

Es para mí un honor poder presentar mi libro El jardín Del Mar  precisamente en este día en el que se recuerda El Holocausto en todo el mundo, y ademas, hacerlo en esta embajada. Debo confesar que era uno de mis sueños desde el momento en que tecleé el primer capítulo. Este recinto simboliza la relación armónica de las diferencias, la humanidad del país que representa. Tolerancia no es aguantar, no es conceder o tener paciencia, la tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la diversidad, es la virtud que hace posible la paz. Un país pequeño de los Balcanes encontró la fuerza que potencias y pueblos, supuestamente desarrollados y poderosos, no pudieron: decirle que no a Hitler, que no mandaría a sus ciudadanos judíos como rebaño a la muerte. Tarea nada fácil, lo sé, y justamente por eso, porque le debemos a la memoria colectiva y a la construcción identitaria la permanencia de este acto del pueblo búlgaro en nuestra historia, nace este relato, El Jardín Del Mar, Morskata Gradina en búlgaro.


El odio no es lo más peligroso. Lo más peligroso es la indiferencia, dice la escritora Lauren Oliver. Después de leer esta frase, me atrevo a decir que lo que realmente distingue al hombre es la habilidad de sentir compasión por el otro y es justamente por ello que esta no es una novela más de la peor guerra que haya visto la humanidad. Esta es una historia extraordinaria que celebra que un pueblo entero no haya sido indiferente, celebra que a contracorriente de lo que sucedía en aquella Europa ensangrentada, Bulgaria decidió ennoblecer al hombre uniendo voluntades que permitieron ver, no sólo los principios de justicia, de derecho y de igualdad, sino también, y más importante aún, la humanidad y el respeto de la gente con la que estaban hermanados.

 

Ni el rey Boris 111, ni los obispos metropolitanos de la iglesia  ortodoxa, Stefan y Kiril , ni los intelectuales, ni los políticos, ni los vecinos ni los amigos permitieron hacer del odio una chispa incendiaria, una enfermedad contagiosa cargada de ese encono visceral que en realidad no tenía causa. El pueblo búlgaro no estaba dispuesto a manchar su historia  con la sangre de víctimas anónimas o de atrocidades o de fotografías sin pie de página, mucho menos con las que tenían nombre y apellido, aunque fueran de judíos.

Todo esto que les platico hoy aquí, no lo leí en un libro, ni lo vi en un documental, todo, es parte de mi vida, de mi legado familiar, de haber vivido a la sombra de una guerra que no viví, pero sí sentí. Una se descubre como hija de un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y la responsabilidad de transmitir se convierte en una misión. Así, la memoria precisa del pasado, y el constante cuestionamiento a través de los vívidos relatos de mi padre, aunados a mi deseo de honrarlos, se transformó en este texto, una novela que devela la inocencia que prevalece en medio de la desesperanza y del miedo. Un universo infantil confrontado con la peor crueldad imaginable. Una madurez forzada que fue tejiendo un entramado de imágenes y emociones contenidas en un pequeño de tan sólo 6 años. Los eventos traumáticos jamás se pudieron olvidar, pero el relato es contado desde un lugar muy especial, el de la gratitud, que mi padre me ha transmitido con detalle.  Más de siete décadas después de los sucesos, el agradecimiento sigue tan vigente como entonces, aún a su corta edad.

En la página 271 escribo: Nos entendimos en el tener que superar lo vivido para poder contemplar un futuro. Nos entendimos en la alegría de estar ahí, vivos, pero también en la responsabilidad de habernos convertido en testigos, y eso seríamos por lo que nos quedara de vida; testimonios vivos. Sabíamos que olvidar resultaría imposible, pero también sabíamos que era necesario expulsar la furia de la frustración que nos carcomía por dentro, para poder siquiera empezar la nueva búsqueda de felicidad; aunque lleváramos siempre la penumbra del luto por lo que pasó, y una sombra más aguda por lo que no pasó.  

Esta no es una historia más de la Segunda Guerra Mundial, esta se sale del común denominador, de lo que estaba sucediendo en el resto de un continente ensombrecido por el capricho de un hombre, suena conocido esto último ¿verdad? lo estamos volviendo a vivir, lo estamos mirando ahora en estremecedoras imágenes en tiempo real que nos recuerdan que como humanidad, hemos pasado por este dolor muchas veces antes y que tristemente, no hemos aprendido nada. El jardín del mar, Nuestro jardín del mar, mío y de mi padre, es la historia pocas veces contada de solidaridad en el temor, de humanidad en la desesperanza y en las pesadillas. La población búlgara se mancomunó con su prójimo, con nosotros; con hombres y mujeres  diferenciados solamente por   tener otra religión, pero ellos no permitieron que esa diferencia interviniera con su profundo sentido de piedad y con el cariño acuñado a través de cientos de años.

Como en todos mis libros, el sentido del olfato tiene una presencia fundamental. En esta novela, el aroma a rosas es irreemplazable; identifica a Bulgaria por sus rosas damascenas, y por ser su rozova dolina el lugar donde  se han cultivado durante siglos, y donde se produce el 85% del aceite de rosas que el mundo usa para la perfumería. Para mí y para esta historia, es un olor que posee un simbolismo muy especial. Es el aroma de mi abuela, el de Sofía, el de la mujer que como muchas en la guerra, se convirtió en la resistencia, una resistencia silenciosa. Quizá no luchó en el frente, ni con armas ni con fusiles, pero sí con una sonrisa fingida para aparentar que todo estaba bien ante sus hijos pequeños, luchó contra una nostalgia y una preocupación atormentadora por no saber si su esposo sobreviviría a los campos de trabajos forzados, peleo por llevar pan a la boca de sus niños hambrientos. Lo hizo muriendo por dentro pero resistiendo porque su familia era la fortaleza que ni la guerra más despiadada podría derribar. Como seguramente lo están haciendo miles de mujeres ucranianas en estos momentos. Escribo de mi abuela, hablo de ella, hoy, huelo a ella y le dedico esta presentación con las siguientes palabras de mi novela: “Una gota, una sola gota se colocaba con delicadeza detrás del lóbulo de la oreja. La vi hacerlo cada día, todos los días. Nuestra casa, la mascada que se ajustaba alrededor del cuello, y sus caricias como alas de mariposa revoloteando sobre mis mejillas, todo olía a rosas, a campo, a juventud, a pétalos recolectados en primavera. Aún lo llevo en mí, en una parte que resguarda los recuerdos olfativos, los que son capaces de volverte a anclar a un momento, a otro tiempo, a las nostalgias que se desparraman en una escena, allá, en algún rincón de la vida. Era el aroma de momentos que jamás podrían ser recuperados y que yo veneraba; era ese olor, el del último recuerdo entre parpadeo y parpadeo. El de significados infinitos. El que se introduce por la nariz y se aloja en el alma”

Mi abuelo Efraim fue un hombre extraordinario, un sobreviviente en toda la extensión de la palabra porque no solamente logró salir con vida de los campos de trabajos forzados después de tres años de sufrir hambrunas y extenuante desgaste físico y mental, pero logró algo que para mí ha sido su gran herencia familiar: decidió sobrevivir para vivir, sobrevivir para tratar de ser feliz, a pesar de la sombra de la guerra y de tener que volver a empezar, y lo hizo aplicando una primicia que aprendió en aquellos campos del horror: para lograr romper una piedra, hay que pegarle muchas veces a la misma, no ir saltando de una en otra. Perseverancia, perseverancia en todo lo que hizo, desde entregar el metro cúbico de piedra desmoronada exigido diariamente por los kapos, hasta regresar a Varna en diferentes ocasiones durante la era comunista para ayudar a quienes en su momento lo ayudaron a él. Por más exitoso que fue ya en este México que lo recibió generosamente junto con su familia, jamás olvidó y nunca dejó de ser agradecido. Y leo: Efraim se negó a caer en ese abandono del orgullo, en la pérdida de dignidad. Él contaría su historia. Cuando todo esto terminara. Lejos, sería lejos de este infierno que la contaría. Resistiría los silencios, los vacíos, el hambre. Resistiría las noches glaciales. La nostalgia atorada en la faringe. Nada que hacer. Se propuso como obligación sobrevivir. Sobrevivir para contar. Todo para contar su historia.

El privilegio de estar el día de hoy con mi papá frente a todos ustedes, justamente en esta embajada, justamente en el marco de la conmemoración de Yom Hashoa , el día de recuerdo del Holocausto, será sin duda, una postal para siempre en mi memoria, un regalo que agradeceré mientras viva. El pequeño Alberto, el que se convirtió en el hombre de la casa a los seis años, el que fingió no tener hambre para que su mamá  y su hermano comieran un trozo más grande de la única papa que compartirían al día, el que creía que era más apiñonado que sus vecinos porque como judío llevaba meses sin tomar leche, el que probó un gajo de naranja y guardó las cáscaras en el bolsillo de su pantalón para seguir saboreando la fruta aunque fuera solamente a través de su aroma. Ese pequeño es el testimonio vivo de la humanidad de un pueblo, es el protagonista de El jardín del mar y es mi padre, el pequeño Alberto.

En su nombre, en el de mi mamá, Mery, extraordinaria mujer, el de mis abuelos o gran papás como les gustaba que les dijéramos Efraim y Sofía que en paz descansen, en el de mis hermanas, en el de mis hijos y en el de mis nietos, le pido querida Milena ser la vocera del profundo agradecimiento que sentimos por Bulgaria a la que esta familia méxico/búlgara llevamos en el corazón ahora y por generaciones por venir. Somos los herederos de esta historia y seremos siempre custodios de su memoria porque ustedes no permitieron que acabáramos en las fosas comunes en donde no se alcanzaría a distinguir un hombre de una mujer, en donde todos serían huesos sin nombre tras gritar y jadear en agonía. No fuimos cadáveres exhaustos que habrían de morir en el anonimato ante las masacres diarias, después de haber vivido tratando de dejar un buen apellido que enorgulleciera a la generación que nunca nacería. Gracias, para siempre gracias.

El gran Elias Canetti, el primo de mi abuela Sofía, considerado una de las voces más lúcidas del siglo XX escribió: “Nadie conoce toda la amargura de lo que aguarda en el futuro. Y si de pronto apareciera como en un sueño, la llegaríamos apartando los ojos de ella. A eso le llamamos esperanza” Y la esperanza fue lo que prevaleció, aun en los momentos más difíciles. La esperanza de sobrevivir, y de lograr, la ansiada esperanza de llegar a México para reunirse con el resto de la familia que ya vivía en este generoso país. 

Por último pero no menos importante, todo lo contrario, agradezco a Roberto Banchik, a mi editora Eloisa Nava y a Penguin Random House por haberle dado casa a mi historia.

A Francisco Martin Moreno, gracias por el halago de tus palabras y por haberte tomado el tiempo, en tu ocupada agenda de leer este relato desde ese lugar que nos une como escritores con una historia compartida.  A mis colegas y amigas escritoras, y a las grandes promotoras de la lectura, su presencia y apoyo me es siempre muy importante. Gracias a la excelentísima embajadora Milena Ivanova, al cónsul Simeon Apostolov y al equipo de la embajada dirigido por Jimena Valdés, por recibirnos en esta sede maravillosa que cumple una de mis grandes ilusiones.

Porque quiero cerrar con broche de oro, agradezco a mis hijos Alejandro, Lisa y Arturo, a Sandy, Rafael y Melina porque me hacen pensar que las noches de desvelos escribiendo valen la pena, que están orgullosos de nuestra historia familiar y que sus hijos, mis adorados nietos la custodiarán. A mi esposo, Moises Goldberg, el hombre gracias a quien hoy soy lo que toda la vida quise ser, una escritora, una contadora de historias que inspiren a que seamos mejores. Gracias por siempre creer en mí, por ser cómplice, por tenerme paciencia, darme mi espacio pero también compartirlo con prudencia. Por ser mi primer lector y llenarme de sabia y amorosa retroalimentación. Gracias por imaginar conmigo y luego recorrer el camino tomándome la mano.

Recuerdo emocionada la tarde que escribí este párrafo que cierra con la pregunta más compleja que me he hecho nunca: “Y así, al mundo se le marcó la arruga más profunda. La que con esa mirada cansada por ver desde hace siglos la crueldad del hombre permanece estéril. ¿Es que no hemos aprendido nada?

Creo que a través de El jardín del mar, tenemos mucho que aprender del pueblo de Bulgaria.

Por los millones que desaparecieron. Por los que sobrevivieron, que sus historias no sean olvidadas.

Gracias a todos ustedes por estar aquí y acompañarme en esta emotiva velada.

Palabras de Sophie Goldberg durante el evento en la Embajada de Bulgaria de Yom Hashoa de Bnai Brith y la presentación del libro El Jardín del Mal

¿Qué tienen en común Bulgaria Bnai Brith el Jardín del Mar, Hasta pronto, Diariojudio y Treblinka ?

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