“Judios por Herencia, Mexicanos por Florecer” Libro de Paloma Cung Sulkin

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Nuevamente hoy, aquí, estamos reunidos en el Auditorio Jaime Torres Bodet –tres años, dos meses y 12 días después, ¿un déjà vu? –, festejando una obra monumental de Paloma Cung Sulkin. En aquel ayer celebrábamos que en México tenemos tierra para echar raíces; hoy, que los judíos hemos podido florecer en esta misma tierra de nopales y cempasúchitl, de nostalgia y poesía, de trajineras que surcan el futuro.

Cabe preguntarse, ¿será Paloma Cung Sulkin, la autora de Judíos por herencia. Mexicanos por florecer, de aquellos creadores cuyas obras son variantes de un mismo lienzo? ¿Autores que pasan la vida retransitando una temática que los inquieta o lastima? ¿Concibiendo, tachando y reescribiendo páginas obsesivas en torno a un concepto multiplicado que los martiriza, excavando sin tregua para responder preguntas torales?


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La contestación a bote pronto sería un no rotundo, porque su trayectoria ha sido una composición polifónica, inquieta y variada. Estudió para lererke con Abraham y Rivke Golomb y Tuvie Maizel –vacas sagradas idishistas que insistían con obsesión que el idioma englobaba un mundo, una mística, un pueblo y una identidad. Y luego Sociología en la UNAM, donde se nutrió de un mundo de apertura para florecer en libertad fuera del capullo, y comenzar su fecundo transitar entre preguntas e identidades.

Fue parte de encumbrados talleres literarios. Creó la revista Aquí estamos con Esther Seligson. Participó como coautora de Imágenes de un encuentro, la presencia judía en México. Consiguió que la revista Blanco Móvil, editada por Eduardo Mosches, dedicara un número que ella coordinó sobre la poesía idish. Concibió y dirigió el video “Viaje alrededor de la casa”, tras viajar a Palanga con su mamá y hermanos, en aquel periplo en el que su madre pudo cerrar las heridas que durante más de siete décadas permanecieron sangrantes. Publicó el libro Tierra para echar raíces. Cementerios judíos en México, que aquí en este mismo espacio presentamos. Y, simultáneamente, durante quince años se dedicó a crear diseños de artes decorativas en vidrio.

Picó por aquí y por allá: sociología, literatura, judíos, idish, cementerios, raíces, historia, diseño, relaciones públicas… Y, sin embargo, si miramos con detenimiento, paso tras paso, década tras década, Paloma ha encaminado su trajinar, seguramente sin conciencia clara, a dar forma a este lienzo único en el que hoy dibuja a plenitud todas sus inquietudes previas como autora del palimpsesto de su generación: Judíos por herencia. Mexicanos por florecer.

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Un mosaico en el que las imágenes, las palabras y las nostalgias encuentran su sitio exacto, galopando entre lo individual y lo colectivo. Una obra magistralmente diseñada por Ricardo Salas y su equipo de Frontespizio –Paloma, creadora y diseñadora, que bien sabe distinguir lo estético, tenía claro lo que buscaba, no se conformaría con menos.

Con los sustantivos que ha abordado siempre: identidad, pertenencia, exilio, cultura errante, patria, origen, alteridad, idioma materno, arraigo y desarraigo, da voz a la primera generación de judíos nacidos en México. Una generación desatendida que, aparentemente, no vivió “nada heroico”: no tuvieron que inmigrar, no cruzaron el desconocido mar dejando un vacío en casa, no sobrevivieron la guerra, no fundaron Israel, no son protagonistas del auge del sionismo ni estuvieron tatuados con el marasmo de dolor, culpa y silencio que trajo consigo el Holocausto. Como dice Feierstein, en una cita que retoma la autora: “son la generación del desierto, jóvenes que llegaron tarde a sus citas con la historia”.

Fueron simplemente hijos de inmigrantes judíos que llegaron de distintas latitudes, niños que nacieron en México entre 1930 y 1950, “güeritos” que crecieron sin abuelos y sin raíces, que hicieron esfuerzos para integrar lo judío a un entorno cristiano de piel morena. Unificados en el desconcierto, nacieron en cuanto “a patria como hojas en blanco”.

Niños que crecieron en vecindades jugando al trompo, a los huesitos y a la lotería con el hijo del electricista, del torero que salía con traje de luces, o del marchante que vendía zapotes o guayabas en el mercado de La Merced.

Niños que rezaron en el shul de Justo Sierra y migraron, tiempo después, de Jesús María a la Hipódromo Condesa, a la Roma, Narvarte y Del Valle. Niños polacos o rusos, como les llamaban, que vestían choclos bicolores, disfrutaban vacaciones familiares en Cuautla o en los balnearios de Agua Hedionda. Niños que asistían a las luchas, que aprendieron a cantar serenatas, que guardaban sus domingos para asistir a las permanencias voluntarias del cine, que festejaban los quince años con vestidos pomposos y un séquito de chambelanes-cadetes.

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Niños que partían piñatas y pedían posada en Navidad. Niños que conocieron el español a través de sus nanas indígenas –Eufrasias, Etelvinas y Clotildes, cobijadas en un mundo redentor de magia y superstición–, personajes cruciales en la asimilación de lo mexicano, mujeres que, en muchos casos, llevaron a bautizar a los pequeñitos a su cargo, a fin de salvar sus almas del infierno esperado. Niños que escucharon en algún sermón dominical que los judíos eran los-culpables-de-haber-crucificado-a-Jesús. Niños judíos asfixiados en el silencio, temerosos de divulgar el secreto de su identidad.

Niños que conjuraron la soledad en la calle, reconociendo que su judaísmo resultaba un traje incómodo en un México católico y guadalupano. Niños que fueron construyendo su presente con cascajos de silencio, que se deslindaron de su historia, que perdieron la lengua de sus padres, heredaron cenotes de silencio, se mecieron en su herencia y buscaron pertenencia bajo el cobijo colorido del zarape mexicano…

Yo conocí a Paloma en 1989 o 1990, me conmovían sus lágrimas cada vez que traducía algún poema de Jacobo Glantz, de Isaac Berliner o de Moshe Rosenberg, y llegaba a leérnoslo a la oficina de Tribuna Israelita, donde entonces nos reuníamos acumulando fotos antiguas borradas por el tiempo. Formábamos parte del equipo de aquel gran libro Imágenes de un encuentro. La presencia judía en México, un libro que hoy es referente obligado.

Especialmente lloraba y enmudecía con “las perlas escogidas” que Glantz le escribió en idish, en 1928, a su hija Margo, en las que lamentaba no tener pasado en común con ella, porque se perdió el idioma y la identidad: “Soy un libro cerrado para ti/quizá nunca se abrirá/ crucé la frontera/ cargada mi palabra de aflicción/ y puede ser/ que te lastime hija mía/ y a ti, mi nieta, también. / Sé de seguro, lo sé / que ni tú ni nadie / concederá una mirada / a mi poema / a pesar de que mi palabra y mi rima / meticuloso valoré / como perlas escogidas para ti… / Más amado te es/ el idioma ajeno / aún si su palabra y su canción / no suena para ti / con fe judía./ Estoy parado ante ti/ ahora/ como un sauce encorvado / sobre el río primaveral / que se desliza lejos/ hacia el mar del tiempo/ en el mar del tiempo”.

Yo no entendía a cabalidad por qué Paloma lloraba, me conmovía su nostalgia al tocar esa lengua del ayer que contenía un mundo de cenizas. Todas nosotras, coautoras del libro, hurgábamos con manía los closets y baúles de todos nuestros conocidos a fin de escarbar la historia, de hallar documentos y diarios, fotografías empolvadas. Aprendíamos a mirar los guiños, poníamos atención en las sombras, descubríamos los sonidos que encierra el silencio. Aquella obra monumental selló nuestra amistad para compartir cariño y fecundas historias individuales.

En 1992, al terminar Imágenes, todas devolvimos los materiales; todas, menos Paloma. Ella se quedó con tesoros familiares que le habían sido encomendados. Durante más de veinte años empollo lo kitsch, las muestras gozosas de humor que tanto se empeñó en incluir en nuestro libro y que la rigidez de entonces lo impidió. Las cartisei berajot, las tarjetitas del 10 de mayo, los avioncitos con paisaje en los que uno metía la cara en el Zócalo o la Villa, la caligrafía a mano, las casas de judíos en rancherías con el tractor y el caballo, las niñas con moñotes en la cabeza, las princesas sosteniendo con las manos sus tutús de fiesta, la caja de matzá en una trajinera en Xochimilco, las medias noches y los pasteles de innumerables pisos, los charritos y las chinas poblanas.

Paloma se cambió de casa y se llevó consigo su botín. Todo lo cursi y antisolemne, lo no oficial, el guiño capturado la conmovían al grado de no poder desprenderse de ellas. “Las pedí prestadas, ya las voy a devolver”, decía cuando la cuestionábamos. Pero regresarlas era perderlas y Paloma aún fabricaba en su cabeza algo más, no sabía qué.

Durante dos décadas, acumuló fotos y textos, artículos de la ciudad de México, alusiones a la inmigración, al idioma y al exilio. Entrevistó a miembros de su generación. Todo fue sirviendo para ir armando la trama, el racimo de palabras y de imágenes que dan fe de su paso por el mundo, de sus inquietudes personales para convertirse en la cronista de su tiempo.

Este libro: Judíos por herencia. Mexicanos por florecer, conciencia poética del transitar de una generación –un libro con el que la Kehilá Ashkenazí se engalana en su celebración de 90 años–, rasga el silencio en un juego de espejos: lo mexicano y lo judío, el mundo de ayer y el de hoy, el paso de la incomodidad identitaria al orgullo.

Retomando a Hellen Cixous: “esto que te da para escribir fue la lava, la sangre, las lágrimas que hay en todos”… Con ellos, Paloma, soldaste los pedazos dispersos del cuerpo colectivo. Ya no te tienes que fragmentar más, ya no hay que acallar el pasado como si manchara. Se acabó la búsqueda. En estas páginas te reconcilias con las inquietudes de tu trajinar, con las dudas y la melancolía, con la lengua y el paisaje, con el mundo que quedó atrás y con el México generoso.

No hay que escamotear más la herencia cultural ni sacrificarla para pertenecer. Legas, Paloma, a las generaciones venideras este hermosísimo testimonio. Será además especialmente gozoso para tus buenos amigos, aquellos que te prestaron fotos hace veinte años y que sirvieron para cultivar fruto en un árbol frondoso. Seguramente se los regresarás mañana, quizá pasado mañana, a menos que…

MUCHAS GRACIAS

Acerca de Silvia Cherem

Es Premio Nacional de Periodismo 2005 en la categoría de Crónica, por la serie “Yo sobreviví al tsunami”, y tres veces semifinalista del Premio Nuevo Periodismo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, presidida por Gabriel García Márquez. Publica crónicas seriadas, entrevistas de largo aliento y reportajes especiales de temáticas nacionales e internacionales de índole cultural, política, científica y social, especialmente en los periódicos del Grupo Reforma. Es autora de: Entre la historia y la memoria (Conaculta, 2000), Trazos y revelaciones. Entrevistas a diez pintores mexicanos (FCE, 2004), Una vida por la palabra. Entrevista a Sergio Ramírez (FCE, 2004), Examen final. La educación en México 2000?2006 (Crefal, 2006), Al grano. Vida y visión de los fundadores de Bimbo (Khálida Editores 2008) y Por la izquierda. Medio siglo de historias en el periodismo mexicano contadas por Granados Chapa (Khálida Editores, 2010). Su entrevista a Octavio Paz titulada “Soy otro, soy muchos”, forma parte del Tomo 15 de las Obras completas del Nobel de Literatura.

1 comentario en «“Judios por Herencia, Mexicanos por Florecer” Libro de Paloma Cung Sulkin»
  1. Como miembro de la generacion a quienes el libro se refiere (Mi nombre es David Lazdeiski (hebraizado Livne)y soy hijo de quien fuera por largos anos el director de Der Weg y secretario ejecutivo del Comite Central, Jaim Lazdeiski) se me hace sumamente interesante e importante leer este libro de Paloma Cung, a quien recuerdo (vagamente) de nuestra ninez en la primaria de la escuela Yavne (ya llevo mas de 40 anos en Israel….).
    Les suplico comunicarme como puedo adquirir este libro.
    David Livne, Rehovot, Israel
    [email protected]

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