
Discurso pronunciado por el Sr. José Rubinstein.
Quienes aquí estamos, hemos sido convocados por el agradecimiento de un generoso alumno, que luego de 50 años de haberse acercado a quien se convertiría en su mentor, decidió publicar y compartir lo aprendido.
Soy de la idea que la más pródiga memoria es incapaz de retener intacto lo ocurrido medio siglo atrás, por lo que intuyo que seguramente parte del contenido de la obra que hoy presentamos debe de ser producto de la mente del autor.
Me refiero a Horacio Jinich, joven estudiante de medicina en los años 50´s del pasado siglo, que una noche como cualquier otra, saliendo de la facultad de medicina, en la esquina de Brasil y Venezuela, inmueble que alguna vez albergó a la inquisición, deambulando por las calles del centro de la ciudad, pasó por Cuba 81, sede del instituto cultural y social de la comunidad, al cual instintivamente entró, alcanzando a escuchar al fondo la voz clara y fuerte de un conferencista con un amplio dominio del español. Horacio se acercó y se incorporó al grupo de escuchas, observando a un ponente de algunos 45 años de edad, de mediana estatura, traje arrugado y cabeza rasurada. En cierto momento de la disertación, Horacio emitió una risa, a la cual el alerta conferencista respondió: ¡se ríe Usted! Pero ¿sabe usted por qué se ríe?
Finalizando el evento, Horacio se dirigió al frente y es allí donde entabló el primer contacto con quien en adelante ejercería una determinante influencia en su vida, Samuel Lieberman.
Horacio junto con un contado grupo de amigos, de entre quienes podemos citar a Moisés Zarquin, Alfredo Konisberg y Saúl Lokier, se acercaron a la mente lúcida del filósofo autodidacta que para llegar a México procedente de Viena a encontrarse con su novia, aprendió por el método Berlitz su sexto idioma, el español. Sin mayor título que el ser un notable observador de la conducta y reacciones humanas, Samuel Lieberman, tal como Aristóteles solía hacerlo con sus discípulos en la escuela peripatética, charlaba con sus jóvenes alumnos y amigos en trayectos por sitios diversos, como la alameda y otros parques e incluso el balneario de Tehuacán. Esta especial relación se extendió a lo largo de 20 años en que Don Samuel se fue a vivir a Israel.
Cabe destacar la peculiar actividad de Samuel Lieberman, quien por las mañanas junto con su señora, con quien llegó a procrear 6 hijos, atendían el mostrador de su tlapalería y por las tardes, me figuro que como cuando Clark Kent se convertía en Superman, nuestro personaje de hoy, se transformaba, dando presencia al filósofo que captaba y a la vez esparcía conocimientos.
Mi primer acercamiento con Horacio Jinich, precedido de justificada fama como notable médico: ¿qué se sabe saber que sabe?/ su parca y humilde respuesta: si sé, pero que no sé./ de allí en adelante se desarrolló una intensa y continua relación, ya no decimos epistolar, sino vía correo electrónico, en la cual descubrí estar frente a un personaje de cultura universal cuyo conocimiento rebasa por mucho el ámbito de la medicina. Basta mencionar su erudición y sensibilidad en torno a la música. El médico humanista Horacio Jinich considera parte esencial de la curación, el trato directo y afectivo con el enfermo. Menciono que uno de los libros escritos por el Dr. Jinich, relativo a medicina clínica, texto oficial en universidades, es conocido como “el Jinich”.
Otro significativo momento casual o causal, hilado a la presente narrativa, me ocurrió al estar frente a Amós Lieberman tomando un café y que de la nada, éste colocara sobre la mesa 3 distintos libros que guardaba bajo su brazo y que uno de ellos trajera como autor justamente a Horacio Jinich. Se trataba de la primera edición de los “diálogos filosóficos de Samuel Lieberman” editado hace 10 años en un reducido número de ejemplares y cuya segunda edición, corregida y aumentada hoy aquí presentamos.
En cuanto me fue posible, contacté con Horacio, solicitándole un ejemplar del libro, cuya materia era radicalmente distinta a la suya. Conforme avanzaba yo en la lectura de dichos diálogos, me surgían dudas acerca del contenido, pero a la vez, sobre el personaje que resultó ser Samuel Lieberman, rompecabezas cuyas piezas he venido reuniendo, buscando acercarme a la vida y circunstancia de una singular figura cuyos conceptos relativos a la conducta humana están vertidos en los diálogos que hoy presentamos. Decía Lieberman que para tener éxito en la vida se requieren 3 condiciones:
- Buena cabeza
- Mucho esfuerzo
- Buena suerte
Pero si se tiene buena suerte, las otras 2 no son necesarias.
De alguna manera y con las proporciones guardadas Horacio Jinich se convirtió en mí, lo que Samuel Lieberman a él. La humildad, sensibilidad, sentido del humor, claridad mental, asertividad y cultura universal de éste médico de 9 décadas y quien por razones más emotivas que por méritos míos, me ha distinguido como hijo intelectual, aunado a la satisfacción de que el libro tomara forma, significa para mí un honroso premio en mi camino que me llena de indescriptible orgullo.
Saludo la devoción y lealtad del entonces alumno y hoy maestro, Horacio Jinich, hacia su mentor Samuel Lieberman, singular estudioso del hombre y del porqué de sus emociones y conducta.
Discurso pronunciado por Silvia Cherem S.
Horacio Jinich, durante su vida productiva como médico, escribió cerca de ocho libros académicos de medicina clínica, incluyendo investigaciones sesudas sobre el dolor, la gastroenterología, las enfermedades del hígado, la electrografía y el diagnóstico—Signos y síntomas cardinales de las enfermedades cuenta ya con más de seis ediciones y sigue siendo material de estudio en las facultades de Medicina de nuestro país—, pero, pienso yo que, quizá, ninguno de estos libros refleja con mayor profundidad la personalidad del Doctor Jinich como Diálogos filosóficos de Samuel Lieberman, la obra que hoy presentamos en una segunda edición revisada y ampliada, que se suma a la que fue presentada hace una década.
Lo afirmo no porque este volumen sea un docto compendio de filosofía, ni una obra medular que dé respuestas unívocas al entendimiento de la existencia, del conocimiento, la verdad o la moral, sino precisamente por lo que no quedó escrito en sus páginas. Por el gesto no verbal que sirvió como fuente de inspiración: ser un canto de gratitud de un hombre nonagenario a su maestro. Jinich honra a la figura tutelar que lo formó al salir de la adolescencia, al maestro que lo incitó a cuestionarse, al amigo de tertulias que lo condujo a pensar de manera crítica y a abordar los temas científicos y filosóficos desde una margen diferente.
A través de las páginas de este libro, permeado de la conmovedora modestia del autor, Horacio Jinich pretende dar vigencia al pensamiento de Samuel Lieberman, un hombre autodidacta sin formación universitaria o académica, un brillante líder que supo acoger a sus alumnos.
Horacio lo conoció casualmente, en aquella época en la que los estudios clínicos aún rozaban en lo rudimentario; me cuenta Horacio que, por ejemplo la gastroscopía era entonces una prueba para valientes que, arropados por varios fornidos enfermeros, se dejaban introducir un tubo metálico en su esófago. En aquella década de 1940 estaba él a punto de recibirse en la Facultad de Medicina de la UNAM, entonces ubicada en la vieja plaza de Santo Domingo. Salió de estudiar y desvió sus pasos al Centro Cultural Israelita, ubicado a unas calles, en Cuba # 81.
Casi nunca iba, no sabe qué lo encaminó a ese sitio donde, casualmente, Samuel, vestido con un traje viejo y mal planchado, disertaba con emotividad e impecable dicción sobre el socialismo. Lieberman no tenía adeptos entonces. Por carecer de estudios académicos, los intelectuales de la Kehilá Ashkenazí —que en su mayoría habían emigrado de Europa Oriental y contaban con estudios en el Gymnasium— lo veían con menosprecio. Con contundencia, esgrimía comentarios lógicos, pero los sabios de la comunidad se mostraban hostiles, lo desacreditaban ninguneándolo. No así los jóvenes como Horacio que encontraron un manantial de sabia fresca de donde mamar conocimientos.
Ese día, para Horacio, fue un parteaguas. Algo aguijoneó su ser, buscó a Lieberman al terminar su disertación y junto con un par de amigos, pronto ya estaba en su humilde apartamento en la calle de Paraguay, buscando aprender del maestro. Curiosamente, decoraba la pared de aquel modesto piso, un retrato de Benito Juárez y dos banderas mexicanas.
Pronto se sumaron más jóvenes, eran un grupo de seis. Entre ellos, Saúl Lockier, colaborador del periódico Der Weg y quien sería redactor de la Enciclopedia Judaica de México. Me dice Jinich: “Saúl era el más preparado para entenderlo, pero, sin duda, yo era el más apasionado de todos. Fui el más curioso, el más fiel, el que escribió las memorias de Samuel… Era una necesidad total de dialogar, de contestar preguntas, de buscar respuestas. Lieberman influyó en mi vida de manera total. Fue la continuidad del ejemplo de mi padre, en cuanto a lecciones de comportamiento moral y filosófico”.
Samuel Lieberman había nacido en un pequeño poblado de Polonia, cerca de Austria y su educación se limitó a ser de carácter religioso. Era modesto e inteligente, brillante en matemáticas, guapo, mujeriego y con gran sentido del humor. “Un sabio triste no es sabio”, bien decía.
Había huido de su pueblo en los albores de la Primera Guerra Mundial porque tuvo algún problema con una mujer y ello lo obligó a buscar refugió en la frontera entre Polonia y Austria, viviendo en absoluta pobreza. Un buen día se acordó que había tenido una novia judía que había inmigrado a México, vivía en Zacatecas, la buscó por carta, recibió un boleto para migrar y aquí en la capital finalmente se casó con ella.
Vivió en aquella vecindad en la calle de Paraguay, en el Centro Histórico, a unas cuadras de su negocio: la tlapalería La Paleta Moderna. Cada noche regresaba a su casa con el overol embadurnado de pintura y cemento, se bañaba, se rasuraba el coco a ras, y pasaba entonces horas de vigilia adentrado en las páginas de Aristóteles o Hume, Descartes y Stuart Mill. Una o dos veces por semana esperaba a su devoto clan de alumnos-seguidores. Cito a Horacio: “Nos decía que es mucho mayor el deseo de la vaca de dar su leche, que la necesidad de la ternerita de beberla. Tenía sed de darnos sus conocimientos y, especialmente yo, lo visitaba muy a menudo”.
En aquella década de 1940, la guerra estaba en curso y muy pronto se supo del horror del Holocausto. Para Lieberman, como para la mayor parte del pueblo judío, ello fue una prueba de fuego que jamás pudo superar. Su familia, junto con todos los judíos del pueblo, se resguardó en la sinagoga. Los polacos, enardecidos de odio, los quemaron a todos vivos dentro de aquel recinto sagrado. Lieberman se lamentaba con Horacio: “Ellos eran buenos y murieron, y yo, que hice algo malo, que cometí un error lamentable en mi vida, me salvé. ¿Dónde está la lógica?”.
A Horacio aún hoy lo persiguen los recuerdos. Las memorias de cada diálogo con su mentor y amigo. La profundidad de su pensamiento. Las caminatas con su Cicerón en la Alameda. Las presencia de Lieberman en casa de los Jinich cada seder de Pésaj, cena de Rosh Hashaná o Yom Kipur. Las constantes visitas que Horacio le hizo a Lieberman en Israel, porque ahí migró en la década de 1960. La muerte de su maestro en San José, Costa Rica, a donde vivió sus últimos años en casa de su hija Clara, cuando ya había fallecido su esposa.
“Los recuerdos son nítidos, no desaparecen”, me dice. Recuerda, por ejemplo, que él ya era médico y Samuel, siendo totalmente autodidacta, le insistía que la úlcera podía ser producto de un microbio. Horacio, docto en el psicoanálisis y las doctrinas psicológicas muy en boga entonces, le insistía que era más probable que aquellas llagas del tracto digestivo obedecieran a causas emocionales. Samuel no vivió para saberlo, pero finalmente tuvo razón: años después se sabría que las úlceras son producto del helicobacter… “Era un hombre genial, su recuerdo ronda mis pensamientos. Siento una imperiosa necesidad de mantenerlo vivo, de agradecerle”.
Consciente que la vida no es más que un paso “de la nada a la nada”, “un relámpago entre dos infinitos de tinieblas”, como fiel discípulo, Horacio se empeña en preservar la voz crítica de su maestro. “Mi obligación moral es sostener su nombre, honrar su memoria”, me dice.
No sólo escribió Horacio estos Diálogos filosóficos de Samuel Lieberman en partida doble, sino que además encuadernó todos los documentos que heredó de él, todas las notas de los encuentros, ordenó las grabaciones y las cartas, atesoró los recuerdos, y todo ello se lo entregó a Amos Lieberman, nieto de Samuel, que hoy nos acompaña, a fin de que él pueda continuar el legado de su abuelo.
Es curioso, pienso yo, si no fuera por Horacio, pocos sabríamos hoy de Lieberman. Para nosotros, el propio Jinich, por su sabiduría, vocación y modestia, por el humanismo que impregnó a su profesión, por su nobleza espiritual, ha escalado entre nosotros, sus congéneres, un sitio aún más encumbrado que el de su maestro.
Para mí, el protagonista de esta noche no es Lieberman, sino Horacio Jinich, un excéntrico alpinista de cumbres en el ámbito de la ciencia y la filosofía, un hombre frágil y humano, uno de los galenos más destacados del país, un joven inquieto de noventa años que piensa, sana, escucha, se cuestiona y a lo largo de su productiva vida ha tendido la mano a sus congéneres con humildad y sabiduría. Un mentchn abnegado, de puertas abiertas, un estudioso que a través de la medicina encontró un camino para ayudar al prójimo y dar sentido a su vida.
Su estirpe le dio buenos genes. Es descendiente de Isaac Abravanel, el teólogo, comentarista bíblico y empresario que en el siglo XV fue consejero de los reyes de Portugal, Castilla y Napoles, y de la República de Venecia. Y del Gaón de Vilna, el erudito del Talmud y la Cabalá, una de las mayores autoridades halájicas quien, en el siglo XVIII, aseveraba que el buen estudio de la Torá se complementa necesariamente con estudios seculares. El Rabino Elija ben Shlomó Zalman Kremer, mejor conocido como el Gaón de Vilna, no sólo estudió Torá y Talmud, sino también gramática hebrea, geometría, álgebra y astronomía.
Tuvo él varios hijos y una hija: Jina, la tatarabuela de Horacio, muy admirada en la región por sus conocimientos e inteligencia, al grado que la apodaban la rabina. Cuando a principios de 1800 el gobierno ruso obligó a sus súbditos a tener apellidos, la familia de Jina, en lugar de buscar como apelativo una profesión, decidió honrar a la matriarca colocándole a su nombre el sufijo ich, hijo de… en ruso, de donde el bisabuelo de Horacio se ganó el apellido Jinich, es decir hijo de Jina.
El papá de Horacio, Elías Jaim Jinich, nació en Starobin, hoy Bielorrusia, ciudad cuyo nombre significa “cien rabinos”. El mayor de nueve hermanos, estudió para rabino, pero, a punto de titularse, influido por la Haskalá, se dio cuenta que no contaba con suficiente pasión para ser rabino y se volcó al estudio del hebreo, del Talmud y de la historia secular del pueblo judío, dedicando su vida a la docencia. En 1913 se casó con Zelda, la madre de Horacio, ella se embarazó de su primogénito, pero la dicha de la pareja no duró. Elías fue obligado a reclutarse para participar en la Primera Guerra Mundial y, sin noticias, ella pasó cuatro años criando a su niño en soledad. Cuando él regresó a casa, en 1919, deprimido y traumatizado por la guerra, Rusia había vivido su propia revolución, los bolcheviques estaban en el poder, se padecían hambrunas, pogroms y las epidemias de tifo brotaban por doquier.
Elías, el padre de Horacio, se dispuso a migrar en 1922. Recibió dos invitaciones. Por ser un notable conocedor de la lengua hebrea, la Universidad Hebrea de Jerusalem lo invitó como profesor para coadyuvar a la modernización de la lengua. La otra, que fue la que aceptó, fue de su hermano Abraham, dentista graduado en Columbia University, quien en México había hecho una fortuna importando productos y maquinaria dental desde Estados Unidos, misma que le permitió traer a la capital mexicana a toda su familia en la década de 1920. Los salvó a todos. Nueve hermanos con sus respectivos hijos.
Horacio, quien se distinguió desde niño en los estudios por su puntual memoria y su capacidad de razonar, nació en México en 1923. Fue nueve años menor que su hermano Jacobo, nacido en Bielorrusia, y cuatro años mayor que el tercer hijo, Moisés, quien sería futbolista de primera división y otorrinolaringólogo.
Elías Jinich, el padre, fue un pésimo comerciante y la familia vivió penurias económicas que, afortunadamente, no hicieron mella en la crianza de los hijos. Horacio, cuyos trajes eran remiendos de los de su tío, pasaba sus días en las bibliotecas públicas, ávido de conocimiento. Gran lector fue siempre el primero de la clase: en la primaria Miravalles, ubicada en las calles de Durango; en la Secundaria #3, donde compartió ser el mejor alumno con Luis Echeverría; y ya luego en la facultad de Medicina.
La medicina le permitió rondar las cumbres del éxito. Aunque no fue la motivación, le dio prestigio, fama y posibilidades económicas. Investido del poder sagrado de sanar, Horacio nunca perdió el piso. La calidez en su trato era oculto elixir, paliativo para curar. No en balde, llegaría a ser el médico y el amigo íntimo de personalidades de la política y los espectáculos, como la diva María Félix, y de gran parte de la comunidad judía.
Su éxito obedeció a su ojo clínico, pero, sobre todo, a la intuición que heredó de su madre —de quien fue cercanísimo—, a su visión holística de cuerpo y alma estrechamente entretejidos, y a su calidad humana. Para él, la enfermedad no es la reducción a un aparato descompuesto que implica sustituir una parte por otra. Lejos de ello. Sus pacientes y aquí hoy lo comprobamos, aluden a la amorosa cercanía con la que los escuchaba y aconsejaba como un terapeuta que sanaba no sólo con medicamentos, sino con consejos y fe. Amigo de psicoanalistas, entendía que el ser humano es un todo: no sólo apelaba a curar a la enfermedad, sino al enfermo, brindándole herramientas para sanar. Brindaba amistad, esperanza y futuro.
Con la medicina a cuestas, Horacio ha podido ser un judío errante, un prestigiado judío capaz de ganarse la vida, en México, en sus idas y vueltas a Estados Unidos, y especialmente en San Diego, donde desde 1986 y hasta hace un par de años, antes de retirarse porque la falta de memoria a veces lo doblega, fue profesor universitario y médico practicante con un récord intachable.
Miembro de la Academia Nacional de Medicina, se le reconoce por haber sido uno de los médicos que más han luchado en nuestro país por dar a conocer el humanismo en la medicina. Ha sido de quienes sostienen que la ciencia y el humanismo no son enemigos, sino que al contrario se necesitan porque su meta es la misma. Le preocupa que la especialización médica, que el avance de técnicas y tecnologías fragmentadas para curar la enfermedad, pierda de vista su primordial objetivo: el hombre. Porque para él, la enfermedad es una lección que permite profundizar en nuestra comprensión, siempre incompleta, de la vida misma.
El paciente, para él, no es un caso, sino un hombre o una mujer, un anciano o un niño que padecen. Una biografía que es única. Por ello insiste que la medicina clínica que identifica la individualidad y no las generalizaciones, es un arte. Un arte que debe leer y descifrar tanto los síntomas psicológicos —lo que Jinich llama “el tercer oído”: los mensajes no verbales que se expresan a través del lenguaje corporal—, como los propios de la patología de la enfermedad.
Desde su perspectiva, el médico debe ser un ser ético que hereda las funciones del hechicero, del sacerdote o del curandero de la antigüedad. Un “brujo” que se preocupa por sanar no a las enfermedades, sino a los enfermos. Toda una vocación con un sentido moral. Curar si se puede. Aliviar el sufrimiento. Y si no hay posibilidades de sanar, mantenerse en la cabecera del enfermo, sin abandonar jamás al que padece. Una forma sublime en la que él ha encontrado un por qué y un para qué de su efímera existencia.
Siguiendo los pasos de su maestro el ilustre Ignacio Chávez, un médico sin cultura humanista puede ser un buen técnico, pero no deja de ser un bárbaro. El médico cabal, el médico sabio, es quien comprende al hombre en sus aspiraciones y miserias, quien guía sus pasos con normas de belleza, bondad, cultura y justicia. Quien conoce a la persona que tiene a la enfermedad y no a la enfermedad que padece la persona.
Justamente con esa máxima, Horacio Jinich, un hombre comprometido con sus principios, con la bondad y la belleza, ha guiado sus pasos. Por eso insisto, el homenaje hoy es para él. Con una visión spinozista de Dios, siempre se ha comportado como si Dios existiera, obedeciendo cabalmente sus diez mandamientos. Ha sido un hombre que, como le aconsejó su padre, tiene cabeza, pero también corazón. Un hombre compasivo con ciencia. Un hombre con conocimientos, pero modesto y misericordioso.
La palabra doctor proviene del latín, docere: enseñar. Horacio Jinich es un doctor cabal. Un hombre que enseña. Nos enseña con la gratitud que aborda a su maestro. Nos enseña con sus actos. Con su vocación de ser un perpetuo estudiante. Nos enseña con su vida ejemplar.
Samuel Lieberman, su maestro, le decía que para tener éxito en la vida se requiere de tres cualidades: buena cabeza, buen esfuerzo y buena suerte. Pero agregaba: “si tienes buena suerte ya no necesitas de las otras dos”. La “buena suerte” de Horacio Jinich es que sí tuvo buena estirpe, buena cabeza, buen ejemplo y se volcó a una vida de esfuerzo en aras de ayudar al prójimo. Su buena suerte lo condujo a ser un hombre agradecido que recuerda a quienes lo formaron. Un hombre cabal que usa sus cualidades para hacer el bien a los demás.
MUCHAS GRACIAS.
Discurso pronunciado por el Sr. Jaime Laventman
Una de las maravillas que la vida encierra entre sus múltiples misterios, es el poder que posee la memoria… Como científico, Horacio Jinich reconoce que existen diversas memorias, almacenadas en cada uno de los seres humanos. Una de ellas, registra eventos muy recientes y nos permite acceder al instante lo vivido sin la necesidad de tener que grabarlo para ser usado en el futuro. Pero, hay otra memoria más antigua, que contiene múltiples recuerdos y escenas ya vividas y que se almacenó en el disco duro de nuestro cerebro, y al que para fortuna de nosotros, podemos recurrir a ella a través de sus archivos en determinados momentos para volver a revivir esos momentos. Y así, recordamos caras, eventos de todo tipo y sobre todo palabras que el viento no se llevó y que algunos afortunados puede recuperar en el espacio finito de nuestras vivencias para hacerlos florecer de múltiples maneras. En una plática, en una anécdota o vivencia y en algunos casos como un testimonio escrito, que reproduce fielmente los pensamientos de alguien más, que al ser recordados vuelven a adquirir vida propia. Y es tan maravillosa nuestra memoria, que a 50 años de distancia, algunos seres privilegiados, recuerdan nítidamente eventos y palabras que fueros expresadas y que ahora pueden ser resucitadas.
Horacio Jinich es un hombre de ciencia. Ha estudiado las leyes físicas que dominan el universo y se ha adentrado en la anatomía y fisiología del cuerpo humano, tratando de desentrañar los misterios que oculta y las enfermedades que le afectan. Ha dedicado su vida a comprender los misterios macro y microscópicos de cada tejido. Mas no es suficiente. No somos solamente un conjunto de átomos o células al azar. Un largo proceso evolutivo nos convirtió de seres unicelulares en los homo sapiens que ahora habitamos sobre la faz de la tierra. El adjetivo calificativo de sapiens es muy complejo. Nos explica que el hombre piensa, que adquiere conocimientos, que puede almacenarlos y manejar atributos únicos en el universo, como son el lenguaje y las emociones. Y siendo él, estudiante de la carrera de medicina, tuvo la fortuna de conocer a la contraparte científica, que trata de explicar nuestros pensamientos y a su vez las enormes dudas que día con día nos abruman. Un aspecto diferente para asimilar el pensamiento humano. Un producto exclusivo del devenir evolutivo del hombre y al cual nombramos como filosofía. Y ¿qué entendemos por filosofía?… Muy simple. Amor por el conocimiento. Amor por la sabiduría.
Jinich encuentra al perfecto maestro y guía que le abre esta perspectiva y despierta para siempre al dragón que dormitaba, agregándolo al aspecto que ya posee de científico. Me refiero al aspecto humanístico, tan indispensable en un médico. Día con día, surgen interrogantes que parecen sencillas y son extremadamente complejas de asimilar. Al pensamiento basado en experiencias comprobadas por experimentos científicos, ahora se agrega la interrogante sobre valores cotidianos que creemos ingenuamente ya asimilamos, y que nos vamos enterando son muy difíciles de desmenuzar y más aún de comprender. Entre estos últimos, las emociones, los pensamientos complejos y las interrogantes sobre la vida misma, sobre sus orígenes y el destino final al que todos habremos de llegar… Para responder a muchas de estas interrogantes, establecemos diálogos, pláticas o discusiones, tal y como lo hicieran Jinich y otros amigos, inspirados en la manera de pensar y ver el mundo, de un filósofo amateur, sin una preparación universitaria, pero con la claridad que una inteligencia sobre dotada puede otorgarle a un ser humano. Y así, se establece un vínculo inquebrantable entre cuatro jóvenes ávidos de obtener información, amantes de la sabiduría y su maestro, Samuel Lieberman.
Todo ser humano es en sí una enciclopedia que almacena gran cantidad de conocimientos. Algunos prácticos y otros virtuales. Aprendemos durante nuestra corta estancia en el mundo de los vivos, a usarlas con discreción y con tino. Nos preguntamos muchos más de lo que somos capaces de contestarnos. Después de todo, el diálogo inicial es el que llevamos a cabo en nuestra propia mente, entre el fiscal y el abogado defensor; entre la dualidad existente en el universo. ¿Cómo distinguir el bien del mal?… ¿En qué basamos nuestras premisas?… A pesar de vivir un corto período de tiempo, se nos inculcan experiencias y conocimientos de miles de años de evolución en el pensamiento humano. Se establecen consensos de mayoría y de esta manera confirmamos nuestras inquietudes y podemos discutirlas con aquellos que poseen diferentes maneras de pensar. En esos diálogos el convencimiento puede resultar triunfador. Pero para poder hacerlo el hombre se sublima y experimenta diversos cambios de opinión hasta llegar al entendimiento de una cuestión y tomar parte de una de las voces que discuten… Diálogos filosóficos los llama Jinich y lo son. Toda discusión entre más dos o más seres humanos establece pautas de experiencia e inteligencia para desarrollar tesis sobre hipótesis no comprobables.
Me asombra la memoria de Jinich y la facilidad que posee para viajar en la máquina del tiempo que es la memoria, y escribir sus conclusiones. Me impresiona la facilidad con la que Lieberman, maneja las interrogantes más difíciles de toda discusión y con una claridad socrática, convence y se declara partícipe de una batalla igualitaria entre dos o más mentes pensantes… Usa la lógica que por serlo, debería convencernos, mas no siempre lo logra. Se aferra a premisas comprobables aún en el campo gravitacional de la discusión filosófica apoyada exclusivamente en el pensamiento y libre albedrío de cada uno de nosotros.
Hay una mutua admiración entre Samuel y Horacio. Entre el maestro y el alumno, cuando el último asume eventualmente el liderazgo del primero, y nos transmite fielmente el pensamiento compartido por ambos…El juego de la vida.
Las interrogantes existenciales más cuestionadas y menos contestadas a través de la evolución del hombre y el desarrollo de su pensamiento. El hombre primitivo, encerrado en una caverna y asombrándose por la fuerza de la naturaleza, desea comprenderla como lo hacemos nosotros. En niveles diferentes, pero con las mismas preguntas.
Sueño, que algún día, seremos capaces de conservar el acervo de memoria de cada ser humano y tendremos la facilidad de recapturarlo y aprender de sus experiencias. En parte ya lo hacemos a través de los millones de textos y libros que el ser humano ha escrito y ha dejado como tesoro personal para la humanidad.
Buscamos afanosamente la felicidad… Y cuando leía yo el texto de Jinich y comprendía el significado del mismo, me sentía feliz… Compartía con ellos las mismas cuestiones e interrogantes, que los discípulos de Sócrates discutían con su maestro. Diálogos inmortalizados por Platón, su discípulo. La historia – como decía Barbara Tuchman – se repite, y hoy un discípulo más, escribe las enseñanzas de su propio maestro… Pero…¿es sólo una transcripción literal y pura?… No. Es una combinación de la conjunción de ideas afines o no, de dos individuos que por el respeto manifestado entre si, permiten la discusión y la duda… Y en ello, aprendemos y podemos afiliarnos a una de las vetas marcadas, sin tener precisamente que negar por completo las demás.
Escribe Jinich, con una perfecta sintaxis y un vocabulario apropiado a la temática. No son palabras del diario, ni tampoco sacadas de lo más recóndito de un diccionario. Hay una redacción clara, nítida y a su vez comprensible, si en el sarcasmo mismo de escribir con claridad a veces no somos claros en nuestras definiciones. Hay maestría en la pluma, acompañada de años de estudio, de dedicación, de filosofar, o como diría Horacio, de amar el estudio y el pensamiento en todas sus facetas.
Jinich ha escrito gran cantidad de libros científicos que gozan del respeto de sus colegas y neófitos en la materia. Ahora, toma las ideas de un amigo, cuando estas fueran expresadas medio siglo antes y las coloca en la canasta de sorpresas, les otorga una nueva perspectiva, y respetando la memoria del autor, las reescribe, honrándose así a sí mismo, y ensalzando a su maestro.
Hoy estamos todos reunidos en una velada de recuerdos del pasado y de visión al futuro. No se escribe un libro de esta envergadura para una generación; se hace para todas. Las ideas serán rebatidas una y mil veces, pero no olvidadas. A diferencia de la investigación científica basada en un proceso muy bien establecido, la filosofía contempla las experiencias de quienes hablaron antes que
nosotros, de quienes pensaron y soñaron con engrandecer el pensamiento humano, y sin desecharlas, establece las propias que a su vez pasarán por el mismo e inevitable proceso, mientras el hombre no desaparezca del universo.
Lieberman nos mostró que la máquina más perfecta del universo, es la mente humana y su infinita capacidad de establecer nuevas pautas de pensamiento, de deducción y de siempre respetar el hecho irrefutable, en el cual la duda es más poderosa que la supuesta verdad. La interrogante domina a la posible respuesta y el conocimiento adquirido nunca es determinante y solo ayuda en el continuo pasaje de tratar de resolver las más inquietantes de las angustias del ser humano. Cada filósofo a través de la historia ha intentado encontrar el camino para tranquilizar sus inquietudes. Y estas últimas son las mismas y lo seguirán siendo. Es el ingenio humano el que analiza nuevas perspectivas que aminoren a fin de cuentas, su propia angustia basada probablemente en el conocimiento de que la vida no es eterna.
Se dice coloquialmente que tenemos dos cerebros… Uno científico, uno humanista. Es posible que exageremos. En cada hemisferio se encuentran una conjunción de conexiones que se intercalan y permiten la formulación de interrogantes y sus posibles respuestas. Pero nada supera a la adquisición de nuevos conocimientos. Al amor de aprender hasta exhalar el último suspiro de nuestras vidas…En ese gozo universal, somos dueños de nuestras exigencias y debilidades. Regresar a la madre naturaleza, es una forma de apreciar como el universo entero con sus dudas y afirmaciones, vive en la mente de cada uno de nosotros. Tratamos de desentrañar sus misterios y en la frustración de no encontrar la verdad absoluta, vivimos la encrucijada de Einstein que no logró unificar la física bajo una sola ley y un único orden… La mente de cada uno de nosotros, es un universo tan extenso como el real… Los miles de millones de neuronas, forman a su vez trillones de conexiones y expanden las leyes físicas de manera exponencial. Y por ello, pensamos, deducimos y dudamos. Por ello escribimos y recordamos. Y es por ello, que disfrutamos un libro bien escrito como el de los “Diálogos Filosóficos”.
Discurso pronunciado por Esther Shabot
Primero que nada, una explicación de por qué estoy aquí esta noche en esta velada convocada amablemente por los Amigos Mexicanos de la Universidad Hebrea de Jerusalén y por la Kehilá Ashkenazí. No soy filósofa, no tuve la suerte de coincidir en la vida con Don Samuel Lieberman, y del Dr. Horacio Jinich sólo tenía, hasta hace poco más de medio año, referencias extraordinarias como ser humano y como médico venidas de una importante cantidad de personas cercanas a mí que habían sido objeto, de algún modo, de la atención del Dr. Jinich en diversos episodios en los que él había significado una luz, un bálsamo y una brújula para enfrentar situaciones difíciles, dolorosas y angustiantes. Sin embargo, no había tenido yo contacto personal con él hasta que un artículo mío detonó afortunadamente el inicio de una comunicación frecuente por vía electrónica entre él y yo. A partir de entonces y a pesar de la lejanía geográfica que nos separa, hemos desarrollado una amistad que se nutre de comentarios y lecturas compartidas sobre una variedad de temas. Siempre me gratifica su calidez, su sapiencia y su sensibilidad, cualidades que me abren nuevas perspectivas y me son en verdad estimulantes. Horacio es mi amigo reciente y lo soy de él, así que nada más halagador para mí que el que me haya invitado a comentar “Diálogos Filosóficos de Samuel Lieberman” del cual Horacio es el autor.
Pues bien, este texto, que compendia las conversaciones entre Don Samuel y varios jóvenes judíos mexicanos que hace poco más
de medio siglo se enriquecieron con la sabiduría y el humanismo de su mentor de vida, constituye un mosaico de reflexiones que efectivamente tocan una impresionante cantidad de temas propios de la filosofía que a fin de cuentas, trata de la vida y su sentido, de la condición de racionalidad de los seres humanos, de sus pasiones, sus sentimientos, sus creencias, sus deslices y sus errores, su angustia frente a la enfermedad y la muerte, y sus reacciones ante la diversidad de pruebas y estímulos encarnada en el estar vivos y ser capaces de pensar y de sentir, de amar, reír, dudar, creer y desconfiar.
Horacio realizó, al escribir este libro, la valiosísima tarea de rescate leal de una herencia preciada que hubiera sido penoso que se perdiera sin ser compartida. Asumió como misión ineludible, el mostrarnos el pensamiento y la bonhomía de Samuel Lieberman desde la generosidad de quien le reconoce su grandeza. Y lo consiguió. Nos muestra a Lieberman como lo que estoy segura que fue: un hombre multidisciplinario, polifacético, que poseía conocimientos profundos no sólo de filosofía, sino también de una variedad asombrosa de disciplinas y ciencias: física, química, biología, anatomía, medicina, astronomía, historia, música, psicología, matemáticas. Con esa materia, aunada a su innata intuición y a su quehacer práctico cotidiano necesario para sostener a su familia –quehacer que seguramente le proporcionó una percepción bien arraigada a la realidad- alimentó sus reflexiones, su mirada y su pensamiento que, agudos e inteligentes, contaron con ese bagaje extraordinario para desarrollarse a plenitud.
Tal como va presentando Horacio la secuencia de los diálogos, las reflexiones de Lieberman contrapunteadas por los comentarios y preguntas de sus jóvenes amigos se van tejiendo con una lógica que nos lleva de la mano para ir abordando todo un abanico de cuestiones relevantes para la vida de los hombres, y ello, con claridad y sentido común agradecibles.
Elijo al azar sólo un ejemplo, el capítulo titulado “Fenómenos de consonancia psíquica” donde desmenuza de manera genial, los mecanismos psíquicos que desencadenan la identificación de los individuos con lo que otros dicen, hace o sienten: con los productos culturales como cine, teatro o literatura, con los líderes que arrastran tras de sí masas fervorosas, con las situaciones cómicas, o de duelo, o de violencia multitudinaria que contagia. Nos guía pues, para entender esas reacciones nuestras o de los demás que tanto nos intrigan y desconciertan y que constituyen una de las partes más enigmáticas de la conducta humana. Nos ayuda a conocernos mejor, menos tramposamente, y eso no es poca cosa.
O tomemos su disertación sobre el átomo, donde muestra cómo lo que se sabe es siempre limitado, sujeto a la posibilidad de mejores aproximaciones subsecuentes que precisarán, corregirán, o incluso derribarán lo tenido por cierto hasta determinado momento. Lieberman enfatiza ante sus escuchas que “…ninguna verdad es indudable, y no hay juicio, teoría o ley que no sea posible que alguna vez se deba corregir. Porque las verdades son siempre juicios, y los juicios son copias; y las copias son sólo ‘copias’ y no son idénticas al original”. P. 66. Por ello –señala- existe sin duda la imposibilidad de alcanzar la verdad total y absoluta sobre algo, ya que esencialmente, siendo el conocimiento una función propia de los hombres, quedará siempre limitado por la subjetividad, la época en la que se produce y las características y capacidades físicas y mentales del observador. Lieberman incluso prevé lo que muy probablemente sucederá con el conocimiento que él tiene en ese momento y que eventualmente cambiará cuando las condiciones sean otras. Esto, que supongo los científicos deben saber bien porque su tarea de investigación los obliga a ello, es sin embargo, algo que la mayoría de quienes no se mueven en ese campo no registran, dando con ello lugar a los males tan bien conocidos que acarrean los presuntos poseedores de las “verdades absolutas” que legitiman cualquier barbaridad y cualquier fanatismo en su nombre.
Algo que llama mucho la atención en esta rememoración de Horacio sobre los diálogos con Don Samuel, es cómo las diversas disertaciones arrancan de preguntas y observaciones provenientes de la vida cotidiana y de lo que llamamos “sentido común”. Poco a poco teje el cuestionamiento y el análisis de esos tópicos para ir armando peldaños didácticos que en ocasiones desembocan en la destrucción de esos lugares comunes de los que se partió, mientras que otras veces nos puede sorprender también con una voltereta súbita mediante la que recupera algunas facetas e intuiciones de ese pensamiento originario para darle un valor explicativo que refrenda y legitima parte de lo que parecía haberse descartado en un primer momento.
Así es como va recorriendo realidades, valores, gestos y situaciones inherentes a la vida de los hombres. De esa manera, con soltura, amabilidad y chispa inteligente que no se apaga, pasa Don Samuel y sus acompañantes con él, por la discusión de qué desencadena la risa y el llanto, qué son el idioma, las palabras, la cortesía contrapuesta a la cruda verdad, la costumbre, la razón, la libertad, Dios, la duda, el espacio, el tiempo, el determinismo y el libre albedrío, entre muchos otros temas peliagudos y enormemente sugerentes.
Pero más allá de la aportación que Lieberman hace a sus interlocutores de entonces, y ahora a nosotros los lectores de sus ideas, hay otros planos de la escritura de este libro que me gustaría resaltar. Está sin duda presente en cada página de él, esa muestra de una relación maestro-alumnos en su mejor faceta. Amistad, respeto, curiosidad y retroalimentación mutua asoman en cada nueva charla que se celebra entre ellos. Samuel habla pero son Horacio, Moisés, Alfredo, Saúl, David o algún otro estudiante, los detonadores del diálogo, quienes a través de sus preguntas inteligentes motivan las respuestas que Don Samuel habrá de dar, no con la arrogancia de quien cree que todo lo sabe, sino con la humildad del que reconoce igualmente las aportaciones que le proporcionan sus alumnos para conseguir así matizar, completar o corregir lo planteado en primera instancia.
Y está también presente en el libro el plano de la nostalgia para quienes conocimos parte de esa escenografía en la que se desarrolla todo ese proceso de enseñanza-aprendizaje: tengo que decir que todas esas alusiones al México de entonces le dan al texto una calidez especial gracias al rescate que logra de una realidad entrañable para muchos de nosotros: Las calles del centro citadino, la Alameda con sus bancas donde a menudo se arman los diálogos, Teotihuacán, la Escuela Nacional Preparatoria, la Facultad de Medicina, los paseos, los conciertos, las incursiones al cine, la velocidad distinta en la que se movía entonces nuestra capital donde los ritmos eran diferentes a los de ahora.
Horacio Jinich igualmente rescata para nosotros la erudición de don Samuel quien enriquecía sus comentarios con referencias que lo pintan como todo un enciclopedista que conocía tanto los textos judíos fundamentales –la Torá, el Talmud, Maimónides y su Moré Nebujim- como a los pensadores, científicos y artistas cuyas aportaciones para el enriquecimiento de la cultura universal fueron piezas clave: Einstein, Hume, Heisenberg, Marx, Lenin, Darwin, Descartes, Vivaldi o Beethoven. De todos ellos se nutrió su reflexión y a todos ellos procesó y digirió para producir su propia síntesis poseedora de originalidad y congruencia.
Como nuestro amigo Horacio justificadamente lo desea, Samuel Lieberman es aquí, esta noche, la estrella. Pero no sería excesivo afirmar que la luz y el calor de esa estrella llegan a nuestro presente y a muchos de nosotros gracias al trabajo, inteligencia, lealtad, esfuerzo y prodigiosa memoria reconstructora de Horacio Jinich. Su tarea al compendiar estos diálogos de los que él participó me remite a una de las ordenanzas más significativas y conmovedoras que posee la tradición judía: ¡Zajor!, en hebreo, ¡recuerda! en español, así enunciado, como imperativo irrenunciable. Esta orden se repite en el texto bíblico al pueblo de Israel 69 veces porque en su acatamiento reside no sólo la lealtad hacia quienes nos precedieron sino la posibilidad de seguir enriqueciendo el conocimiento lo mismo que de recrear una identidad sólida y con raíces lo suficientemente fuertes para afirmarse y de esa manera poder crecer y evolucionar. Horacio Jinich ha sido en ese sentido, leal a su maestro Samuel Lieberman, congruente con su trayectoria de vida comprometida con el conocimiento y la solidaridad con el prójimo y no menos importante, generoso con los lectores de ahora y del futuro que gracias a su trabajo y tenacidad podrán empaparse de la riqueza que en tantos sentidos nos ofrece este libro. Gracias a Samuel Lieberman, donde quiera que esté, por haber sabido transmitir su saber a las personas adecuadas, gracias a todos aquellos que contribuyeron de una u otra manera a que este texto saliera a la luz y gracias a ti Horacio, amigo querido, por haber compartido con nosotros tus experiencias y reflexiones con don Samuel. Desde México te abrazo.
Discurso pronunciado por el Sr. Amós Lieberman Michaeli.
Recuerdos sobre mi abuelo Samuel Lieberman Hausman
El 14 de marzo de 1971, tres días después de que yo nací, mi abuelo paterno Samuel Lieberman Hausman escribió una carta a mano en perfecto hebreo sobre una hoja membretada con la leyenda “S. LIEBERMAN, Profesor de Psicología y Lógica, de Mexico City” dirigida a mis padres David Lieberman Grüner y Hagar Michaeli Kantor, de la cual extraigo lo siguiente, no como presunción sino como ejemplo de sus palabras y su manera de expresarse: “Felicidades a todos ustedes y a todos nosotros por el nacimiento de Amós; el sabio, el profeta, el optimista y el exitoso. ¡¿¿Porqué cómo sería posible que no fuera así de sabio y con tan buen gusto y conocimiento…Es tan pequeño y ya sabe escoger para sí mismo una pareja de padres simpáticos, activos, rectos y exitosos??! ¿Porqué no se escogió padres distintos, que los hay muchos en el mundo? ¡Que logren criarlo en la Torah, en la moral, en el conocimiento, en las capacidades y en el matrimonio, y en las buenas acciones, amén! Que el chico de 48 cm y 2 kilos y medio…sea como los cedros de Líbano. Mazal “tov”, el número de letras de la palabra “tov” es 17 y de “Amós” es el 17…”. Después escribe: “Fe, telepatía, magia, hechizo, vanidad, sueño, sólido y verdadero…¿Quien es sabio lo dirá?” Este es un ejemplo de la manera de pensar de mi abuelo en la vida cotidiana. Quiero poder imaginar que también escribió en este tenor cuando nacieron sus otros 17 nietos; mi hermana Naomi y mis 16 primos, los cuales absolutamente todos también llevan nombres bíblicos y hebreos conforme como ustedes bien saben, es parte de nuestras costumbres y tradiciones judías.
Mi primer contacto con mis abuelos paternos, Samuel Lieberman Hausman y Rosa Grüner Raisler no fue en su domicilio en el Pasaje Siria de la calle de República de Nicaragua en lo que ahora llamamos Centro Histórico de la Ciudad de México, ni en la colonia Roma o la Condesa o Polanco o Las Lomas, rumbos tan de moda en estos tiempos, donde lo más probable o seguro es que hubiesen acabado viviendo al decidir quedarse en este país. (De hecho, mi abuela Rosa tenía un hermano gemelo, el “tío Max”, que vivía en la Condesa y que se dedicaba a la relojería y a la venta de lencería).
Pero bueno, la historia no fue así. Mis abuelos paternos decidieron hacer aliyah al final de los 50’s y principios de los 60’s y disfrutar de sus propiedades que ya los estaban esperando en la tierra prometida del todavía naciente Estado de Israel. (La historia narra que fue mi abuela Rosa la que quiso irse a Israel y no mi abuelo Samuel).
Por lo tanto, a mis abuelos paternos realmente los conocí desde muy chico siendo yo un niño todavía muy pequeño, en su casa de Rehov Daled 67 en Kiryat Chaim, una colonia tranquila muy cerca del mar en la ciudad portuaria de Haifa en Israel, donde como todos sabemos también se encuentra el Monte Carmel y donde mi abuelo solía caminar largas distancias. Como eran vecinos de mis abuelos maternos, que también vivían sobre la misma calle a casi una cuadra y media de distancia en el número 15, yo solía visitarlos por las tardes durante mis estancias en los veranos en Israel, año tras año, por lo que el resto de los vecinos me conocían como el nieto de México de Don Samuel, quien ya era visto también allá como el personaje extravagante del que habla el libro y que ya había sorprendido también allá con sus ideas, su filosofía, su humildad y su sencillez a los vecinos, incluyendo a mis abuelos maternos de quien ya era amigo.
Mi abuelo Samuel era el intelectual de la cuadra. Entrando por la puerta principal a su amplia casa, a mano derecha al fondo a mano izquierda, se encontraba su pequeño estudio donde se sentaba a escribir y a veces se acostaba a descansar. Ahí además de tener su máquina de escribir sobre un pequeño escritorio tenía también pequeñas herramientas con las que él mismo encuadernaba sus escritos, en hebreo y en español, corregidos y marcados a mano con su propio puño y letra, con portadas de los catálogos del Ballet Folklorico de México de Amalia Hernández. (Con dichas herramientas mi abuelo también se fabricaba una especie de sandalias tipo Birkenstock con los desechos de llantas y hule espuma).
Asimismo, en la sala sobre uno de sus sofás de tres plazas forrados con tela de jacquard color verde olivo, mis abuelos paternos tenían una enorme bandera de México extendida que hacía juego con el retrato de Don Benito Juárez enmarcado por dos banderas mexicanas que tenían sobre la pared, el mismo que tuvieron colgado en su hogar en México, y que menciona el libro, por lo que quiero poder pensar que mi abuelo en términos de filosofía política fue un liberal además de lo más probable, ser de izquierda y un progresista.
También lo recuerdo acostado en su cuarto sobre la cama king size frente a una gran televisión sobre una mesa con ruedas, practicando el “deporte nacional” de Israel, que realmente antes de la era del internet y las redes sociales era ver las noticias por la tarde. Solo que mi abuelo las veía en idioma árabe a través de las señales de los canales de las emisoras de los países vecinos que alcanzaban a llegarle. El libro menciona que antes se su llegada a México ya hablaba yiddish, hebreo, polaco, alemán e inglés, y aquí dominó el español, pero al parecer en Israel también aprendió el árabe.
Como conclusión solo quiero decir que Samuel Lieberman Hausman ejerció a sus anchas lo que el libro cita como “su derecho a vivir su vida a su medida ideal” y así fue.
Palabras del Dr. Horacio Jinich.
Estimados amigos. La palabra que voy a usar con la mayor frecuencia es GRACIAS.
Gracias a la Kehile por dar abrigo a esta ceremonia de presentación del libro Diálogos Filosóficos de Samuel Lieberman, 2a edición, y a Vivian Viskin, su representante y querida amiga y pariente mía.
Gracias a la Mesa Directiva de los Amigos Mexicanos de la Universidad Hebrea de Jerusalem (AMUHJ) y a la muy eficiente Sonia Zabludovsky por haber patrocinado la ceremonia de presentación del libro y haber aceptado el donativo de los ejemplares, cuya venta constituye una modesta contribución de mi parte a los gastos de una Asociación a la que me une su historia.
Gracias a los mecenas cuya contribución económica permitió la edición del libro: familias Becker, Fastlich y Mareyna.
Gracias a José Rubinstein, cuya intensa y hábil colaboración facilitó enormemente el éxito de publicación del libro en todas sus etapas, y cuya relación conmigo y mi esposa es comparable a la de un hijo.
Gracias a los descendientes de Samuel Lieberman, Clara (su hija) y Amós, su nieto, por haberme concedido el permiso de publicar el libro de su padre y abuelo, respectivamente.
Gracias a mis admirados amigos que aceptaron con entusiasmo mi invitación de presentar a ustedes sus pensamientos acerca de la obra: Esther Shabot, Silvia Cherem, Jaime Laventman, José Rubinstein y Amós Lieberman.
Amigos todos: estoy profundamente conmovido por todas sus expresiones de amistad y solidaridad hacia mi persona, pero les ruego apasionadamente, que tomen en cuenta que el objetivo primario del libro es honrar la memoria de ese gran hombre, Samuel Lieberman, un genio cuya infancia transcurrió en una pequeña población de Galicia, Austria, paupérrima en oportunidades educativas, limitada solamente a enseñanza religiosa; un inmigrante que, en México, tiene que dedicarse al comercio para sostenerse económicamente, tiene la valentía de hacerse preguntas profundas, de carácter filosófico, y descubre verdades que enriquecen la cultura de un puñado de jóvenes discípulos hambrientos de saber. Un hombre que ama la verdad, ama a su pueblo judío, ama a México, pero no logra ser apreciado en vida por otros fuera de sus discípulos. Un hombre que honra a la comunidad israelita de México, como un miembro que enriquece a esta, su segunda patria, con el premio de la sabiduría.
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