Discriminación y libertad de expresión, ¿dónde está el límite?

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Discriminar no es elegir. Si entendemos a la discriminación de esta manera, discriminamos día a día en función de nuestros gustos, preferencias y opciones. Es parte de la libertad que tenemos para configurar nuestras opciones de vida. La pregunta es, ¿cuándo se vuelven jurídicamente relevantes estas discriminaciones y elecciones? La máxima más sencilla de la libertad es que ésta termina donde la libertad de los demás empieza. ¿Hasta dónde se puede discriminar? ¿Hasta dónde se puede emitir una idea u opinión por más chocante que parezca? ¿Cuándo amerita que una manifestación de ideas o hechos sea sancionada?

Los acontecimientos pasados sobre Alfredo Jalife reviven la discusión acerca de los límites de la libertad de expresión en función a los conceptos de discriminación, discurso de odio y derechos de terceros, mismos que en el imaginario social constituyen un límite incuestionable a dicho derecho. Sin embargo, existen varias cosas que ameritan cuestionarse y el caso de Jalife es un excelente pretexto para ello.

Recientemente el Consejo Nacional Para Prevenir y Eliminar la Discriminación [en adelante CONAPRED] admitió una queja en virtud de ciertos comentarios del señor Jalife en su cuenta de twitter, los cuales se consideran presuntamente discriminatorios en contra de la comunidad judía.


Para que el CONAPRED pueda admitir una queja, tiene que existir un acto discriminatorio de por medio. ¿Qué significa discriminación? Parecería que la palabra sirve para describir agresiones y sentimientos de indignación, pero, en realidad, hay que distinguir las elecciones personales y los insultos de la discriminación jurídicamente relevante. El artículo 4° de la Ley Federal para Prevenir y Castigar la Discriminación define la misma como una distinción, exclusión o restricción que basada en ciertas características (origen étnico o nacional, sexo, opiniones, preferencias sexuales, etc.) tenga por efecto impedir o anular el reconocimiento o el ejercicio de los derechos y la igualdad real de oportunidades de las personas.

Y aquí entra un aspecto muy importante: la discriminación tiene como consecuencia el impedimento o anulación de derechos de alguien más. Es decir, discriminar es dar un beneficio o imponer una carga injustificada a una persona en virtud de alguna de sus características personales. No existe discriminación cuando se insulta o se ofende -por más chocante que pueda ser esa manifestación de expresión- a menos que al hacer esto se obstaculice la realización del acceso a la igualdad, educación, salud, o cualquier otro derecho de la persona a la cual la discriminación está dirigida.

El mismo artículo 4° continúa, “se entenderá como discriminación la xenofobia y el antisemitismo en cualquiera de sus manifestaciones.” La ley no explica en qué consiste el antisemitismo o la xenofobia y esto es contrario al “test tripartito”, un mecanismo que se utiliza en el derecho internacional para medir si una restricción a la libertad de expresión es o no válida. Según dicho test es necesario que una restricción a la libertad de expresión se encuentre en una ley previa y formulada con precisión suficiente para que una persona pueda regular su comportamiento de conformidad con ella, situación que en la especie no acontece. La ley no define qué se entiende por estos conceptos, lo cual en términos de libertad de expresión es complicado. ¿Califica como antisemitismo cualquier expresión en contra de la comunidad judía? ¿Cada que se mencione a la misma, de cualquier forma, se está discriminando? Socialmente son conceptos sensibles, lo que acontece entonces es que los ciudadanos prefieren no tocar el tema. Para no fallarle.

El señor Jalife, en el ejercicio legítimo de su libertad de expresión, decide opinar sobre los judíos y tuitearlo. La pregunta central es: ¿impide el ejercicio de un derecho de la comunidad judía al hacerlo? Para responderla, y a falta de claridad en la legislación nacional, tenemos que remitirnos al Sistema Interamericano.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos establece en su artículo 13(2) la posibilidad de establecer responsabilidades ulteriores al ejercicio de la libertad de expresión siempre y cuando se busque asegurar a) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y b) la protección de la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral pública.

Para el caso en cuestión, es relevante el primer supuesto. Se podría discutir que el derecho a la igualdad o al honor de los judíos se ven afectados por los tuits del señor Jalife, sin embargo aquí hay dos precisiones que vale la pena hacer.

La primera, que los derechos humanos se llaman como tal porque sus titulares son los humanos, es decir, las personas en su calidad de entes morales y volitivos. Las instituciones, los objetos y los colectivos no son titulares de derechos humanos, lo son sus integrantes. Atendiendo entonces a esta precisión, y relacionado con el concepto de discriminación, para que la misma existiera sería necesario comprobar un nexo causal entre las afirmaciones y la disminución de los derechos de los integrantes de la comunidad en cuestión, más no del colectivo entendido de manera etérea.

En segundo lugar, es importante resaltar el ejercicio de ponderación. Ponderar derechos es como ponerlos en una balanza: prevalece el que más importancia tiene dentro del contexto en que se busca la proporcionalidad de una medida. En la jurisprudencia interamericana el derecho a la libertad de expresión tiende a tener un peso muy importante, ya que constituye un pilar esencial para el ejercicio de los demás derechos dentro de una sociedad democrática. Sin libertad de expresión, derechos como el de asociación, reunión, petición o inclusive los derechos de votar y ser votado no tendrían sentido. A su vez, la libertad de expresión es un elemento determinante de la calidad de la vida democrática en un país: la libre expresión y publicación de ideas y hechos permite fiscalizar las actuaciones de los funcionarios de gobierno, y de esta manera, ejercer un control crítico sobre ellos.

Por dichas razones, la balanza se inclina a favor de la libertad de expresión en la mayoría de los casos, por lo que si llegara a existir un daño a la reputación de algún individuo particular miembro de la comunidad judía, dicho daño tendría que ser un daño directo a la dignidad de la persona para que pudiera obtener el mismo peso (o uno mayor) que el derecho a la libertad de expresión y de esta manera justificar su restricción.

En la misma línea, la propia Convención Americana establece un límite claro a la libertad de expresión en su artículo 13(5) al prohibir “toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas”. Dicha prohibición está constituida por tres partes que necesariamente deben existir juntas: 1) propaganda a favor de la guerra y apología del odio nacional, racial o religioso; 2) que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar; 3) contra cualquier persona o grupo de personas. Esto quiere decir que se puede odiar, detestar y además expresar dicho odio a los cuatro vientos; pero si no se incita a la violencia no califica como una restricción valida a la libertad que tenemos de expresarnos y, en todo caso, bajo el estándar de “responsabilidad ulterior” se debería proceder por la vía civil correspondiente. El peso adicional que haría que la balanza se inclinara a favor de restringir la libertad de expresión sería aquel discurso con la intención manifiesta de mover a los demás, no sólo a que odien, sino a que tomen acción violenta sobre ese odio. Hatespeech es provocar y buscar una guerra con lo que se dice.

Libertad de opinión y libertad de expresión son cosas distintas, a pesar de que la segunda presupone necesariamente la primera. La libertad de opinión se inscribe en un marco privado de libertad de conciencia y creencia que al exteriorizarse constituye una expresión. Las opiniones se inscriben dentro de la libertad de pensamiento; la libertad de expresión justamente abarca sólo expresiones. El Estado puede regular la segunda solamente en los supuestos excepcionales que ya se describieron, pero bajo ningún motivo puede intervenir en la libertad para pensar y opinar lo que queramos, porque éstas forman parte del ámbito privado de nuestras vidas. En este contexto, la intervención del CONAPRED en el caso del señor Jalife cruza la línea. Vamos a suponer por un momento que en el caso en cuestión, sí existe discriminación hacia miembros individuales de la comunidad judía. Al ser “discriminación” entre particulares, dicha intervención se trata de un procedimiento conciliatorio sin facultades de sanción. El CONAPRED, entonces, lo único que puede hacer es llamar al señor Jalife a conciliar. ¿Esto significa que lo “invitarían” a pedir una disculpa? ¿Lo regañarían simplemente por su manera de pensar? ¿Por su manera de expresarse? ¿Tendría derecho el señor Jalife a oponerse a lo que decida el CONAPRED? El procedimiento entonces parecería querer regular la libertad de pensamiento y opinión de Jalife y consecuentemente sus expresiones, lo cual es un poco más grave si tomamos en cuenta que las mismas fueron vertidas vía Twitter, un ámbito privado por excelencia.

El discurso de fondo entonces es que nunca se puede discriminar, ni siquiera en el ámbito de la vida privada. Ello se debe al mal entendimiento del concepto de discriminación, mismo que se ha construido en el imaginario social a partir de definiciones no jurídicas. La realidad es que, entendiendo la discriminación como una diferenciación o elección, discriminamos diario entre lo que nos agrada y lo que no. Pero para que esta discriminación sea jurídicamente relevante debe salir de la esfera privada e incidir en la libertad de otra persona. En el caso en cuestión, para que la discriminación justifique una restricción a la libertad de expresión -como lo pretende el CONAPRED-debe consistir en una afectación grave capaz de inclinar la balanza. De otra manera la restricción sería contraria a la Convención Americana y por lo tanto, sería una restricción inválida.

El señor Jalife tiene derecho a discriminar -e inclusive a odiar- en el ámbito de su vida privada desde el marco de su libertad de pensamiento y opinión. Además tiene derecho a expresar dichos sentimientos en su cuenta de twitter, dentro del cual siempre existirá la posibilidad del “bloqueo” y del “unfollow”. En esto consiste el peso de la libertad de expresión y su importante rol en el juego democrático, tomando en cuenta las precisiones previamente hechas que justifiquen restringirla.

Si seguimos la lógica del CONAPRED, llegaríamos al extremo de permitir la intervención estatal en todo tipo de expresiones: desde aquellas donde hombres o mujeres se sientan agredidos por las personas homosexuales que los discriminan en sus preferencias, hasta chistes y bromas hechos en espacios privados. A la larga todas las expresiones serían homogéneas y se pierde el sentido mismo de la pluralidad de personalidades e ideas que fomentan el intercambio diario.

La libertad de expresión es el arma por excelencia para la defensa de la democracia. La intervención estatal debe reducirse al mínimo: sólo el discurso de odio que incite a la violencia, y no la discriminación en virtud de expresiones privadas, pueden limitarla.

*Gisela Pérez de Acha, integrante del equipo de análisis legal de ARTICLE 19 Oficina para México y Centroamérica.

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