Desde 2007, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió declarar al 15 de septiembre de cada año como el Día Internacional de la Democracia. Una coincidencia interesante para México -y para casi toda Centroamérica-, pues se trata de la misma fecha en que conmemoramos nuestra Independencia (aunque la nuestra se celebre, oficialmente, hasta el día siguiente). Así que desde hace cuatro años tendríamos que gritar por dos razones: para recordar la Independencia y para fortalecer la democracia. Cosa muy difícil.
Cada vez que los presidentes han intentado insertar razones nuevas para convocar el grito de los mexicanos, les ha salido mal. Si no se toca la campana a tiempo ni se grita en orden por los héroes que nos dieron patria y en cambio se añaden más motivos para seguir gritando vivas, la cosa sale mal. Y aunque el Grito, propiamente dicho, no se parece en nada al original del cura Hidalgo (¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!), lo cierto es que gritar por algo que no sea el listado más estricto de nuestros padres y madres fundadoras nos suena a falsificación. Estamos condenados a nuestras tradiciones -como todos los países-.
Pero no sería una mala idea tomarse más en serio la convocatoria de la ONU para hacer corte de caja sobre nuestra democracia. ¿Qué hemos hecho razonablemente bien y qué nos falta? Según mis cuentas, el dato más elocuente del proceso que hemos vivido a lo largo de mi generación es el cambio de conjugación del singular autoritario al democrático plural. Antes todo se fraseaba en singular: teníamos un partido hegemónico que encabezaba el jefe del Estado y del gobierno y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, responsable de dirigir el proyecto nacional mediante un gobierno articulado en torno de la más estricta unidad. La Revolución Mexicana ofrecía la ideología que le daba sustento a ese listado de unidades, aunque en la práctica cada gobierno la ajustara a sus propios intereses y los singulares obsesivos no fueran más que una fachada útil para ordenar el juego de intercambios entre privilegios y obediencia, o entre rechazo y represión. Hoy el singular ha dejado de existir -y yo creo que para siempre- pero todavía estamos lejos de habernos adaptado a la nueva conjugación de los plurales.
De hecho, buena parte de nuestros problemas de gestión política obedece a esa tradición machista y sin duda autoritaria, que consiste en creer que se ganan elecciones para imponerse a los demás y recuperar el singular. A pesar de todas las mudanzas que ha vivido México desde hace por lo menos cinco lustros, nuestra clase política sigue trasmitiendo la obstinada idea según la cual la democracia consiste en un juego de vencidas para establecer turnos de gobierno autoritario. La metáfora de nuestra democracia todavía no es la de una asamblea deliberante que discute sus problemas y acuerda soluciones, sino la del juego de las sillas: todos bailan y circulan por su cuenta en torno de ellas, pero sólo uno logra sentarse entre empujones.
Quizás por eso el mayor defecto de nuestra joven democracia es su morosidad y su incapacidad para resolver con eficiencia los problemas más apremiantes del país. Una vez resuelta la mecánica de la distribución del mando, nos quedamos a la mitad de la tarea y ni siquiera cobramos conciencia suficiente de que todavía nos falta un largo trecho para tener gobiernos efectivamente democráticos. En algún punto del camino se nos atascó la idea de la democracia como medio de reparto y no como forma de gobierno, ni mucho menos como un sistema para procesar con éxito las diferencias, sin negarlas. Para nosotros, la democracia es una competencia entre partidos por ganar los puestos públicos y poco más.
Para modificar esa impresión y combatir la obstinada conjugación del singular, la democracia mexicana ya no tendría que seguirse dirimiendo mucho más entre las reglas que organizan el juego de las sillas, cuanto en la responsabilidad que asume quien se sienta en ella y ha de convivir con los demás. El tema de nuestra democracia ya no es el reparto sino la devolución; no es el debate artificial sobre las nuevas condiciones de la competencia sino la aplazada discusión sobre la actuación de los gobiernos, sobre la vigilancia de sus actos y sobre las consecuencias de su gestión y de sus resultados, fraseadas algún día en el ambiente público que es propio de la democracia.
La mejor forma de conmemorar el Día de la Democracia sería olvidar nuestra obsesión electoral, aunque sea ese sólo día, para dedicarlo a la tarea de darnos gobiernos efectivamente democráticos, siempre en plural.
*Profesor investigador del CIDE
Fuente: ElUniversal.com.mx
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