El IFE en la encrucijada

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El Instituto Federal Electoral comienza hoy la etapa más dura de sus 23 años de existencia.

Desde ayer, se encuentra sin cinco de sus nueve consejeros electorales, incluyendo el presidente del Consejo General.

Esto es algo que no había sucedido en toda la vida del IFE, que no ha estado exenta de polémica.


Por ahora, el futuro del IFE está sujeto a la negociación de una reforma política a la cual los partidos parecen ir sin convicción, guiada por el chantaje y el reparto descarado de posiciones de poder.

Con todo, en dos décadas se ha podido construir un aparato técnico que levanta los datos de los ciudadanos, los credencializa y recoge y cuenta sus votos con eficiencia.

No está ahí el problema del IFE sino en su cúpula, que los partidos políticos han convertido en arena de reyertas y foro para el exhibicionismo y los debates más bizantinos.

Hoy el IFE tiene nubarrones en su futuro, más oscuros que los de 2007 y 2010, cuando se convirtió en objeto de la venganza, y la renovación de su Consejo se salió del ciclo de normalidad previsto por la reforma política constitucional de 1996.

Se pretende que el IFE se convierta en el Instituto Nacional de Elecciones (INE) y absorba las funciones que hacen 32 organismos electorales estatales cuando su Consejo General ha estado incompleto por meses enteros, como sucedió entre octubre de 2010 y diciembre de 2011 y de febrero pasado a la fecha.

Es decir, el IFE, que ha sido motivo para que la Cámara de Diputados viole lo previsto por el artículo 41 de la Constitución, ¿será garante de que se lleven a cabo normalmente las elecciones para gobernador (o jefe de Gobierno) en 32 entidades; para diputados locales en más de 600 distritos, y para autoridades municipales en unas dos mil demarcaciones?

Nuestro federalismo ha sido más un tema de forma que de fondo y ha servido sobre todo, para el atrincheramiento de intereses individuales y de grupo en lugar de ser un baluarte de la identidad regional. Por tanto, personalmente no veo por qué debiera haber problema para que las elecciones, como sucede con muchas otras cosas, se manejaran desde el centro del país.

Sin embargo, las excusas que se esgrimen para desaparecer los organismos y tribunales electorales locales son rebatibles.

El principal, es que estos órganos han sido cooptados por los gobernadores.

Tienen razón las autoridades electorales estatales cuando dicen -en el desplegado del martes 29- que hay “evidencia de los continuos fenómenos de alternancia entre partidos gobernantes, que se dan en todo el país, en los órdenes estaduales”, y que 95% de los acuerdos y resoluciones de los tribunales locales “quedan firmes, a pesar de que gran número de ellos son impugnados ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que confirma la mayoría de los actos impugnados”.

Eso no quiere decir que los institutos estatales funcionen ejemplarmente. Hay algunos, como el de Tabasco, que resultan proporcionalmente más caros que el IFE. Y hay casos de contubernio documentado de la autoridad electoral con un partido político, como ocurrió recientemente en Sinaloa.

Pero ¿por qué se exige a los institutos locales que sean autónomos de todo poder cuando el Consejo General del IFE ha estado dividido en parcelas partidistas desde 2003?

Fue a raíz de la intransigencia de Pablo Gómez, coordinador del PRD en la Cámara de Diputados en 2003, de nombrar como consejero presidente del IFE a nadie menos que a Jesús Cantú, que en el proceso de sucesión de José Woldenberg se reventó la conformación ciudadana del Consejo y ésta fuera eventualmente sustituida por un sistema metalegal basado en cuotas partidistas.

El Consejo de 1997 se había integrado de forma distinta. En lugar de que cada partido impusiera un número consejeros de acuerdo con su peso en la Cámara de Diputados -una lógica que ha llevado a la parálisis-, en aquel año se aplicó una mecánica propuesta por Porfirio Muñoz Ledo, entonces presidente del PRD, y fue aceptada por sus interlocutores: los partidos podían vetar a un número determinado de personas propuestas para el Consejo, pero, agotada esa prerrogativa, debían dar su voto a algunas de las no vetadas.

Así fue como se integró aquel Consejo General, que si bien vio facilitado su trabajo por el resultado de las elecciones presidenciales de 2000 -un triunfo holgado de la oposición-, hoy sigue siendo recordado con nostalgia. Aquel IFE gozó de prestigio internacional; el de hoy tiene mala fama incluso en este país.

Hoy la única opción que no tenemos es prescindir de una autoridad electoral. Se decida o no construir el INE, lo que hace falta es fortalecer a los organismos electorales, no permitir que se siga deteriorando su prestigio.

Y eso sólo se puede lograr si los partidos -que legalmente tienen la sartén por el mango- reconocen el estrepitoso fracaso de la partidización.

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