Tishá B’Av: Despertando a un Mundo sin la Presencia de D-os

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Recuerdo con perfecta claridad la sensación de despertarme la mañana del 9 de marzo de 1990. En aquellos confusos momentos de conciencia, me orienté sobre dónde estaba – en un cuarto en desuso del departamento de New Jersey de mis padres y sobre qué día era – dos días después de la muerte de mi padre. Tan pronto como me di cuenta que me había despertado a un mundo sin mi padre, mi corazón se hundió en una incomprensible pena, como despertarse en una pesadilla que nunca terminará.

El mundo sin mi padre, no era simplemente el mismo mundo menos uno; ¡era un mundo totalmente diferente! Este mundo alterado y disminuido carecía de la estabilidad y bondad que era mi padre. El mundo se tambaleaba en su eje; su fuerza gravitacional era más pesada.

Me tomó un año adaptarme a este nuevo mundo y aprender a navegar sus senderos emocionales. Ahora, más de quince años después, puedo maniobrar en este Mundo-Sin-Mi-Padre, pero no es y nunca será el mismo mundo en el cual él estaba tan benevolente y amorosamente presente.


El noveno día del mes hebreo de Av – llamado Tishá B’Av – es para el pueblo judío lo que el 9 de marzo fue para mí. Nosotros tergiversamos la tragedia del día al describirlo como la destrucción de los dos Sagrados Templos, como si la catástrofe fuera la pérdida de una construcción. El pueblo americano no llora el 11 de septiembre por la destrucción de las Torres Gemelas, ellos lloran por las miles de vidas que se perdieron en el ataque. Contrasta a una persona que llora por la ausencia de las majestuosas torres en el horizonte de Nueva York con una persona que llora la pérdida de sus padres atrapados en el piso 98.

Tishá B’Av es más una muerte que una destrucción, porque en ese día el mundo cambió irrevocablemente.

El mundo sin el Sagrado Templo no es el mismo mundo menos una estructura magnífica. El mundo sin el Sagrado Templo es un mundo totalmente diferente. El Sagrado Templo era la vorágine mística entre los altos mundos espirituales y este denso mundo físico. El servicio del Templo era un elaborado procedimiento místico que mantenía la conexión entre los mundos y su correcto funcionamiento. La Presencia Divina se manifestaba en el Templo y a través del Templo. Cuando se destruyó el Templo, la Presencia Divina palpable se fue de nuestro mundo. Fue una pérdida tan real y tan abrasadora como la muerte.
Mi hijo nació en un mundo sin mi padre. Él nunca sabrá cómo se encendía el cuarto cuando mi padre entraba, cuán seguras y apoyadas se sentían docenas de personas por lo firme que él era.

De la misma forma, nosotros que nacimos en un mundo sin la Presencia Divina, nunca hemos experimentado la luminosidad espiritual que irradiaba a través de la apertura del Sagrado Templo. Vivimos en un mundo con menos luz y más tosco, donde la realidad física parece la verdad última mientras que la realidad espiritual parece un vago fantasma. Navegamos en una pesadilla sin siquiera saber que estamos en ella.

Inmanencia divina

En el Primer Templo, había diez milagros constantes que todos podían ver. Uno de ellos era que sin importar cómo soplara el viento, el humo del altar siempre ascendía en forma recta hacia el cielo, y sin importar cuánta gente hubiera, en el momento del servicio que todos debían postrarse, siempre había suficiente espacio para todos. Cualquiera que visitara el Templo podía ver estos milagros, estas desviaciones en las leyes de la física, simplemente al entrar al recinto del Templo.

Mientras el primer Templo (y el Tabernáculo antes que él) estuvieron en pie, la profecía (escuchar la voz de D-os dentro de uno mismo) era algo común. El Talmud testifica que en el Israel antiguo, algo así como 3.000.000 de judíos fueron privilegiados con el más alto nivel espiritual posible. Abundaban las escuelas de profecía. Tan abundante era la revelación Divina que el Talmud pudo afirmar que todos los judíos eran profetas o hijos de profetas.

La inmanencia de la Presencia Divina durante los tiempos del Templo, no significaba que todos escogían elevación espiritual. Incluso cuando D-os está presente, los humanos pueden (y de hecho lo hicieron) ir en Su contra. El Talmud cuenta la historia de Yerovoam ben Navat, quien luego de la muerte del Rey Salomón, dividió el reino, usurpó el trono de la mitad del norte y puso dos becerros de oro para adorar. D-os se le apareció y le dijo, “Arrepiéntete, y (de esta manera) tú, yo y Ben Ishai (el Rey David) vamos a caminar juntos en el Paraíso”. Yerovoam tuvo el descaro de responder: “¿Quién va a ir primero?”. Cuando escuchó que David le precedería, Yerovoam rechazó la oferta Divina. El aspecto más destacable de esta conversación es que D-os se le apareció a alguien tan malvado como Yerovoam. La Presencia Divina durante la era del Templo era tan penetrante y aparente que cualquiera que se molestara en abrir sus ojos podía percibirla.

¡Cuán diferente es el mundo en el que nosotros vivimos! Cuando el Templo fue destruido, la persistente ilusión de ausencia Divina se asentó sobre nuestro mundo como una neblina perpetua. En este mundo donde el encubrimiento Divino ha reemplazado a la revelación Divina, nosotros andamos a tientas buscando pruebas de la existencia de D-os, como peces que debaten sobre la existencia del agua. Estamos relegados a “creer” que una vez simplemente sabíamos. Luchamos, a través de los rezos y la meditación, para experimentar un indicio momentáneo de Presencia Divina cuando alguna vez simplemente gozábamos de ella. Somos como amnésicos que tienen vagos y fugaces recuerdos de una vida diferente, de una verdadera identidad, pero el verdadero entendimiento se nos escapa.

Tishá B’Av nos convirtió a todos en huérfanos.

Alcanzando lo imposible

Hay un aspecto esencial en el que difiere Tishá B’Av de la muerte: la catástrofe es reversible. Tal como declaró el Rabino Abraham Isaac Kook: “El Templo fue destruido por odio gratuito (entre los judíos); y puede ser reconstruido sólo a través de amor gratuito”.

“Amor gratuito” significa amar a cada judío, sin importar cuanto él/ella difiera en creencias políticas o religiosas. Significa amar a los judíos que están en el otro lado del espectro ideológico. Significa que los activistas por los derechos a abortar amen a los judíos jasídicos y viceversa. Significa que los sionistas amen a los anti-sionistas y a los post-sionistas y viceversa. Significa que los que viven en Gush Katif amen a las fuerzas de seguridad que van a sacarlos de sus casas y viceversa. Dado que el Talmud caracteriza a los judíos como “el pueblo más rebelde de todos” y que las noticias diarias corroboran esa descripción, el amor gratuito parece algo imposible de alcanzar.

Pero si alguien me hubiera dicho el 9 de marzo de 1990 o cualquier otro día después de ese, que yo podría revivir a mi padre haciendo X cosa, ¿acaso habría algo, cualquier cosa, que yo no habría hecho?

Si añoramos lo suficiente traer la Presencia Divina de regreso a nuestro mundo, ¿acaso hay algo que esté más allá de nuestra capacidad?

Hace unos cuantos años atrás aprendí a utilizar la fuerza de lo aparentemente imposible para anhelar, y volar. Fue durante el momento cúlmine de la guerra del terror de los árabes contra Israel. Había decidido visitar a algunas víctimas del terror en el hospital y distribuir ositos de peluche de parte de la organización Kids for Kids. Algunos días después de un atentado a un bus en Haifa, mi hija de 14 años de edad y yo visitamos el hospital Monte Carmel donde la mayoría de los heridos – jóvenes adolescentes que volvían a su casa de la escuela – estaban hospitalizados.

Nunca había estado en ese hospital antes. Llevando la lista de las víctimas del terror en una mano y mi abultado bolso de ositos de peluche en la otra, accidentalmente me encontré en la unidad de cuidados intensivos. Le pregunté a una enfermera, “¿Dónde está Daniel K.?”. Ella indicó la cama junto a mí. Acostado boca abajo en la cama, había una figura delgada y sin movimiento. Agarré la mano de mi hija y salimos rápidamente, pero el espectro de ese niño, el único paciente que yo había visto acostado boca abajo, me perseguía.

En la sala de espera, me senté con los desesperados padres de Daniel. Ellos habían hecho Aliá desde Uzbekistán hacía algunos años. Me explicaron que los pulmones del joven Daniel de 17 años habían sido perforados en el ataque terrorista. Los doctores no tenían muchas esperanzas.

Les prometí que rezaría por “Daniel Jai” (cuando la vida de una persona está en peligro, frecuentemente se agrega un nombre que expresa vida o recuperación), pero era claro para todos nosotros que nada excepto un milagro salvaría al joven.

Existe una ley espiritual en el judaísmo llamada, “midá kenegued midá”, medida por medida. Esto significa que cualquier cosa que los humanos hagan, D-os responde de la misma manera. Cuando queremos que D-os vaya más allá de las leyes de la naturaleza, nosotros debemos ir más allá de nuestra propia naturaleza. Entonces, utilizando esta ley espiritual, le sugerí a la madre de Daniel que empezara a hacer una mitzvá que nunca hubiera hecho de otra forma, para ayudar a salvar la vida de su hijo, y me fui del hospital con el plan de hacer lo mismo.

Cuando mis hijos empezaron a pelear en el auto en el largo camino a casa, les dije que ellos podían contribuir a salvar la vida de Daniel superando su necesidad de pelear. Para mi sorpresa, se comportaron como ángeles durante todo el camino.

Al día siguiente, tuve una discusión con mi marido. Me alejé de él sintiéndome herida y rechazada. Volé a mi cuarto, con el solo deseo de distanciarme de él. Al sentarme en la orilla de la cama, me recité a mi misma todo lo que había aprendido sobre la decisión esencial de la vida: “elegir entre alejamiento o unidad”. Sabía que el mejor camino sería reconciliarme con mi esposo, o al menos estar abierta a cualquier paso de conciliación que él hiciera, pero toda mi naturaleza quería apartarse de él. Estuve sentada ahí por diez minutos peleando conmigo misma. Sabía exactamente lo que debía hacer, pero era incapaz de hacerlo, como un parapléjico que trata de saltar con garrocha. Repentinamente me sorprendí de oírme decir en voz alta: “¡Puedo hacerlo!”.

Respondí a mi propia voz, “¿Puedes hacerlo por Daniel Jai? ¿Puedes hacerlo por la vida de ese joven?”.

“¡Sí!”, fue mi resonante respuesta. “Para salvar la vida de Daniel, puedo superar mi propia naturaleza”.

Cuando mi marido entró unos minutos después, batallé con mi instinto de rechazarlo y cariñosamente acepté su disculpa. Me sentí como una heroína. Sabía que no podía hacerlo, pero por la vida de Daniel, lo hice.

(Nota: La madre de Daniel empezó a hacer la mitzvá de encender las velas de Shabat. A pesar de una peligrosa infección que lo afectó durante esa semana, Daniel experimentó una milagrosa recuperación).

Cuando considero la posibilidad de que todos los judíos se amen los unos a los otros, oigo la voz del realismo diciendo, “Imposible. No podemos hacerlo”. Luego me pregunto: ¿Podemos hacerlo para traer la Presencia Divina de nuevo al mundo? ¿Podemos hacerlo para disipar la ahogante neblina de la ausencia Divina? ¿Podemos hacerlo para terminar con todas las catástrofes nacionales y personales que resultan en un mundo en el cual D-os no es evidente?

Para revertir el cataclismo de Tishá B’Av, ¿hay algo que yo pueda hacer?

Source:aishlatino.com

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