Quince judíos sefardíes pasan cada mes en París las pruebas para la nacionalidad española

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El 3 de agosto de 1943 salió de la Gare de Lyon de París un tren con destino a El Havre. Iba cargado de soldados alemanes que regresaban de un permiso vacacional en España, pero en uno de sus vagones viajaban 77 judíos sefardíes con pasaporte español, a los que el cónsul español en París, Bernardo Rolland, había logrado salvar de la deportación –y de la muerte– repatriándolos a España. Aquella operación le había costado a Rolland serios choques con las autoridades de ocupación alemanas y conflictos con el embajador de España, el falangista José Félix de Lequería –que luego sería ministro de Exteriores de Franco– artífice de la deportación de Max Aub a Argelia, de la entrega del presidente Companys a la España de Franco y del encarcelamiento en Francia de tantos exiliados republicanos. Aquel fue el último servicio que prestó Rolland en París.

El vagón fue enganchado en El Havre con otro convoy, también lleno de soldados alemanes, con destino a Bayona y llegó a Irún el 10 de agosto. Los sefardíes del vagón eran casi todos originarios del imperio otomano (Salónica) o del norte de África, asentados en París. Sus apellidos: Saporta, Toledo, Francés, Hassid, Benosiglio, Carasso… Algunos habían sido rescatados en el último momento del campo de internamiento francés. Una familia lo fue directamente del campo de Bergen Belsen. En Irún, fueron ayudados por el doctor Sequerra, delegado del Joint, la eficaz organización humanitaria de los judíos de Estados Unidos, que llegó a Irún con 18.000 pesetas para cubrir los gastos de las familias. Desde España, los sefardíes fueron pasando al norte de África. Al término de la guerra muchos volvieron a París. Algunos de ellos, o sus descendientes, se acogen hoy al real decreto de octubre del 2015 sobre concesión de la nacionalidad española a los sefardíes.

En París unas quince personas están pasando cada mes los exámenes de conocimientos socioculturales y de lengua española, organizados en el Instituto Cervantes, desde la entrada en vigor del decreto, explica Laura Gil Merino, profesora de ese centro. Todos ellos son franceses –el 10% de origen argelino– que no necesitan otra nacionalidad, pero que han optado por la española “por razones afectivas”, explica Alfonso Iglesias, el funcionario que se encarga de las entrevistas con los sefardíes interesados, y se confiesa absolutamente fascinado con las historias que ha ido recogiendo.


Por el consulado de España en París han pasado más de 250 personas, que con sus relaciones y entornos representan a “varios miles”. “Es un asunto muy sentimental que toca la fibra sensible”, dice el hasta hace poco cónsul Javier Conde de Saro, que acaba de jubilarse, en su despacho del Boulevard Malesherbes. “El de los sefardíes ha sido uno de los gestos más profundos realizados por España en los últimos años”, explica. Desgraciadamente, en el Ministerio de Exteriores no hay gran sensibilidad –y pocos recursos– para apoyar esta iniciativa reparadora.

España expulsó en 1492 a su comunidad judía, la más numerosa y próspera de Europa. La medida, que implicó seguramente a más de 100.000 personas, no fue, en toda su crueldad, excepcional ni pionera. Inglaterra lo había hecho en 1290, Francia en 1394. En el siglo XV los judíos habían sido igualmente expulsados de las ciudades de la Europa Central y del norte de Italia. Como dice el historiador francés Joseph Pérez, “si algo debería extrañar en ese fin de siglo no es la decisión de los Reyes Católicos, sino la casi unanimidad de los soberanos de Europa en adoptar la misma postura”.

Para Tomás Sonsino Obadía, productor de cine y ciudadano francés que se ha acogido al real decreto, el motivo de este regreso a Sefarad es “en primer lugar constatar que España reconoce que la expulsión fue algo malo. La segunda es que gracias a España mis padres sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial, porque tuvieron el estatuto de protegidos gracias al cónsul español en París”. Por tradición oral, Sonsino sabe que sus raíces sefardíes vienen de Andalucía, de Granada.

Para Murielle Timsit, informática, que también asiste a los cursos de español del Instituto Cervantes con miras a acceder a la nacionalidad, el impulso es “resolver el misterio de por qué me siento tan atraída por España, mi pasión por el flamenco, por qué cuando estuve de Erasmus en Córdoba en 1997 sentí algo tan fuerte como cuando entré en la judería. Estuve en Toledo y me sentía como en casa”, explica. El apellido de su abuela era Durán y los rastros de su familia le llevan hasta Melilla, Barcelona y Mallorca. “Esta nacionalidad, estando yo tan próxima a España, es como un regreso a los orígenes. Estoy muy feliz porque permite reparar un error histórico”, dice. Timsit se plantea fijar su residencia permanente en España.

Decoradora jubilada, Mireille-Rachel Valensi-Debaud, oriunda de Valencia como sugiere su apellido, habla judeo-español con su madre y lo hablaba con su abuela. “Mis hijos lo entienden”. “Cuando voy a España, vibro”, dice. Pasa sus vacaciones en el litoral de Levante, donde tiene un apartamento. “Cuando íbamos a España, tomábamos tapas y nos decíamos: “¡Pero si son nuestras recetas!”. Todos ellos hablan de empanadas, de borregas, de mantecaos, de recetas preservadas a lo largo de los siglos en el ámbito familiar. “No hay en el mundo un ejemplo de comunidad tan vinculada a un país después de tantos siglos”, constata el ilustre historiador Joseph Pérez.

“Es hermoso que estén tan ilusionados con el hecho de tener un pasaporte español, no en busca de ventajas sino por sentimiento”, dice el director del Cervantes de París, Juan Manuel Bonet. El 95% vienen de un sector social medio-alto: arte, empresas, profesiones liberales. Muchos tienen apartamentos estivales en España y, contra lo que se ha afirmado en alguna prensa francesa, pedir la nacionalidad española no es una reacción a los últimos atentados antisemitas registrados en Francia, que ha aumentado la emigración a Estados Unidos, Canadá o Israel. “En las entrevistas, sólo un 2% menciona ese aspecto”, dice Iglesias, según el cual el real decreto español no gustó demasiado en Israel pese a que el número de sefardíes que piensan asentarse en España será, en cualquier caso, reducido.

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