Secuestros, torturas y asesinatos: los Juegos Olímpicos que terminaron en masacre

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“Trabajamos mucho para ir a los Juegos Olímpicos, pero la causa palestina es más grande que todo esto”, dijo Fethi Nourine, judoca de Argelia, quien antes de debutar decidió abandonar los Juegos Olímpicos de Tokio que acaban de finalizar. La sola posibilidad de cruzarse en una segunda ronda con un atleta de Israel, Tohar Butbul, le hizo cambiar la agenda y dejar de lado su sueño deportivo.

Aunque ni siquiera tenía la certeza de que lo enfrentaría, ya que el sorteo le había puesto a otro rival previo al eventual combate con Butbul, renunció antes porque de ese modo lograría “llamar la atención”. Mismo camino que tomó otro judoca, el sudanés Mohamed Abdalrasool, quien también pudo haber enfrentado a Tohar Butbul. El conflicto entre israelíes y palestinos va mucho más allá de cualquier evento deportivo, se sostiene en el tiempo y recrudece con habitualidad, como hace un par de días cuando llegaron noticias desde Cisjordania que hablaban de un palestino muerto a balazos en un enfrentamiento con el ejército de Israel.

Una historia que viene desde hace más de 70 años y que se disputa no solo en los campos de batalla, sino también en cualquier lugar donde su caja de resonancia garantice globalización informativa. Y los megaeventos deportivos lo son. En 2021 como ya lo eran a comienzos de la década del 70, más precisamente en 1972, año en que Munich fue sede olímpica pero quedó en el recuerdo no tanto por los deportistas y sus récords, sino por un hecho sangriento que se conoce como “La Masacre de Munich”. Fue cuando un comando palestino de ocho hombres vestidos como (falsos) deportistas, denominado Septiembre Negro, irrumpió en un edificio de la Villa Olímpica en el que se alojaban atletas de Israel. Los secuestraron y después de casi un día de tensión, el saldo no pudo ser peor: 11 fueron asesinados a balazos.


Aquellos de Munich habían sido llamados en la previa “Los Juegos de la Alegría” (“Die Heiteren Spiele”, el lema oficial). La ciudad capital de la fiesta de la cerveza más importante del mundo había gastado 800 mil dólares en obras para albergar a la fiesta del deporte, aunque también invirtió -en un número difícil de cuantificar- en poner en relieve la paz y el bienestar emocional que se buscaba transmitir. Lógico: los anteriores Juegos organizados en una ciudad alemana tuvieron lugar en Berlín en 1936, con Hitler en el poder y quedaron marcados para la posteridad como los Juegos del nazismo. Les era imperativo un cambio de imagen.

“No queremos presentar falsamente un mundo feliz que no exista. De todos modos, ésta se trata de la mayor fiesta de la paz de la tierra”, declaró antes de la apertura Willi Daume, presidente del Comité Organizador, vice del COI y ex basquetbolista alemán que, casualmente, compitió en Berlín 36. La felicidad duró unos pocos días y luego el terror se apoderó de los Juegos Olímpicos. En el desenlace del secuestro de los atletas de Israel, también murieron cinco terroristas y un policía local: 17 víctimas fatales de muertes violentas. Nunca un evento deportivo en la historia terminó tan manchado de sangre como éste.

La noche anterior a la toma de rehenes, la delegación israelí había abandonado la Villa Olímpica, a cuatro kilómetros de Munich, para ir al centro de la ciudad a ver “El violinista en el tejado”, que habla sobre la vida de una comunidad judía en la Rusia gobernada por el Zar en los comienzos del siglo XX. La Villa cerraba sus puertas a la medianoche y ellos volvieron una hora después. Pero no pasaba nada: la organización no quería militarizar la zona ni llenarla de policías. Los Juegos de la Alegría no necesitaban de tanta custodia. “Era todo light, entrabas y salías como querías. Decías: ‘voy a ver a fulano’ y te dejaban pasar”, recuerda Luis Bruno Barrionuevo, quien representó a la Argentina en las pruebas de salto en alto. Tenía 23 años y fueron sus únicos Juegos Olímpicos como atleta. Luego, participó de siete más, como preparador físico de los seleccionados de hockey, particularmente de Las Leonas, siendo uno de los artífices de la alta competitividad que alcanzó ese equipo y que se proyectó en el tiempo hasta el día de hoy, aunque Barrionuevo ya no esté a cargo del grupo.

 Luis Bruno Barrionuevo, quien representó a la Argentina en las pruebas de salto en alto

Luis Bruno Barrionuevo, quien representó a la Argentina en las pruebas de salto en alto

En Munich era todo tan “light” que un rato después del regreso a la Villa de los atletas de Israel, sin mayores controles también entraron los terroristas, vestidos con conjuntos deportivos y bolsos donde no llevaban ropa sino armas cortas y largas. Entre los 12.000 atletas que vivían en la Villa Olímpica, un grupo de norteamericanos, que un tanto alcoholizados también llegaban fuera de hora, los ayudaron a pasar ignorando que ese grupo de ocho personas no eran “colegas”, precisamente. El comando Septiembre Negro fue directo al edificio de la calle Conolly 31, donde además de los israelíes estabas las delegaciones de Uruguay y Hong Kong. Enfrente, cruzando la calle, otro edificio era ocupado por una parte del equipo argentino, entre cuyos deportistas estaba Luis Bruno Barrionuevo.

Claro que a esa hora, el saltador en alto argentino estaba durmiendo. Al igual que los hombres de Israel, en el tercer piso. Aunque uno de ellos, Yossef Gottfreund -árbitro de lucha libre-, recién se estaba acostando cuando escuchó un ruido infrecuente en el hall. Abrió la puerta para ver y se encontró con los caños de las ametralladoras que lo apuntaban. Quiso cerrar mientras gritaba a los otros que estaban acostados en las habitaciones, para que despertaran y escaparan. De hecho, 11 atletas salieron por una puerta trasera y saltando por una ventana alcanzaron a huir. El resto, no. Los terroristas lograron entrar y quedaron mano a mano con Moshe Weinberg, entrenador de lucha libre, que armado con un cuchillo de cocina quiso atacar a uno de los palestinos pero terminó muerto, con un balazo en la cara. Algo parecido ocurrió con el levantador de pesas Yosef Romano, quien le quitó una metralleta a un terrorista pero no llegó a hacer nada: lo ejecutaron de un tiro.

Yossef en los Juegos Olímpicos de 1972.

Yossef en los Juegos Olímpicos de 1972.

Nueve atletas estaban secuestrados, atados de pies y manos. Y aterrorizados. Mientras, cuando amanecía, la noticia ya recorría el mundo vía satélite. El comando reclamaba la liberación de 234 palestinos encerrados en cárceles de Israel, y también de Andreas Baader y Ulrike Meinhof, considerados “extremistas” alemanes. Lo curioso fue que buena parte del planeta estaba al tanto de lo que ocurría en la Villa Olímpica, pero los vecinos del lugar, el resto del movimiento olímpico, no tenían real conciencia de lo que pasaba. Ni siquiera oyeron los disparos de la madrugada. “Me había comprado una filmadora Súper 8 -cuenta Barrionuevo- y me acuerdo que esa mañana, cuando quise salir a tomar imágenes, que era lo que hacía todo el tiempo desde que tenía la cámara, no me dejaron pasar por la puerta de salida. Me fui a la terraza de mi edificio y ahí vi algo increíble: hombres con ropa deportiva y ametralladoras en las manos, reptando por la terraza del edificio de enfrente. Eran policías camuflados que intentaban sorprender a los terroristas”.

Antes del mediodía, y tras dejar salir del edificio a las delegaciones de Uruguay y Hong Kong, los terroristas advirtieron que matarían a dos rehenes por hora a partir de las 12 si no eran atendidos sus reclamos. Desde Israel, la primera ministra, Golda Meir, seguía firme en su postura de no aceptar la extorsión. Insólitamente, recién para esa hora, el COI suspendió las competencias. “Aun así -reflexiona a la distancia Barrionuevo-, seguíamos sin tener dimensión de lo que pasaba. Once deportistas y el mundo exterior vivían un drama y nosotros no nos dábamos cuenta”.

Mientras el Estado israelí no estaba dispuesto a negociar, el gobierno alemán pensaba en una intervención directa de sus fuerzas de seguridad a través de un engaño: prometerles a los secuestradores un vuelo que los llevase a El Cairo, Egipto, si a cambio liberaban a los atletas. Les pondrían un par de helicópteros a disposición para ir desde la Villa Olímpica a la base militar de la localidad de Fuerstenfeldbruck (a 20 kilómetros de Munich) donde abordarían un avión de Lufthansa. Los alemanes querían resolver el tema esa misma noche. Y lo hicieron, aunque todo salió de la peor manera.

Cuando los integrantes de Septiembre Negro aterrizaron junto a los rehenes, estaban siendo apuntados por francotiradores que aguardaban la orden para disparar. La idea era que bajaran de los helicópteros y, cuando fuesen a revisar el avión en el que viajarían, atacarlos a tiros y provocar su rendición. No fue así. Cuando dos de los palestinos se dirigieron a la nave, se apagaron todas las luces del aeropuerto militar y comenzó una balacera infernal. En medio de ese caos, una granada explotó en uno de los helicópteros, donde cuatro atletas de Israel estaban atados de pies y manos.

El tiroteo continuó por unos minutos, en un contexto oscuro y confuso en el que los propios francotiradores no tenían buena visión para sus disparos. Una ráfaga de ametralladora mató a un policía que se encontraba en la torre de control y en la pista cinco terroristas cayeron muertos, al igual que los nueve atletas de Israel. Sólo sobrevivieron tres secuestradores, detenidos por la policía alemana que un par de meses después los soltó, cuando Septiembre Negro secuestró un avión de línea de Lufthansa, lleno de pasajeros, bajo la amenaza de hacerlo estallar si no liberaban a los tres palestinos presos.

Fethi Nourine, judoca de Argelia.Fethi Nourine, judoca de Argelia.

Casi medio siglo después, estos Juegos Olímpicos de Tokio, y como en todos los que sucedieron a Munich 72, se hizo un especial hincapié en la seguridad. La búsqueda del equilibrio fue parecer relajados pero sin nunca dejar de estar atentos. Y evitar cualquier tipo de mención política. De hecho, el presidente del COI, Thomas Bach, había sido terminante al prohibir esas consignas durante los Juegos. Pero hay temas que superan cualquier decisión dirigencial y que pueden incluir hasta el resignar competir en la mayor cita deportiva del planeta, por levantar una bandera y defender una causa, como ocurrió con el judoca argelino Nourine y el sudanés Abdalrasool. Y, posiblemente, no será la última vez que suceda. Mientras, habrá que conformarse con que, al menos, una masacre como la de Munich sea la que no haya que volver a vivir en los Juegos Olímpicos.

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