Un museo del Holocausto para contar la historia de los judíos holandeses

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El recuerdo del Holocausto figura en museos y monumentos repartidos por los cinco continentes. Solo en Francia hay 55 centros dedicados a la memoria de los judíos muertos durante la II Guerra Mundial, y de la Resistencia contra el nazismo. En Hong Kong y Shanghái, en Sudáfrica, Australia, Brasil, Argentina, Canadá o Estados Unidos, también se recuerda la tragedia. Holanda, que perdió alrededor del 80% de sus 140.000 judíos, cuenta entre sus seis puntos de encuentro con dos campos de concentración y la casa de Ana Frank, autora del famoso Diario. “Todos se centran en el relato de lo ocurrido, pero faltaba la historia completa de la comunidad judía holandesa, por dolorosa que sea”, según Emile Schrijver, director del nuevo Museo Nacional de Holocausto, que espera cubrir dicha laguna. Recién abierto en Ámsterdam, su ubicación es la mejor tarjeta de presentación: enfrente del antiguo teatro utilizado por los invasores como cuartel general para las deportaciones y junto a una guardería que consiguió salvar a 600 niños judíos de la muerte.

“La historia de los judíos holandeses no acaba en el siglo XX. La guerra terminó, pero desde aquí podemos contextualizar sus relaciones con el resto de la población —y en el ámbito internacional— antes, durante y después de la contienda”, añade Schrijver. El Holocausto será el punto de partida “para hablar de problemas tan actuales como la integración de las minorías, la intolerancia o la violación de los derechos humanos”. El museo estará completo en 2019, y entretanto habrá exposiciones y un taller para artistas holandeses y colegas refugiados que podrán trabajar y exhibir.

La muestra inaugural la firma el actor y pintor Jeroen Krabbé, famoso por su participación en películas como El fugitivo. De familia judía por línea materna, en 2010 se encerró durante tres meses para retratar “la extinción” de sus parientes. Solo sobrevivió su madre. Pintar las nueve telas que siguen la trágica suerte de su abuelo, Abraham Reiss, un marchante de diamantes arruinado en 1929, “fue una experiencia durísima”. El resultado semeja “las representaciones de la Pasión colgadas en las paredes de las iglesias, o si lo prefiere, la secuencia de las ilustraciones que permiten ver la estructura de una película antes de su filmación”. Pintado solo al carboncillo sobre fondos al óleo, el abuelo Abraham pereció en Sobibor, y el último cuadro es sobrecogedor. Aparecen las cámaras de gas a pleno rendimiento y un grupo de ocas. “El trompeteo de las aves amortiguaba los gritos de las víctimas”, explica Jules Schelvis en su libro sobre el campo nazi.


El nuevo museo del Holocausto fue antes una escuela protestante inaugurada en 1907 para preparar a futuros maestros. En el barrio vivía buena parte de la comunidad judía de la capital, y al otro lado de la calle estaba el teatro (Schouwburg). Calificado de “lugar judío” por los nazis, entre 1942 y 1943 allí fueron detenidas más de 46.000 personas para su deportación. Sus hijos esperaban en una guardería que había servido desde 1926 como espacio infantil y de aprendizaje para el personal del ramo. Situada junto a la escuela protestante, las cuidadoras pactaron con su vecino director el rescate de los pequeños. Miembros de la Resistencia borraban el rastro administrativo de los niños, y estos eran trasladados a la escuela “para dormir la siesta”. Como los nazis no la vigilaban de forma estricta, eran sacados luego en bicicleta por una salida discreta. Hoy, el teatro recuerda los destierros, el colaboracionismo con los ocupantes de una parte de la población y la muerte de unos 104.000 judíos. La guardería es lo contrario. Un lugar de valentía y esperanza.

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