1 de agosto de 1936: Hitler inauguró los XI Juegos Olímpicos en Berlín

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Las olimpiadas nazis las consiguió la República de Weimar. Fue en 1931. El Comité Olímpico Internacional (COI) designó a Berlín como sede de los Juegos Olímpicos de 1936 por delante de la otra gran favorita: Barcelona.

En la elección de la capital alemana tuvieron mucho peso los argumentos políticos. La designación era arriesgada. El país vivía inmerso en una grave crisis económica y política. La tasa de desempleo había subido hasta los cinco millones de personas, y el nacionalsocialismo se encontraba a la vuelta de la esquina.

Aun así, Berlín fue elegida. ¿Por qué? La decisión tuvo mucho de gesto simbólico, de acto de concordia, con el fin de otorgar nuevamente a Alemania un papel protagonista en el concierto internacional. Pocos podían imaginar lo mucho que iba a cambiar el país en solo cuatro años.


Convencer al Führer

Hitler no quería los juegos. Los consideraba un engorro heredado del gobierno anterior. La inversión que había que realizar afectaría a las partidas destinadas a fines como la remilitarización de la nación. Además, desde un punto de vista ideológico, no podía estar más en contra. Los valores democráticos e internacionalistas que propugnaba el olimpismo chocaban con sus postulados racistas y nacionalistas. Julius Streicher, el ideólogo y editor del periódico antisemita Der Stürmer, calificó los JJ. OO. de Los Ángeles de 1932 como un “infame festival dominado por los judíos”.

Los nazis tenían unas ideas sobre el deporte muy diferentes a las propugnadas por el fundador de los modernos juegos olímpicos, el barón Pierre de Coubertin. Su origen hay que buscarlo en las teorías del pedagogo alemán Friedrich Ludwig Jahn. El llamado “padre de la gimnasia” impulsó a principios del siglo XIX la práctica deportiva como forma de exaltación nacionalista. Al contrario que Coubertin, Jahn propugnó la actividad física entre los alemanes como una manera de alcanzar un ideal estético y moral pangermánico frente a los valores burgueses, que identificaba con la Francia napoleónica y los judíos.

Los nazis adoptaron esta filosofía deportiva y la adaptaron a su propio ideario. No es de extrañar que, cuando Berlín fue nombrada sede olímpica, el periódico oficial del partido nazi, el Völkischer Beobachter, pidiera reiteradamente su cancelación y sustitución por un evento típicamente alemán: un gran festival gimnástico (Turnfest).

Hitler cambió de opinión por intermediación de su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. Este le hizo ver que los juegos podían ser una ocasión inmejorable para mostrar al mundo las virtudes de la nueva Alemania y presentar una imagen positiva y poderosa del país. También hizo hincapié en que la entrada de divisas extranjeras sería beneficiosa para la economía.

Su modelo era la Italia fascista. Mussolini, que había sacado rédito político de las victorias de su país en los JJ. OO. de 1932 (fue segunda en el medallero), estaba organizando el campeonato del mundo de fútbol de 1934 como un gran evento propagandístico de exaltación nacional. Al final, el Führer terminó transigiendo.

Pero había algo que no le gustaba: la cúpula del comité organizador alemán era demasiado judía. El presidente, Theodor Lewald, era mischlinge, mestizo de padre judío. Y el secretario general, Carl Diem, estaba casado con una mujer de origen hebreo. Además, ninguno de los dos pertenecía al partido. La solución no admitía dudas: debían ser destituidos.

Italia celebra su victoria en el Mundial de fútbol de 1934.

Italia celebra su victoria en el Mundial de fútbol de 1934.

Dominio público

Aunque todavía no habían sido promulgadas las leyes de Núremberg (1935), existían desde 1933 leyes raciales que prohibían ocupar cargos públicos a personas de origen judío. Fue Goebbels quien intercedió para que no se aplicaran en este caso. Consideraba que una decisión de este tipo no iba a ser bien vista en el exterior. Lo más adecuado era mantenerlos “provisionalmente” en su puesto, y evitar así reforzar los argumentos de los partidarios del boicot.

Las dudas americanas

Y es que Hitler no era el único que estaba en contra de estos juegos. Tras el ascenso de los nazis al poder en 1933, muchas delegaciones se cuestionaron su participación en ellos. Uno de los países más favorables al boicot fue Estados Unidos. “¿Está el régimen nazi preparado para aceptar los términos de la Carta Olímpica?”, se preguntaba The New York Times.

Aunque las voces en contra eran numerosas, el gobierno presidido por Franklin D. Roosevelt no estaba dispuesto a poner en peligro las excelentes relaciones diplomáticas y económicas que mantenía con Alemania. Por ese motivo, el comité olímpico estadounidense decidió enviar a Berlín a su presidente, Avery Brundage, para que evaluara sobre el terreno la situación.

Mientras, Goebbels engrasaba su maquinaria diplomática y propagandística. El ministro sabía que la participación de los estadounidenses en los juegos era fundamental. No solo porque se tratase del país que más atletas aportaba, sino porque, si conseguían que no les boicotearan, los demás tampoco lo harían.

Para ganarse su favor, el Reich se movió en dos direcciones. Por un lado, se comprometió  a respetar los principios del olimpismo y ofreció garantías de que ningún deportista sería discriminado por su raza o religión (Estados Unidos llevaba 18 atletas negros y 5 judíos). Y, por otro, admitió a deportistas judíos en el equipo nacional como prueba de conformidad.

Este último compromiso no se cumplió. Desde 1933, todos los deportistas alemanes no arios, de origen judío y gitano principalmente, tenían vetada la entrada en las instalaciones y asociaciones deportivas nacionales. Sin embargo, se preseleccionó a 21 deportistas de origen hebreo para integrar el equipo nacional. Entre ellos estaba una de las mejores atletas alemanas del momento, la plusmarquista nacional de salto de altura Gretel Bergmann. Su inclusión en el equipo no admitía discusión desde un punto de vista deportivo.

Sin embargo, a última hora el gobierno mostró su verdadera cara. De la veintena de atletas seleccionados solo se admitió a una, la esgrimista Helene Mayer. ¿La razón? Su origen (solo era medio judía) y su aspecto: alta, rubia y de ojos azules. Era la perfecta “judía de muestra” (incluso saludó con el brazo en alto tras ganar la medalla de plata).

La morena y de nariz prominente Bergmann, de padre y madre judíos, fue despojada de su marca y apartada del equipo dos semanas antes del comienzo de la competición con la excusa de una lesión inexistente. Un año después emigró a Estados Unidos, donde ganó dos campeonatos nacionales consecutivos.

La esgrimista Helene Mayer.

La esgrimista Helene Mayer.

Dominio público

Cuando, el 13 de septiembre de 1934, el presidente del comité estadounidense llegó a Berlín, los signos de propaganda antisemita eran evidentes. Aun así, Brundage defendió a su regreso la participación en los JJ. OO. Aseguró que los atletas judíos estaban recibiendo un trato justo, que si no había más era porque no alcanzaban el nivel exigido y que las olimpiadas se celebrarían según lo previsto.

Cuando Jeremiah Mahoney, presidente de la Federación Estadounidense de Atletismo y líder del movimiento pro boicot, le acusó de apoyar al régimen nazi, este contraatacó acusándole a él y a sus partidarios de ser agitadores antiamericanos y de formar parte de una conspiración judeo-comunista.

Finalmente, el boicot fracasó. Salvo España, que tras la victoria del Frente Popular decidió no acudir, los demás países que habían participado en Los Ángeles, más doce nuevos, asistieron a los juegos (la Unión Soviética no participaría hasta 1952).

En agosto de 1936, Berlín no se parecía en nada a la ciudad que había visto el delegado americano. Goebbels le había lavado la cara. Se retiraron de las fachadas los carteles con mensajes, se suprimió la violencia antisemita de las calles, se rebajó el rigor con el que aplicaban leyes como la que penalizaba la homosexualidad y se moderó la retórica antijudía de los periódicos.

Hitler encargó a Speer un nuevo estadio olímpico con el aspecto robusto y neoclásico que tanto le gustaba

La operación cosmética concluyó dos semanas antes del comienzo de los juegos con la detención de alrededor de ochocientos gitanos y su confinamiento en el campo de Marzahn.

Como fuere, la puesta en escena engañó a pocos. Unos meses antes del comienzo de los juegos, el Reich había desafiado los tratados de Versalles y Locarno reinstaurando el servicio militar obligatorio por dos años y ocupando la zona desmilitarizada de Renania.

Objeto de propaganda

A pesar de las promesas, la Olimpiada de Berlín estuvo muy politizada. Goebbels se empeñó en impresionar al mundo organizando unos JJ. OO. grandiosos. Y lo consiguió. Empezando por las infraestructuras. Hitler ordenó construir un nuevo estadio olímpico. Debía ser el mayor del mundo.

El diseño original fue obra de Werner March. Pero al Führer, muy aficionado a la arquitectura, no le gustó. Le pareció un “retrete moderno”. Quería más hormigón y menos acero y cristal. El arquitecto oficial del régimen, Albert Speer, fue el encargado de darle al edificio ese aspecto robusto y neoclásico que tanto gustaba al caudillo.

El Olympiastadion, con capacidad para 110.000 espectadores, fue el núcleo de un colosal proyecto diseñado para impresionar a los visitantes. Entre las muchas construcciones que se llevaron a cabo destacaron una amplia avenida a modo de paseo triunfal, dos estaciones de metro, seis gimnasios, dos piscinas con un aforo de 18.000 espectadores, una arena hípica y, como remate, una inmensa villa olímpica diseñada con la forma del país, compuesta por más de cien viviendas de dos pisos, una piscina cubierta y una pista de atletismo para entrenar.

Imagen de la antorcha olímpica llegando al Estadio Olímpico de Berlín, rodeada de hombres uniformados y esvásticas, el 1 de agosto de 1936

Imagen de la antorcha olímpica llegando al Estadio Olímpico de Berlín, rodeada de hombres uniformados y esvásticas, el 1 de agosto de 1936.

Propias

La ceremonia inaugural estuvo en sintonía con el entorno. Fue la más espectacular y multitudinaria vista hasta la fecha. Más de un millón de personas vitorearon a Hitler en su recorrido en coche hasta el estadio, y unas doscientas mil le aclamaron en el interior (se colocaron gradas suplementarias para la ocasión).

Desde lo alto del palco, el canciller pronunció el que seguramente fue el discurso más breve y anodino de toda su carrera: “Proclamo abiertos los Juegos de Berlín que celebran la undécima olimpiada de la era moderna”. Tal como había acordado con el COI, no hizo ninguna declaración de carácter político.

Los deportistas de naciones democráticas como Francia y Canadá también saludaron brazo en alto. ¿Qué ocurrió?

Durante el desfile de los atletas se produjo un hecho curioso. Las delegaciones de países como Italia o Austria saludaron al palco de autoridades con el correspondiente brazo en alto. Lo que nadie esperaba era que los deportistas de naciones democráticas como Francia y Canadá también lo hicieran. ¿Qué ocurrió?

Por lo visto, en realidad los atletas habían hecho el saludo olímpico, sin percatarse de que era muy parecido al fascista. Para evitar confusiones, esta forma de saludar dejó de utilizarse en posteriores ediciones.

Momentos de controversia

Tras la llegada de la antorcha olímpica al estadio, quedaron inaugurados los Juegos de Berlín. Al día siguiente empezaron las competiciones. Hitler vibró con ellos. Acudía casi a diario. El gran papel que hicieron los atletas alemanes, primeros en el medallero con 89 metales, hizo que el canciller se entusiasmara con los suyos y los saludara efusivamente.

Esta actitud fue recriminada por el COI. Le advirtieron de que el protocolo no permitía ese tipo de discriminaciones. O felicitaba a todos los campeones o a ninguno. Hitler optó por lo segundo. Esa fue la razón por la que no saludó a la gran estrella de estos JJ. OO., el corredor estadounidense Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro, y no por una cuestión racial.

Las seis medallas de oro conseguidas por deportistas hebreos, la mayoría de nacionalidad húngara, podrían haber sido ocho de no ser por uno de los casos más polémicos. El día anterior a la carrera de relevos 4×100 metros, el entrenador de la selección estadounidense le comunicó al equipo un cambio de relevistas. Marty Glickman y Sam Stoller, los dos únicos corredores judíos, serían sustituidos por Ralph Metcalfe y Jesse Owens, los dos velocistas de raza negra.

Horizontal

Jesse Owens gana la medalla de oro en los 100 metros lisos

IOC Olympic Museum /Allsport

Según explicó Glickman, la decisión fue deportiva: “El entrenador nos informó de que había escuchado rumores de que los alemanes habían guardado a sus mejores velocistas para sorprender al equipo estadounidense. Por consiguiente, Sam Stoller y yo seríamos reemplazados”.

También fue muy controvertido el partido de fútbol de cuartos de final que disputaron Perú y Austria. El equipo sudamericano venció por 4-2, pero el COI anuló el partido alegando que seguidores peruanos habían invadido el campo en diversas ocasiones. El encuentro debía repetirse a puerta cerrada.

Como protesta, la delegación peruana decidió retirarse. El hecho de que fuera Austria la beneficiada (que acabó consiguiendo la medalla de plata en la final), alimentó la teoría de que Hitler, molesto por la derrota de Alemania frente a Noruega un día antes, presionó a los organizadores para que anularan el partido perdido por sus compatriotas.

Un gran montaje

Mientras se celebraban las competiciones, la maquinaria diplomática del Reich se empleó a fondo. Los dignatarios extranjeros fueron agasajados con eventos de todo tipo. Se programaron conciertos y exposiciones, se organizaron cenas de gala y se celebraron lujosas fiestas. No es de extrañar que el periodista estadounidense William Shirer, escribiera: “Me temo que los nazis han tenido éxito con su propaganda”.

Tras la tregua que supuso la celebración de los JJ. OO., todo volvió a la normalidad: Alemania reanudó su agresiva política racial y militarista. Solo dos días después de la clausura, el capitán de la Wehrmacht y director de la villa olímpica Wolfgang Fürstner se pegó un tiro después de que se le comunicara la baja del Ejército por su ascendencia judía. Y solo un par de meses después se abría, a pocos kilómetros de la villa olímpica, un nuevo campo de concentración, el de Sachsenhausen.

Hitler disfrutó con los juegos. Tanto que en 1937 ordenó a Albert Speer que diseñara un nuevo estadio con capacidad para 400.000 espectadores como parte del proyecto urbanístico Welthauptstadt Germania, según el cual pretendía convertir Berlín en la capital del mundo. Su inaudita intención era que este gran coliseo albergara de forma permanente todas las olimpiadas a partir de la de Tokio de 1940.

Este artículo se publicó en el número 581 de la revista Historia y Vida.

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