A las 22.45 horas del 15 de octubre de 1946, Hermann Göring, que había sido el hombre más poderoso del Tercer Reich después del propio Hitler, agonizaba en el camastro de su pequeña celda en la prisión de Núremberg, lejos de su habitual boato. Los intentos por reanimarle resultaron inútiles, y cinco minutos más tarde fallecía en brazos de Henry F. Gerecke, capellán del recinto. Se había suicidado con una cápsula de cianuro.
Su muerte había precedido en un par de horas al ahorcamiento dictado por el Tribunal Militar Internacional, que lo había hallado culpable de una larga retahíla de crímenes. La negativa de las autoridades aliadas a liberarle “de la ignominia de la horca” e impedirle “morir como un soldado ante un pelotón de fusilamiento” se sumó al ejemplo de su compañero de partido Robert Ley, que se había ahorcado en su celda con una toalla. Esto indujo al suicidio a quien gustaba calificarse como “el último hombre del Renacimiento”. Su agitada vida, en realidad, se enmarca en uno de los períodos más dramáticos y convulsos de la historia.
De Rosenheim a Estocolmo
Hermann Wilhelm Göring, cuarto hijo del matrimonio formado por Heinrich Ernst Göring y su segunda esposa, Franziska Tiefenbrunn, había nacido cerca de Rosenheim, en Baviera, cincuenta años antes. En aquella época, su padre, antiguo comisario general del África del Sudoeste (hoy Namibia), se hallaba en Puerto Príncipe como cónsul en Haití, y su madre había vuelto ex profeso para que su hijo naciera en Alemania. Una vez restablecida del parto regresó al país caribeño, dejando al recién nacido al cuidado de una amiga.
Pero, a pesar de los importantes cargos ostentados por Heinrich, cuando los Göring volvieron de Haití tres años después no disfrutaban de una holgada posición económica. Tuvieron que recurrir a la ayuda del padrino de sus hijos, Hermann von Epenstein, un rico médico de origen judío cristianizado. Este les cedió el uso del castillo de Veldenstein, no lejos de Núremberg. Durante años, con el conocimiento del marido, Epenstein sería el amante de Franziska. En este ambiente creció el joven Göring.
El arrogante y terco carácter del niño causó más de un problema escolar, hasta que su padre decidió que siguiera la carrera militar. Ingresó con doce años en la Escuela de Cadetes de Karlsruhe, de donde pasaría a la Academia Militar de Groos-Lichterfelde, cerca de Berlín. Allí obtuvo el grado de alférez con un magnífico expediente. Después fue destinado a un regimiento de infantería acantonado en Mülhausen, en la por entonces alemana Alsacia, donde le sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Uno de sus mejores amigos se estaba formando como aviador, lo que despertó en Göring las ganas de volar
Su decisión y su valor, moteados de una cierta indisciplina, le granjearon el aprecio de sus superiores, que solían encomendarle misiones de reconocimiento. Mientras estaba ingresado en un hospital a raíz de un ataque de reumatismo agudo recibió la visita de uno de sus mejores amigos. Se estaba formando como aviador, lo que despertó en Göring las ganas de volar.
Una vez dado de alta, sorteó numerosas trabas hasta poder acompañarle como observador. Se le elogió por la precisión de su cometido y se le premió con la Cruz de Hierro de 1.ª clase y la realización del curso de piloto.
Pronto obtendría sus primeras victorias, hasta que fue derribado en el intento de abatir un bombardero británico. Sufrió una grave herida en la cadera que le mantendría apartado de la lucha varios meses.
A su regreso al frente se mostró como un consumado piloto, acumulando victorias a la par que medallas. Consiguió el mando de la 27 Escuadrilla de caza y la condecoración más importante de Alemania, la orden Pour le Mérite. Aquello lo convirtió en un héroe nacional, y su fotografía se vendía en kioscos y librerías.
Pero su máxima recompensa llegaría en 1918, cuando tomó el mando del Escuadrón de caza n.º 1, que había pertenecido, hasta su muerte, al legendario Barón Rojo. Göring mantuvo su tradicional espíritu de cuerpo hasta el final de la guerra. Basta señalar la “accidental” rotura de los trenes de aterrizaje de sus aviones al ser entregados a los franceses tras el armisticio.
Desmovilizado con el grado honorífico de capitán, su reincorporación a la vida civil, como la de tantos otros veteranos, resultó problemática. Le prestó ayuda un oficial británico, que había sido muy bien tratado mientras fue su prisionero.
Pero su madre, ahora viuda y abandonada por su protector, atravesaba dificultades económicas. Ante esto, el joven Göring decidió aprovechar sus habilidades. Se dedicó a realizar vuelos privados y exhibiciones acrobáticas.
La noticia de que una compañía sueca recién creada necesitaba pilotos le indujo, tras una breve estancia en Dinamarca, a trasladarse a Estocolmo. Fue aceptado, pero solo en segunda instancia y sin sueldo fijo, de modo que completaba sus ingresos con la venta de paracaídas para poder asistir a las continuas fiestas a las que era invitado.
Después de conocer a Hitler le dijo a su esposa: “Seguiré a este hombre en cuerpo y alma”
En 1920, tras un accidentado vuelo que le obligó a aterrizar en el helado lago Baven, llevó al conde Eric von Rosen a su castillo de Rockelstad, donde conoció a la que iba a ser la mujer de su vida. Carin, cuñada del conde, estaba casada con un oficial sueco con quien tenía un hijo. Göring sintió por ella un apasionado y correspondido amor desde el primer día. Poco después la pareja se trasladó a Munich y, tras entrevistarse con Franziska, Carin pidió el divorcio, aun a costa de perder la custodia del niño.
Carin y Hermann se casaron en una sencilla ceremonia y fijaron su hogar en un albergue de caza cerca de Múnich. Unos meses antes, Göring había oído en la Königsplatz de la capital bávara el discurso de un gesticulante político que le entusiasmó. Al día siguiente fue a escucharlo de nuevo a su habitual tertulia del café Neumann, y se afilió a su partido tras decir a su esposa: “Seguiré a este hombre en cuerpo y alma”. Había conocido a Adolf Hitler.
Sin embargo, y como reconocería después, el afamado piloto no se aproximó al nazismo por su ideología –“Esas bobadas nunca me interesaron”–, sino por su añorado espíritu de lucha: “La lucha en sí misma era mi ideología”.
Hitler recibió a Göring con los brazos abiertos, pues el conocido héroe de guerra daba lustre a su modesto NSDAP, nombre oficial del partido nazi. Le ofreció el mando de las SA, las secciones de asalto del partido.
Fueron tiempos difíciles, de mucho trabajo y escasa recompensa. Los Göring, como muchos de sus compañeros, tuvieron que pasar por numerosas estrecheces, aliviadas con algún dinero que Carin, cuya salud se iba deteriorando, iba recibiendo de Suecia.
Sin embargo, la impaciencia corroía el espíritu de un Hitler ansioso por conquistar el poder. Deslumbrado por la exitosa Marcha sobre Roma, intentó un golpe de Estado, el Putsch de Múnich, pero calibró erróneamente la situación. Se puso al frente de sus partidarios en una marcha hacia la sede del gobierno bávaro.
Hitler estaba convencido de que las fuerzas del orden no lo impedirían, dado que el respetado general Ludendorff iba a su lado. Pero al poco de iniciarse comenzó un tiroteo que la disolvió, provocando numerosos muertos y heridos.
Entre los heridos se hallaba el capitán Göring, a quien una bala había atravesado la pelvis. Fue recogido por unos amigos y, tras un primera cura en la casa de los Ballin, una familia judía, logró huir de la policía junto a su esposa cruzando la frontera austríaca.
La gravedad de la herida hizo que los facultativos le administraran fuertes dosis de morfina, que acabarían condicionando tanto su carácter como su apariencia, convirtiendo su anterior esbeltez en obesidad.
Una vez restablecido, se trasladó con Carin a Italia, a la espera de una entrevista con Mussolini que nunca se produjo. En 1925, ya bastante distanciado del partido, viajó con su esposa a Suecia. Allí, su creciente adicción a la morfina forzó su internamiento en un hospital psiquiátrico. Fue la primera de las numerosas curas de desintoxicación a las que debería someterse a lo largo de su vida.
Él mismo explicó en 1946: “Para mí no tenían importancia los medios que utilizara para llevar al partido al poder”
Su retorno a Alemania dos años después no fue un camino de rosas. Mal considerado por su anterior alejamiento, le costó mucho ser readmitido en el partido. En aquellos momentos, Carin recuperaba su delicada salud en un hospital sueco, y su economía era de todo menos boyante.
La situación cambió en 1928, cuando fue elegido diputado en el Reichstag, el Parlamento alemán. Ahora tenía un sueldo, y su relación con algunos empresarios, como Erhard Milch, un alto cargo de la compañía de aviación civil Lufthansa, le brindaba ingresos extra.
Fue entonces cuando su capacidad para las relaciones públicas y su conocimiento de determinados círculos sociales se convirtieron en inmejorables bazas para un Hitler deseoso de entrar en sociedad.
Pero, a pesar de que el poder de Göring en el seno del partido fue en aumento, Hitler no le devolvió el control de las SA que tanto ansiaba. Lo cedió, en cambio, a Ernst Röhm, su mayor enemigo.
Camino de superministro
La muerte de su querida Carin le supuso un duro golpe, y muchos creyeron que ya no se repondría. Sin embargo, su carrera política actuó como eficaz bálsamo. Su papel como inapreciable comodín en las entrevistas entre Hitler y las más altas personalidades políticas y económicas del país fue en aumento.
También contaba sus penas a todo el que quisiera oírle. Pronto halló eco en Emmy Sonnemann, una actriz teatral. Su afecto ganaría el ánimo del diputado nazi, que la convertiría, años después, en su segunda esposa y en madre de su única hija.
Mientras, el NSDAP había crecido hasta convertirse en la fuerza política más importante del Reichstag, y Hermann Göring, uno de sus diputados más representativos, era nombrado presidente del Parlamento.
Desde su puesto, con acceso directo al presidente de la república, se mostró como un consumado maestro a la hora de beneficiar a sus correligionarios, aun a costa de saltarse la legalidad. Como él mismo explicó en 1946: “Para mí no tenían importancia los medios que utilizara para llevar al partido al poder”. El expiloto estaba en su salsa.
Magnífico anfitrión, sus cenas y cacerías causaban furor, y su apartamento en Berlín se convirtió en lugar de encuentro y base de operaciones para casi todas las transacciones políticas del momento. Culminarían en 1933, cuando pudo anunciar a Hitler que al día siguiente sería nombrado canciller. Con su Führer en el poder, al fiel Hermann empezaron a lloverle los cargos.
Además de conservar la presidencia del Parlamento, fue nombrado ministro sin cartera y ministro del Interior de Prusia, el mayor estado alemán de la federación. Limpió su administración de opositores, rápidamente sustituidos por funcionarios leales, tanto al partido como a su persona.
Organizó una fuerza auxiliar de policía integrada por miembros de las SA, las SS y los Stalhelm. Esta fuerza se dedicó a perseguir a la oposición, cuyos miembros más destacados acabaron internados en los primeros campos de concentración de Alemania, en Oranienburg y Papensburg. Fueron creados por Göring a imitación de los que edificaron los británicos durante la guerra anglo-bóer, a la que tanto gustaba jugar en su niñez, lo que redondeó con la fundación de la temida Gestapo.
Muy pronto, su destacada posición en la estructura de poder le hizo amasar una inmensa fortuna
Con tales instrumentos en sus manos, cualquier conato de resistencia fue aplastado sin contemplaciones, ya se tratara de extraños o de antiguos camaradas. Así sucedió en la Noche de los Cuchillos Largos, de la que fue uno de los instigadores y que le permitió eliminar a Röhm, su archienemigo dentro del partido. Fue su manera de hacerle pagar el mote de “Piojo gordo” que este le daba. Su eficacia era tal que hizo exclamar a Hitler: “Siempre he dicho que cuando las cosas se ponen feas es un hombre de acero”.
Esta imagen no trascendía a la población, que veía en el ya general Göring a una campechana, aunque algo grotesca, figura. Se convertiría en omnipresente tanto por las funciones ligadas a los cargos que acumulaba como por su inclinación a darse un baño de masas ante cualquier oportunidad.
Un ascenso imparable
Muy pronto, su destacada posición en la estructura de poder le hizo amasar una inmensa fortuna, no solo por los salarios y privilegios ligados a los cargos que ostentaba, sino también por las donaciones y regalos que recibía tanto de industriales y banqueros como de corporaciones municipales.
También su carrera política siguió en alza. Se le encargó la creación de una potente fuerza aérea, la Luftwaffe, a la que se dedicó en cuerpo y alma, cuidándose hasta del diseño de sus uniformes.
A ello siguió su nombramiento como comisario del Plan Cuatrienal, un proyecto que debía convertir a Alemania en una nación económicamente autárquica, con vistas a un futuro conflicto. Se materializaría en una reunión en el despacho de la Cancillería, a la que asistió junto con Hitler y los principales jefes de las Fuerzas Armadas.
Pero lo que Göring más ambicionaba era convertirse en ministro de Defensa, y estar así por encima de todos los militares. La ocasión parecía ofrecérsela la boda del titular de esta cartera, Werner von Blomberg, con una mujer mucho más joven que él, de cuyo dudoso pasado hallaron datos los servicios de información. Puesto el expediente en manos de Hitler, este forzó la renuncia de Blomberg, pero asumió la cartera él mismo. Göring fue nombrado mariscal de campo.
El premio de consolación no hizo tambalear su fidelidad hacia el Führer, a quien siguió sirviendo devotamente en los grandes asuntos políticos que siguieron. La forzada unión de Austria a Alemania o la firma del Pacto de Múnich, en cuya redacción colaboró, son dos de ellos. Sin embargo, la creciente influencia del nuevo ministro de Exteriores, Joachim von Ribbentrop, ensombreció el ascendiente de Göring.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial y el magnífico papel desempeñado por su Luftwaffe en las campañas de Polonia y Francia volvieron a situarle en primer plano. Y eso pese a que en los días previos había maniobrado confusa y oficiosamente ante los británicos por medio de un industrial sueco para evitar el conflicto, a la vez que ordenaba a sus aviones a actuar sin piedad ante los polacos.
Göring alternaba períodos de hiperactividad con otros de indolencia, y solía tomar decisiones muy a la ligera
Eran tiempos de lucha. Göring fue ascendido a mariscal del Reich, grado que le permitía estar por encima de los numerosos mariscales que un alud de victorias iba creando. Se había convertido, además, en el sucesor oficial de Hitler. Se hallaba en el cenit de su carrera, pero mucho más cerca del fin de lo que nadie pudiera pensar.
Gran Bretaña se hallaba entonces sola frente a la invicta Alemania, y Hitler pensaba en la invasión de la isla. Requisito previo para ello era la destrucción de la RAF, las fuerzas aéreas británicas. La tarea, que sería conocida como la batalla de Inglaterra, fue encomendada, como jefe de la Luftwaffe, a Göring. Muy pronto se evidenció que no iba a ser nada fácil.
El poco radio de acción de los cazas alemanes, la falta de bombarderos estratégicos o el revés de algunos modelos estrella, como el Me 110, pusieron de manifiesto que, aun siendo la fuerza aérea más importante del momento, la Luftwaffe tenía numerosos puntos débiles.
Eran achacables, en parte, a la personalidad de un jefe que alternaba los períodos de hiperactividad con otros de indolencia, y que solía tomar trascendentales decisiones muy a la ligera, dejando a otros su a veces imposible realización.
Lejos de enfrentarse al fracaso, Göring dio rienda suelta a su patológico deseo de acumular obras de arte. Poco a poco,el Reichsmarschall fue sumergiéndose en un mundo irreal, sin calibrar las consecuencias de sus actos. Como cuando ordenó al jefe de las SD, Reinhard Heydrich, el establecimiento de un plan para “la solución total de la cuestión judía en el área de influencia alemana”, instrucción en la que se basó la puesta en práctica del Holocausto.
O cuando ofreció a Hitler la imposible misión de abastecer por vía aérea al cercado 6.º Ejército en Stalingrado. Tampoco le resultó factible defender a su país del creciente furor de los bombardeos aliados, a pesar de su promesa: “Si un bombardeo enemigo alcanza el territorio alemán, mi nombre no será Hermann Göring”.
Fracaso, prisión y muerte
Lejos de visitar las destruidas ciudades que sus cazas ya no podían defender –tarea que fue asumiendo Goebbels, ministro de Propaganda–, el cada vez más desprestigiado Göringconsumía el tiempo contemplando los preciosos objetos que atesoraban sus residencias. En apariencia, permanecía ajeno al devenir de una contienda que iba llegando a su fin, como le informaban sus observadores en el cuartel general.
Sin embargo, la vista del inminente colapso pareció despertar una vez más su fino olfato político. Ante la falta de capacidad de maniobra de Hitler, que se encontraba recluido en el búnker de la Cancillería, y amparándose en un decreto de 1941, que así lo preveía, envió un radiograma al Führer: si no recibía contraorden, asumiría el gobierno del Reich.
Muy pronto se erigió unilateralmente en jefe moral de los detenidos durante los juicios de Núremberg
Tuvo la mala suerte de que Martin Bormann, secretario personal de Hitler, y Ribbentrop, sus peores enemigos en esas fechas, se hallaran allí cuando la misiva llegó. Hitler se puso furioso, y hasta pensó en fusilarlo, como estos querían. Al final solo fue desposeído de sus cargos y retenido en su residencia de Berchstesgaden, donde permaneció en una posición algo confusa que duró varios días.
Göring se entregó a las tropas estadounidenses en 1945, muerto ya Hitler, y quiso adoptar el papel de máxima figura alemana. No lo toleraron las autoridades de ocupación, que lo sometieron a una nueva cura de desintoxicación y lo sentaron en el banquillo de los acusados en Núremberg, junto al resto de los jefes del régimen que no habían sucumbido.
Más delgado y con un buen aspecto general, aparecía en primera fila en un extremo del banquillo, y muy pronto se erigió unilateralmente en jefe moral de los detenidos.
Sagaz en sus respuestas y casi siempre sonriente, parecía no tomar en serio los cargos que se le imputaban. Hasta que recibió la sentencia de culpabilidad, que comportaba la muerte en la horca. Aquel día, al abandonar la sala, dijo al soldado que lo custodiaba: “Bueno, a fin de cuentas, cargo con la pena máxima”. Era quizá la primera vez en muchos años que hacía frente a la realidad.
Göring moriría en la prisión de Núremberg el 15 de octubre de 1946, la noche antes de cumplirse la sentencia, por la ingestión de una cápsula de cianuro. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas dispersadas en el río Isar.
¿Cómo obtuvo la cápsula? En los años cincuenta, Erich von dem Bach, excomandante de las SS, aseguró habérsela proporcionado poco antes del suicidio, pero su versión ha sido generalmente rechazada. Otras teorías especulaban con la posibilidad de que Göring trabara amistad con un lugarteniente estadounidense, que sería el proveedor del veneno.
A principios de 2005, un soldado americano retirado, Herbert Lee Stivers, antiguo componente de la guardia de honor en los juicios de Núremberg, declaró haber suministrado a Göring, de parte de una mujer alemana, lo que creyó un “medicamento”. Pero nada está verificado.
Este artículo se publicó en el número 449 de la revista Historia y Vida.
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