Por la mañana comentaba con unos amigos que yo tenía la edad de mi hijo durante el sismo de 1985.
A la 1:14 tembló como nunca lo había sentido.
Y hoy 20 de septiembre mi querida Colonia Condesa es el infierno para los que aún respiran bajo los escombros y el paraíso para los que habían perdido la fé en la humanidad. Y no creo estar exagerando.
De pronto con palos, cascos y guantes cientos de jóvenes caminan en dirección a los derrumbes.
Se llega a cualquier sitio y sin preguntar te vuelves parte de la cadena que pasa escombros, agua, comida o medicinas.
Llevamos algunas cosas a un centro de acopio, al Club Junior de la calle Baja California, después nos quedamos a ayudar. Todos traían de todo. Por ejemplo: las botellas de agua llegaban en camiones, camionetas y hasta en las canastillas de las bicicletas. Nada era poco y nada parecía alcanzar.
Increíblemente estábamos autorganizados, de alguna forma la intención de ayudar hacia que funcionaramos a la perfección sin importar ninguna posible diferencia.
Sin olvidar el profundo dolor por los que sufren está tragedia en todo México, hoy me sale decir:
amo a mi ciudad.
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