Primo Levi dejó uno de los testimonios más significativos y famosos sobre Auschwitz. A 100 años de su nacimiento, su obra es uno de los nombres propios del Holocausto, no sólo por su narración sincera, sino también por sus advertencias imperecederas.
Gracias a su crónica y a la de otros como Violeta Friedman o Elie Wiesel -así como a las recogidas en el monumental Shoa de Claude Lanzmann– hemos conocido, las generaciones venideras, qué pasó más allá de esas tenebrosas puertas que guardaban las fábricas de muerte que fueron los campos de concentración nazis.
Porque si el Holocausto -término del que renegó Levi- puede diferenciarse de todas las masacres y genocidios que los humanos hemos sido capaces de llevar a cabo, que son muchos, es precisamente por esa palabra: fábrica. En tal sentido, Gabriel Albiac escribió que
Auschwitz no es una fábrica de muerte; o lo es sólo de modo adicional y derivado. Auschwitz es –la Shoá es– fábrica de desguace de lo humano.
A tenor de la vasta y necesaria investigación de Raúl Hilberg (La destrucción de los judíos europeos, Akal) el Holocausto fue un proceso que alineó a funcionarios, militares, científicos, profesionales y empresas con el objetivo de fabricar cadáveres y sacarles todo el partido posible. Como si fueran utensilios de cocina, teléfonos móviles o automóviles. Una industria de aniquilación humana con sus procesos, sus objetivos y su cuenta de resultados.
Levi salió vivo de aquello y tuvo la entereza suficiente para contarlo con honestidad. Así, sus textos, ya inmortales, destacan por sinceros y humildes. No en vano, manifestó que “cuando escribía, encontraba un breve lapso de paz y sentía que volvía a convertirme en hombre, un hombre como los demás, ni mártir, ni infame, ni santo.”
Su obra más célebre, Si esto es un hombre (1947) está nutrida de esa franqueza que atraviesa a Primo Levi de arriba abajo y que explicó de esta forma:
Para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terrero para el juez. Los jueces sois vosotros.
Esta mesura, este respeto a la verdad por encima de las percepciones, es lo que hizo grande a Levi. Tener el vigor necesario para sobrevivir a Auschwitz y contarlo sin ninguna pasión, sin ningún lamento, sin ninguna iracundia. Abstraer el dolor y la rabia y exponer sin filtros cómo los nazis y sus aliados -no sólo alemanes, también ucranianos, húngaros, franceses, italianos o polacos- fueron capaces de burocratizar y profesionalizar el más horrible de los crímenes: borrar de la existencia, sin distinción ni condición, a los que son diferentes. A este respecto, mediante una narración íntima y ordenada, Levi explica detalladamente el proceso de deshumanización por el que pasaban todos los prisioneros que llegaban a Auschwitz si, previamente, habían conseguido sobrevivir a un viaje de varios días colmado de tormentos en trenes destinados para el ganado.
La contención en su testimonio es, más de 70 años después, necesaria; más aún en nuestros días, cuando la historia se ha convertido en un encarnizado campo de batalla de narrativas políticas. Quizás esa contención, y sólo quizás, puede haber explicado la interminable lucha de Levi contra sí mismo que quizás, y sólo quizás, le pudo llevar al suicidio -aún está en el aire si se quitó la vida o fue un accidente-.
Ciertamente, internado en Auschwitz, una de sus pesadillas más recurrentes era escapar vivo y que, a su regreso, nadie creyera lo que contaba. Algunos creen que su última recaída en la depresión, antes de su muerte, se debió a la creciente moda del negacionismo durante los años ochenta.
Pero Primo Levi no sólo ha narrado con lucidez lo que aconteció en ese pequeño pueblo polaco en donde murieron exterminadas más de un millón y medio de personas. También, y esto es lo que le convierte en protagonista y relator fundamental del suceso, advirtió que olvidar era muy peligroso. Primo Levi no nos ha dejado olvidar porque si olvidamos, nos dijo, podría volver a suceder.
Para los que hemos crecido con la memoria del Holocausto acechando en cada esquina de nuestras vidas, el modesto químico italiano es parte fundamental de nuestra conciencia, de nuestra formación intelectual y de nuestra forma de ver el mundo. Fue difícil, al menos en mi caso, combinar durante la adolescencia Si esto es un hombre con Astérix y Obélix; más difícil es, ya en la madurez, tener retos e inquietudes y evitar todo contacto con el Holocausto y con su inmensa e intergeneracional sombra.
He intentado apartar la mirada muchas veces de todos esos cientos, miles de fotos, de prisioneros famélicos y de muertos apilados como si fueran escombros; he pretendido ocultar en mi memoria los experimentos científicos, las cámaras de gas, los hornos; he querido, simplemente, salir corriendo y borrar de mi cabeza los campos de concentración que pude visitar. Pero una mano invisible, la de Primo Levi, me ha servido siempre para caminar por las tinieblas y comprender que es imposible olvidarlas.
Aunque intente olvidar, pasar página, o simplemente aligerar equipaje, siempre está -y estará- ahí Primo Levi, en mi biblioteca, en un puesto privilegiado. Y siempre estará allí para explicarnos qué fue lo que pasó y para advertirnos de que no podemos olvidarnos. De hacerlo, podríamos ser las próximas víctimas o los próximos verdugos.
Elías Cohen, abogado y analista político.
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