El archivo audiovisual de British Pathé nos ofrece, a solo un clic de ratón, la imagen de un hombre de 53 años atractivo, de aspecto austero y con aires de aristócrata. En blanco y negro, le vemos estrechar manos a diestro y siniestro, sin perder la simpática sonrisa que esboza siempre que baja, ágil, de esos aviones que lo llevan de acá para allá para cumplir una misión que le ha encomendado la jovencísima ONU. A él, de experiencia diplomática probada, que solo unos años antes ha rescatado a miles de judíos de las garras de los nazis.
Tal currículum no va a impedir que el conde Folke Bernadotte sea emboscado con intenciones homicidas por un grupo de terroristas israelíes la tarde del 17 de septiembre de 1948.
Un destino
Bernadotte nació en 1895 en Suecia, predestinado a convertirse en una pieza importante de la política patria, al formar parte de la familia real. Educado con esmero, desarrolló desde niño un profundo sentido de la moral, que años más tarde le hizo escribir una reflexión: “No fuimos traídos a este mundo para ser felices, sino para hacer felices a los demás”.
Pero antes de que Bernadotte se aplicase a conciencia en el cumplimiento de esa máxima, forjó cuerpo y mente en los fuegos de la milicia, convirtiéndose en un disciplinado dragón que, sin embargo, no pudo seguir su prometedora carrera. Esto fue debido a la aparición de una dolencia crónica que los médicos de la época llamaron “sangrado intestinal”, y que probablemente fuera colitis ulcerosa o enfermedad de Crohn.
Pese a ese golpe, la neutralidad que Suecia había inaugurado en 1920 brindó a Bernadotte nuevas áreas donde desarrollar sus capacidades. Así, en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, se convirtió en vicepresidente de la Cruz Roja nacional, puesto desde el que se ocupó de los prisioneros de guerra, logrando el primer intercambio entre alemanes y aliados. Pero la prueba de fuego para Bernadotte llegó en 1945. El día en que se topó con Heinrich Himmler.
Bailando con el enemigo
Durante su etapa de negociador en el intercambio de presos, Bernadotte alcanzó fama de ser alguien en cuya palabra se podía confiar, algo que fue decisivo para que Himmler lo recibiera en febrero de 1945 con el fin de hablar sobre la liberación de los prisioneros escandinavos. Lo que no sabía el temible nazi es que el conde sueco iba a hacer un poco de trampa.
Y es que, gracias a su papel diplomático, Bernadotte había gozado de cierta libertad a la hora de moverse por las carreteras alemanas, lo que le hizo toparse con una cuerda de mujeres de un campo de concentración. Tras ver aquello escribió en su diario que “no había futuro para ellas y su presente era un infierno”, y decidió que liberaría a todas las que pudiera. Con esa idea, se fue a ver a Himmler camuflando sus peticiones de simple interés en la liberación de presos escandinavos.
El Schindler sueco
Tras varias deliberaciones, que se producían mientras Bernadotte preparaba una flota de vehículos blancos con el distintivo de la Cruz Roja al otro lado de la frontera para evacuar a los prisioneros, Himmler cedió. El conde empleó los meses que quedaban hasta el final de la guerra en sacar a todas las personas que pudo de los campos de concentración alemanes.
Se calcula que liberó a unas 20.937 personas de diversas nacionalidades, pero resulta más complicado dilucidar cuántos eran judíos. Un tema controvertido, pues a menudo se ha acusado a Bernadotte de preocuparse demasiado por los presos escandinavos. Sin embargo, los investigadores creen que llegó a salvar a unos siete mil judíos, la mitad de ellos, probablemente, mujeres. Una cifra que, pese a superar en mucho a los aproximadamente mil doscientos rescatados por el bien conocido Schindler, no ha hecho a Bernadotte merecedor de una oscarizada película.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, nuestro personaje se convirtió en un héroe en su país. Además, los franceses le condecoraron con la Gran Cruz de la Legión de Honor, recibió una mención del Congreso Judío Mundial y, lo más importante, a su casa llegó una ingente cantidad de muñecas bordadas por las mujeres a las que había liberado del horror.
En 1945 fue nombrado presidente de la Cruz Roja sueca, y siguió gozando de gran popularidad y aprecio internacionales. Hasta el punto de que la recién formada ONU lo eligió como uno de sus paladines de la paz, encomendándole la misión más difícil del momento. Poner fin a esa nueva guerra que había surgido en Palestina entre árabes y judíos.
La más dura paz
El 20 de mayo de 1948, Bernadotte acepta la misión de pacificar Palestina. Han pasado solo seis días desde la proclamación del Estado de Israel y la tensión es máxima. Sin embargo, no desfallece. Se reúne con las partes, recorre el terreno para comprobar cómo viven los árabes, registra la violencia creciente y, pese a todos los obstáculos, logra que Siria, Líbano, Arabia Saudí y Egipto, alzados contra Israel en defensa de Palestina, se comprometan a una tregua de cuatro semanas.
Aquellos días decisivos permiten a Bernadotte redactar una propuesta de paz que contempla la creación de dos Estados divididos políticamente, pero unidos en lo económico, con Jerusalén para los árabes, pero con un gobierno autónomo para los judíos. Ideas que hoy pueden parecernos imposibles, pero que, en su momento, no despiertan entre los israelíes tanta alarma como un párrafo del tratado en el que Bernadotte plantea “el derecho del refugiado árabe a regresar al hogar”.
Dominio público
Porque el noble ha visto a centenares de miles de árabes expulsados de sus casas, ahora ocupadas por los israelíes, malviviendo en “pésimas” condiciones, como dejará escrito en sus diarios. Y cree que es de justicia que aquellas gentes sean tratadas con humanidad. Ese sentimiento provocó que muchos israelíes empezaran a percibir al sueco como un estorbo.
Día final
Bernadotte no logra el acuerdo, pero no se rinde. Vuelve a reunirse con unos y otros. Viaja, como lleva haciendo toda su vida, en busca del tratado que ponga fin a la violencia. Y en esa tarea se encuentra cuando salta la noticia. El 16 de septiembre, una emisora de radio de Rodas anuncia que ha sido asesinado. Bernadotte, que sigue vivo, celebra la fake news y se prepara para el viaje que hará a Jerusalén al día siguiente.
Pero las advertencias se acumulan, y el gobierno de Israel le hace saber que, si aterriza en el aeropuerto árabe de Kalandia, como es su intención, se arriesga a un atentado. Bernadotte ignora el mensaje y alcanza sin problemas su destino, donde le llegan rumores de posibles emboscadas. Hay quien le sugiere cambiar su itinerario, pero él responde que correrá “los mismos riesgos” que sus observadores.
Parte hasta Jerusalén, tomada por bandas armadas y donde a menudo es recibido por los simpatizantes de Lehi, un grupo extremista israelí, con pancartas que rezan: “Estocolmo es tuyo. Jerusalén es nuestro. Trabajas en vano”.
Pese a todo, consigue reunirse con varios miembros de la ONU y se encuentra con el héroe de guerra francés André-Pierre Sérot, a cuya mujer, arrestada por la Gestapo durante la Segunda Guerra Mundial, había salvado Bernadotte. Ambos deciden volver juntos al hotel en el que se alojan. Montan en el tercero de los tres vehículos que componen el convoy de la ONU, bien identificado con las banderas de la institución. Durante el trayecto, un jeep verde les cierra el paso.
Sus ocupantes parecen miembros del ejército israelí. Se dirigen al chófer del primer coche del convoy, que cree que los soldados están haciendo un control aleatorio y les dice: “Dejadnos pasar, es el mediador de la ONU”. Estas palabras activan a los soldados, que, en realidad, son terroristas del Lehi. Uno de ellos corre hasta Bernadotte, ametrallándolo tanto a él como a su amigo André antes de darse a la fuga. Ninguno de los dos sobrevive.
Israel condenó el atentado, pero, aunque muchos de los miembros del Lehi fueron detenidos, jamás se identificó a los asesinos del conde y su amigo. Además, una amnistía general acabó liberando a todos los miembros de la organización, y años después, en 1983, Yitzhak Shamir, que fue la mente tras el atentado contra Bernadotte, acabó convertido en primer ministro.
En cuanto a Bernadotte, tras su muerte la ONU decidió, agradeciendo sus “buenos oficios”, lanzar la Resolución 194, que apostaba por el derecho al retorno a sus hogares del pueblo palestino. Setenta y seis años después, esa parte del testamento del conde sueco sigue sin ejecutarse.
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