A guardar, a ordenar, cada cosa en su lugar”: una reflexión ontológica, biológica y metafísica sobre la armonía de los roles humanos

Por:
- - Visto 131 veces

La historia de la humanidad puede leerse como un palimpsesto de luchas por la justicia, la equidad y el reconocimiento de las diferencias inherentes a nuestra condición. En este sentido, el movimiento feminista de sus primeras épocas, que floreció en el siglo XIX y principios del XX, emerge como un grito legítimo contra una estructura social que, en su rigidez, había relegado a la mujer a un estado de subordinación ontológica injustificable. Como bien señala Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949), “no se nace mujer: se llega a serlo”, una afirmación que no niega la biología, sino que subraya cómo la cultura ha moldeado las percepciones de lo femenino, a menudo en detrimento de su dignidad. La exclusión de las mujeres del sufragio, por ejemplo, se fundamentaba en una lógica arcaica que vinculaba el derecho a decidir con la capacidad de empuñar un arma en el campo de batalla, una premisa que, desde Aristóteles (Política, Libro I) hasta Hobbes (Leviatán, 1651), asociaba la ciudadanía con el ejercicio de la violencia legítima. Biológicamente, la mayor masa muscular y resistencia física de los hombres —resultado de la selección natural y de la testosterona, según estudios de endocrinología moderna (Bhasin et al., 1996)— los convertía en candidatos predilectos para tales contiendas, mientras que las mujeres, por su capacidad reproductiva, eran preservadas como baluartes de la continuidad de la especie.

El Talmud (Tratado Sotá 11b) nos ofrece una perspectiva complementaria: “Por el mérito de las mujeres justas de aquella generación, Israel fue redimido de Egipto”, sugiriendo que la mujer no solo perpetúa la vida física, sino que sostiene la redención espiritual y moral de la comunidad. Sin embargo, el movimiento sufragista, en su afán por conquistar la igualdad política sin asumir las cargas militares, planteó un desafío ético: ¿es justo reclamar derechos sin corresponder con deberes? Esta tensión, que resuena con la dialéctica hegeliana de amo y esclavo (Fenomenología del espíritu, 1807), pone de manifiesto una paradoja que el feminismo radical contemporáneo ha exacerbado: la búsqueda de privilegios desprovistos de responsabilidad, un eco invertido del contrato social rousseauniano (El contrato social, 1762), donde la libertad se equilibra con la obligación.

Desde un punto de vista biológico y evolutivo, la diferencia entre sexos no es arbitraria. La neurociencia moderna, como los trabajos de Louann Brizendine (The Female Brain, 2006), revela que el cerebro femenino, con su mayor densidad de conexiones en el cuerpo calloso, está predispuesto a la empatía, la intuición y la cohesión social, mientras que el masculino, influido por picos de testosterona prenatal, tiende a la agresividad y la resolución espacial, rasgos útiles en contextos de combate o caza. Esto no implica superioridad ni inferioridad, sino complementariedad, un principio que la Kabbalah ilustra magistralmente en el Zohar (I, 55b): “El Santo, bendito sea, creó al hombre y a la mujer como una unidad dividida, cada uno reflejando un aspecto de la Divinidad”. El sefirá de Biná (entendimiento), asociado a lo femenino, y Jojmá (sabiduría), vinculado a lo masculino, no operan en oposición, sino en síntesis, como el yin y el yang del taoísmo.


La mujer, en esta cosmovisión, trasciende lo meramente físico para encarnar lo metafísico, lo que Platón (Banquete, 360 a.C.) describiría como la escalera hacia la Belleza absoluta. En la Biblia hebrea, Eva (Javá, “viviente”) no es solo la madre de la humanidad, sino el símbolo de la vida misma (Génesis 3:20), mientras que el Cantar de los Cantares exalta su esencia como un jardín cerrado, un reflejo de la creación divina en su delicadeza y misterio (4:12). Poetas como Dante (Divina Comedia, 1321) y místicos como San Juan de la Cruz (Noche oscura, 1578) han visto en lo femenino una chispa de lo eterno, un vehículo hacia lo trascendente. ¿Qué sería del mundo sin esta presencia? Un desierto estéril, un caos informe como el tohú vavohú del Génesis (1:2), carente de música, color o esperanza. Las mujeres, en su fragilidad y fortaleza, son el contrapunto armónico a la rudeza masculina, un equilibrio que Nietzsche (Así habló Zaratustra, 1883) intuyó al proclamar que “todo en la mujer es un enigma, y todo en la mujer tiene una solución: se llama embarazo”, una metáfora no solo de la procreación, sino de la capacidad de gestar sentido en un mundo absurdo.

El instinto protector del hombre hacia la mujer, observable en catástrofes históricas como el hundimiento del Titanic (1912) o en relatos épicos como la Ilíada de Homero, no es una construcción patriarcal, sino una impronta biológica y psicológica. Carl Jung (Psicología y alquimia, 1944) lo atribuiría al arquetipo del animus, la energía masculina que busca resguardar el anima, el alma femenina. Por su parte, la mujer, con su disposición natural hacia el cuidado —evidente en la oxitocina que refuerza el vínculo materno (Feldman, 2012)— encarna la virtud de la compasión, una cualidad que Aristóteles (Ética a Nicómaco) consideraba esencial para la eudaimonía, la vida plena. Esta reciprocidad no es una imposición cultural, sino una danza cósmica, un reflejo del orden natural que los estoicos, desde Zenón hasta Marco Aurelio (Meditaciones, 161-180 d.C.), veneraban como logos.

Así pues, “a guardar, a ordenar, cada cosa en su lugar” no es un mandato autoritario, sino una invitación a reconocer nuestra naturaleza. El mundo, como sistema complejo, requiere equilibrio, un principio que la física newtoniana y la termodinámica moderna corroboran: toda acción tiene una reacción igual y opuesta, toda entropía busca su homeostasis. Hombres y mujeres, en su diversidad, son los polos de una batería que sostiene la chispa de la existencia. Negar esta armonía, ya sea por un feminismo descontextualizado o por un machismo obtuso, es condenarnos a un desorden metafísico, a un mundo sin sentido ni propósito. Como dijo el sabio Hillel en el Talmud (Pirkei Avot 1:14): “Si no estoy por mí, ¿quién lo estará? Y si no estoy por los demás, ¿qué soy?”. En la unión de ambos, en el respeto mutuo de sus roles, reside la salvación de la humanidad.

Acerca de Rob Dagán

Mi nombre es Gabriel Zaed y escribo bajo el seudónimo de Rob Dagán. Mi pasión por la escritura es una consecuencia del ensordecedor barullo existente en mis pensamientos. Ellos se amainan un poco cuando son expresados en tinta, en un escrito. Más importante es expresarse que ser escuchado o leído, ya que la libertad no radica en hablar, sino en ser libre para pensar, analizar.

Deja tu Comentario

A fin de garantizar un intercambio de opiniones respetuoso e interesante, DiarioJudio.com se reserva el derecho a eliminar todos aquellos comentarios que puedan ser considerados difamatorios, vejatorios, insultantes, injuriantes o contrarios a las leyes a estas condiciones. Los comentarios no reflejan la opinión de DiarioJudio.com, sino la de los internautas, y son ellos los únicos responsables de las opiniones vertidas. No se admitirán comentarios con contenido racista, sexista, homófobo, discriminatorio por identidad de género o que insulten a las personas por su nacionalidad, sexo, religión, edad o cualquier tipo de discapacidad física o mental.


El tamaño máximo de subida de archivos: 300 MB. Puedes subir: imagen, audio, vídeo, documento, hoja de cálculo, interactivo, texto, archivo, código, otra. Los enlaces a YouTube, Facebook, Twitter y otros servicios insertados en el texto del comentario se incrustarán automáticamente. Suelta el archivo aquí

Artículos Relacionados: