Los dos jóvenes salieron de la Casa de Estudios que daba al Monte Sión, cruzaron una terraza de piedra que olía a albahaca y yerbabuena y se encaminaron hacia la casa de Rabí Hatzaiar, apodado el pintor porque se ganaba la vida dibujando, con minúsculos versículos de los salmos, torres y arcadas de la ciudad tres veces santa. Llevaba años sin salir de su modesto estudio y una mujer joven, su sobrina, lo cuidaba y vendía sus pinturas. Su caligrafía era un portento de volutas y perfiles, un enjambre de puntos sagrados, una red de exclamaciones en las que cada nudo o forma tenía, al menos, cien apretados verbos que exhortaban a la serenidad o al canto, al estudio o la vigilia.
Los dos jóvenes, que solían comentar sus dudas con Rabí Hatzaiar, le traían esta vez el misterio de la palabra ´´ imagen´´, be-tzelem, que en el Génesis 1:27 establece el parentesco especular del Creador con su criatura.
-Nuestro rabí sostiene-dijo uno de los jóvenes-que esa imagen está hecha de la extensión infinita de los mundos, de los cielos sin fondo de la noche y las claridades radiantes del día, de los cuales somos un pantalla de carne en la que El ha proyectado el plano secreto de sí-mismo.
El rabino pintor dejó a un lado su lupa gigantesca y el pergamino en el que trabajaba, mesó su barba, sonrió, buscó con los ojos la vieja silla de madera clara y gastada en la que pasaba sus tardes releyendo la Torá, y dijo:
-Seguramente habéis venido a mi pensando que lo sé todo de las imágenes que dibujo, todo acerca de las palomas que vienen a reflejarse en mis pergaminos y papeles, de las rosas de sílabas y las murallas de versículos, pero yo-como todos nosotros-sobrevivo de aquello que mi corazón bate a la sombra de sus cámaras. Es cierto que es aquí-se señaló el pecho-donde el Creador medita y proyecta sus mundos en nosotros, transformándonos, a cada instante, en el más sutil y también el más peligroso de Sus puntos de vista, pero la imagen que de El llevamos, Su sello indeleble, apenas si es una vibración de estrellas lejanas en el nódulo sinusal, todo para estar vivos y casi nada que podamos, realmente, saber.
Decepcionados, los jóvenes se sumieron en un profundo silencio. Afuera, la ciudad se apagaba en el color vino de la noche inminente. Faltaba un largo mes para el inicio del verano y los vencejos chillaban en el aire sus mensajes familiares. Con la humedad, la albahaca soltó un delicado perfume a plegaria tranquila. El maestro pintor se acercó a su mesa de trabajo, tomó un pequeño tablero, fijó sobre él una lámina de papel blanco y prosiguió:
-Con setenta y cinco pulsaciones por minuto un latido dura aproximadamente 0,8 décimas de segundo, lapso que podemos representar-dibujó-por un círculo subdividido en ocho segmentos. La sístole auricular dura 0,1 segundo; luego se relajan las aurículas 0,7 décimas de segundo. A esa contracción le sigue inmediamente la sístole ventricular, que dura 0,3 de segundo; después, se relaja la musculatura de los ventrículos 0,5 de segundo y durante un lapso de 0,4 décimas de segundo tanto las aurículas como los ventrículos permanecen relajados. Entonces, si habéis prestado atención a los números de ese proceso y recordáis que ocho es el valor de la letra jet, que señala la vida, podéis advertir por qué el Eterno nos concede 0,4 décimas para comprenderlo y 0,4 para vivirlo. Y por qué cuando queremos vivirlo con lucidez nos obliga a comprenderlo y cuando queremos comprenderlo nos fuerza a vivir Su oscuridad.
El dibujo consistía en un círculo dentro de otro, cruzados, ambos, por cuatro diámetros que simbolizaban las cuatro cavidades cordiales. El maestro apoyó su finísimo lápiz en el centro y dijo, con una ternura que a los jóvenes les pareció ultraterrena:
-Pedidle que se Os revele y pondrá fuego en vuestra sangre. Aceptad que lata en ella Sus designios y cada una de vuestras palabras reflejará Su pulso.