Sí, todos sabemos – o deberíamos saber – que el chocolate se originó en México y de aca se lo llevaron al resto del mundo.
¿Se lo llevaron?, ¿quién se lo llevó?
Bueno… Pues se lo llevaron los sefaradíes que llegaron a México huyendo de la inquisición -algunos se asimilaron, otros cayeron en sus garras y algunos se fueron al Caribe y las colonias holandesas -como la familia de Ignacio Madero- y como aquellos que terminaron asentándose en Bayonne, Francia donde empezaron la producción, primero de chocolate y después de panaderia con chocolate hasta 1720 cuando la iglesia trató -después de que algunos locales aprendieron a preparar el chocolate- de prohibir a los judíos ejercer este arte culinario con lo que (como casi siempre sucede en estos casos), lograron expulsarlos de Bayonne, donde los locales nunca asumieron la calidad ni cantidad de la producción que ellos tenían y al mismo tiempo crearon las industrias chocolateras de Inglaterra – la primera Choco-cafeteria, la de Jacobo, ¡Se abrió en 1650! y de ahí pasó unos años más tarde a Bélgica.
Y así, los judíos sefardíes llevaron el chocolate al mundo, dejaron a la iglesia con sus políticas antisemitas en Bayonne y nos heredaron recetas. La más antigua escrita en djudeo-espanol hace 400 años explicando cómo crear un pastel de chocolate.
Y así, tomados de la mano, un producto mexicano escapó del control castellano para conquistar al mundo gracias a la creatividad de unos cuantos sefardíes que descubrieron las maravillas que este producto genera y que hoy, envuelto en celofanes o mezclado con leche caliente acompañara a multiples parejas y hará la vida más sabrosa incluso a quienes cenemos solos.
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