Asesinato de un sueño

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No era un prócer. Era un hombre. Capaz de cambiar, de cometer errores, de arrepentirse, de crecer, de madurar.

No era un ángel. Era un hombre. Sentía enojo, dolor, desesperación, vergüenza, esperanza, desilusión, placer, amor.

Era un soñador. Creía que los demás lo seguirían en la paz así como lo habían seguido en la guerra.


Era optimista. Confiaba en sus hermanos. Repetía sin saberlo la historia de antaño. La de los hermanos que envidiaban el manto, cuando tres balas perforaban su cuerpo poderoso.

Poseía el encanto de la espontaneidad. A veces parecía un niño. Una sonrisa extrañamente dulce en un rostro que había simbolizado el triunfo en la guerra.

Otras veces un trueno azul relampagueaba en sus ojos. Y no necesitaba más para demostrar su fuerza.

Era fiel. Extraña cualidad en este lado del mundo. Era fiel en su amor a Israel, y por eso se atrevió a cambiar de idea. Eligió ser un hombre de paz después de haber demostrado que era el guerrero por antonomasia.

Un guerrero tan poderoso que fue capaz de tirar la espada y estrechar la mano del enemigo. Aunque no le resultara fácil hacerlo…

Era incapaz de disimulo, de mentira, de frío cálculo, de odio, de venganza.

Era un hijo dilecto de esta tierra. La generación de los fundadores. Pertenecía a estos parajes como un árbol. Como un trébol.

Sabía pagar sus errores, admitir sus límites, y también acusar a los que finalmente lo mataron. Directa o indirectamente, lo condenaron, lo entregaron, lo lapidaron, lo ensuciaron.

Y él no calló. Su denuncia fue clara, límpida y escalofriante.

Comprendió que se hallaba en peligro. Pero no habría de inclinar su cabeza. No se escondería. Era un judío de cerviz erguida. Y sabía que lo amenazaba el din rodef.(1)

Las ideas asesinas y su ejecutor implacable eligieron una interpretación peculiar y errónea de la ley judía para condenarlo y ejecutarlo.
Como si el asesinato fuera un privilegio de algún líder que ha perdido el juicio.

Recuerdo una escena de la película de Amos Gitai acerca del “último día”, que recuenta los días que antecedieron al asesinato.

La escena comienza con un grupo de religiosos, envueltos en su talit, cantando. Voces hermosas entonando una bella melodía polifónica. Un coro de ángeles. Asombrada, emocionada, siento que mis labios se distienden en una sonrisa, pensando “bueno, también estos religiosos elevaron plegarias por su alma…” y entonces la voz del relator dice: pronunciaron el pulsa denura(2) y lo condenaron a muerte.
Y para mí esa escena representa lo que ocurrió. Es una enorme, tristísima metáfora del cambio de Israel.

Un grupo de extremistas religiosos, en nombre de los sectores más retrógrados de la religión, deciden saltar a la escena nacional, en un asalto morboso y mortuorio, creando un cisma entre los que desean imponer su ley por la fuerza y el resto del país, que apuesta a la democracia.

Evidentemente, a veintiún años del hecho, el primer grupo triunfó ampliamente.

La polifonía aparente es totalmente pervertida. Mentirosa. En esa tribu existe en realidad un unísono atronador.

Nos hemos convertido en dos pueblos que se odian mutuamente, negando uno al otro toda legitimación y que se separan como si el muro que construyeron para proteger de los terroristas tuviera su contraparte en un muro transparente pero hermético entre las ideas y las concepciones acerca de lo que debe ser Israel.

El extremismo se instaló entre nosotros cuando enterraron a Rabin. Y nos persigue día a día.

Con Rabin enterraron el diálogo. La hermandad. La posibilidad de disentir. El kibutz galuiot.(3)

Con él enterraron la esperanza de paz. El dictado divino de “éstas y aquéllas son las palabras del Dios viviente”.

Quedaron solamente éstas. Las de los que calzan las botas. Las botas del ejército al que condenan a ser guardián de la ocupación, las del desprecio, las de la negación de toda posibilidad de oposición, llamando traidor al que piensa de otro modo. Las de los que gobiernan y deciden. Las de aquellos que bailan sobre su tumba y santifican las tumbas de los asesinos.

Antes de ser asesinado, cuando se retiraba tras pronunciar un discurso en la Plaza de los Reyes de Israel en Tel Aviv (hoy Plaza Rabin), Rabin dijo: “Éste es un camino lleno de dificultades y dolor. Para Israel, no hay camino sin dolor, pero el camino de la paz es preferible al camino de la guerra.”

Lamentablemente, el general estaba solo sobre el hermoso caballo blanco de sus sueños, y su ejército era pobre, escaso y vencido de antemano.

Sea su recuerdo bendito. Y que sea aún posible revivir la esperanza asesinada.

(1) Din rodef: Provisión de la ley judía que permite dar muerte extrajudicialmente a alguien que pone en peligro a una persona o grupo de personas. El asesino de Rabin empleó esta ley para justificar su crimen, pero la mayor parte de las autoridades religiosas refutaron la legitimidad de su empleo.
(2) Pulsa denura: Ceremonia pseudo cabalista en la que se maldice a una persona rezando para que muera dentro de un breve lapso de tiempo, en forma natural o de otra forma. Existen distintas versiones de la ceremonia, originadas en textos del Zohar (texto cabalista importante, atribuido a Rabí Shimon Bar Iojai). Originalmente la expresión se refería a un castigo divino, y no es claro cuándo se transformó en una ceremonia llevada a cabo por seres humanos, ceremonia a la que autoridades religiosas importantes se oponen totalmente.
(3) Kibutz galuiot: reunión de las diásporas judías.

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