Ataque de pánico

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Sabía que si llegaba a tener en ese momento una crisis de angustia descomunal, las probabilidades de morir serían casi nulas. Sin embargo, durante el tiempo impreciso en el que mi cuerpo permaneció confinado dentro del estrecho y trepidante equipo de resonancia magnética, constaté – como si hiciera falta – la inquietante fragilidad mental de un psiquiatra a punto de un ataque de nervios.

Todo comenzó con una súbita lumbalgia al estarme cepillando los dientes una mañana. La agudeza e intensidad del dolor escalaron tanto que fueron necesarios medicamentos inyectados para tolerarlo.


El neurocirujano rápidamente ordenó, sin haberme puesto un dedo encima, tomografía axial computarizada y resonancia magnética de columna vertebral lumbar. Los primeros resultados mostraron un acortamiento del espacio entre las vértebras bajas antes de articularse al sacro (ahora entiendo porqué es sagrado este hueso) y el cóccix formando la rabadilla. Ese sitio normalmente suele estar ocupado por los discos intevertebrales, hechos de tejido cartilaginoso acuoso, cuya función es amortiguar el golpeteo habitual que experimenta la columna vertebral del Homo erectus.

En vez de tener una vista transparente las imágenes lumbares destacaban una ominosa opacidad provocada por una burbuja gaseosa –aclaraba el especialista tranquilamente– por una “degeneración propia del envejecimiento”.

Después del golpe ruin a mi autoestima, todavía faltaba el estudio de resonancia magnética que utiliza imanes y ondas de radio muy potentes para crear imágenes precisas del cuerpo mediante computadora, sin riesgo de radiaciones.

Poco antes del momento de la verdad, una guapa técnica indicó que debía quedarme en ropa interior y enfundado en una deleznable bata que dejaba penosamente al descubierto mi retaguardia. También se me advirtió que una vez dentro del aparato, comenzaría a escuchar sonidos intensos por espacio de 20 minutos. Fin de la advertencia.

A pesar de las obvias rememoraciones sobre la segunda muerte de Joaquín Pardavé, logré mantenerme relativamente sereno dentro de aquel artilugio con ambientación rave.

De pronto cesó el taladrante estruendo y sobrevino una quietud absoluta. No sé cuánto tiempo pasó, pero como yo seguía ahí metido sin que nadie, ni siquiera la guapa técnica, me informara qué era lo que estaba pasando o estaba por suceder, comencé a alarmarme. Recordé que hay personas que sufren de una rara enfermedad hereditaria (Urbach-Wiethe) que causa endurecimiento del tejido cerebral y por ello no sienten miedo a nada. Esta valentía se debe a que la amígdala -responsable del registro de emociones- se atrofia. De ahí que cualquier asechanza externa (animales feroces, asesinos, catástrofes) es recibida sin el menor asomo de temor. Sin embargo, cuando estas personas respiran bióxido de carbono por arriba de lo normal presentan ataques de pánico. Decidí entonces respirar profunda y pausadamente.

Resulta fascinante saber que nuestro cerebro responde de manera distinta a las amenazas externas que a aquellas que provienen de miedos internos como la sensación de asfixia o el temor a ser abandonado y dejar de ser querido.

Existen diferentes sistemas de respuesta cerebral a diferentes tipos de asechanzas. Seguramente, el argumento del peor temor está en cada una de nuestras mentes.

Acerca de Moisés Rozanes

Formación Académica:Medico-Cirujano (UNAM)Especialista En Psiquiatria (UNAM)Maestro En Medicina Social (Universidad Autonoma Metropolitana)Diplomado En Derechos Humanos (Universidad De Colima)Actividad Profesional Actual:Responsable Del Programa De Salud Mental Del Consejo De Salud Del Estado De Colima (Ssa)Psiquiatra De La Clinica Hospital Miguel Trejo Ochoa Issste, Colima, Col.Miembro Del Comité Editorial Nacional De La Revista Salud Mental

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