La abuela, está por cumplir ochenta años, platicando con su nieta le dice, estoy contenta de tener nietos y nietas, aunque me espantan lo que sucede en nuestro mundo; creemos que nos hemos modernizando pero la violencia sigue imperando. Me doy cuenta que la vida implica un constante proceso de pérdida. Lo que me importaba ha ido cayendo, como los pétalos de una flor. Recibo a cambio imitaciones que no tienen el valor de lo perdido.
Cuando era joven, las compras se hacían en el centro y se viajaba en tranvía. Ni pensar que una mujer podía manejar un coche. Incluso eran pocos los hombres que lo hacían. Una mujer decente no se podía subir sola en un taxi porque era mal visto e incluso peligroso.
Los pagos se hacían con dinero, no con esos plásticos que ponen a muchos jóvenes en aprietos por no tener límites. La primera vez que lo usé, firme como loca. Cuando llego la nota de lo gastado me quería morir, no tenía como pagarlo; que fácil fue firmar. Su nieta sonríe y asiente con la cabeza. Creemos que el mundo cambia y sigue igual. La lucha por el poder y el dinero sigue siendo una prioridad.
André Breton dijo en 1937: la desventurada Europa es presa de una crisis de bestialidad demasiado evidente. No es imposible que nuestra añeja y riquísima cultura se degrade al máximo en pocos años. Atinó
Podemos decir lo mismo ahora en el 2015: estamos sufriendo las amenazas constantes de la bestia humana, con un nuevo disfraz: terroristas, narcotraficantes, traficantes de personas. Tenemos a individuos vacíos e insatisfechos que abrazan ideales ajenos a su idiosincracia; esto les da un sentido de vida. Pierden la cordura y todo sentido de proporción. Renuncian a sus raíces para tomar como modelos a quienes imponen sus convicciones en forma cruel; pierden el amor a la vida, son capaces de todo. Lo que nos enfrenta a un mundo inseguro.
En mi juventud, la elegancia implicaba usar zapatos apretados, sombrero y guantes, se usaban en primavera y verano. Con la llegada de la minifalda terminó el uso de guantes. Qué maravilla que ahora ya puedo usar zapatos cómodos. Que suerte haber dejado aquellos que me lastimaban. Las caminatas se hacían con zapatos elegantes que sacaban ampollas. Una tía me decía: aunque te duelan los pies, sonríe. ¡Que flojera da pensar en esos niveles de elegancia!
Desde los quince años pensaba que cada hombre al que dirigía la palabra era un probable marido, la única meta era formar un hogar. Tenía prohibido tener amigos. Los adultos decían que no había amistad entre hombres y mujeres.
Me siento triste al ver que la realidad se ha vuelto insoportable y sombría, lo único que puedo pintar de colores son mis sueños. Trato de alejarme de esa realidad hostil que espanta; me esfuerzo en mantener un estado de ánimo alegre y optimista; en ocasiones venzo esos terrores. ¡Con mi miedo y sin el, las cosas van a suceder! Es más están sucediendo
La noticia de los ataques en Francia por parte de terroristas me vuelve a mover el miedo almacenado durante generaciones y un malestar me acompaña durante varios días, dice la abuela. Insisto en que los humanos no entendemos hasta que la desgracia nos cae encima. La gente queda apresada en circunstancias inesperadas como moscas en esas tiras de pegamento que se colgaban de los focos para apresarlas. En las trincheras se toma conciencia de la falsedad de los discursos inflamados.
Han surgido cambios sorprendentes, las reuniones de amigos, la relación interpersonal, cálida y cercana, se ha cambiado por conversaciones a través de aparatos modernos. Nos advierten que las llamadas pueden ser grabadas o espiadas, sin embargo todos caminan con sus aparatos. ¡Que miedo! Que inseguridad. Me siento desnuda ante un mundo persecutorio, no puedo hacer nada. La tensión me agota. Que desasosiego al sentir, que desconsuelo si pienso. Soy el resultado de políticas ajenas que me han convertido en un ser temeroso y angustiado. Asumo que hay cosas sobre las que no tengo control.
A pesar de todo, veo la vejez como unas vacaciones; no gris como otros la ven; ya tengo derecho de hacer lo que me da la gana. He perdido la sensación de tener que realizar una gran misión, nunca supe cual, ni con quien. Ya no me siento acompañada de una ambición sombría, un desconsuelo, algo que me tensa el cuerpo y la cabeza. Ya no quiero honores ni títulos. Estoy contenta de estar en la vida, disfruto que estoy viva y que mi corazón late con amor y alegría. Aprecio los pequeños detalles.
Mi gusto de ser abuela se llena de dolor al ver que los pilares de la sociedad se hunden con rapidez. Parece que los humanos no tan humanos no escarmientan. ¿Qué les espera a mis hijos y nietos adorados? Me espanta el desenfrenado desorden, el debilitamiento de la sociedad civil, la vulnerabilidad y fragilidad en que estamos. Me sorprende saber que esto no le afecta por igual a todo el mundo. ¿Por qué a mí? ¿De que estoy hecha?
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